El «éxito» de las JMJ.

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Desde la mentalidad barroca se intenta enfatizar que la Iglesia es una sociedad visible, tan exterior como España, Francia e Italia. Se desea que lo sobrenatural sea lo más visible posible. Y se reduce lo mistérico a ideas claras y distintas.

El precio de esta mentalidad es hacer de la Iglesia una comunidad humana, tal vez demasiado humana. Para una mentalidad barroca, las JMJ serían un éxito superlativo. Ni los indignados, ni los frikis, ni el calor, ni los excesos de los jóvenes, podrían empañar semejante apoteosis de la cantidad. Los números cantan, dos millones son abrumadores, por más que las formas externas no sean las del siglo XVII.

Lo más importante de la Iglesia, sin embargo, es la presencia de Cristo, que llama hacia él a sus miembros, que participan de la gracia. Ese don divino, corazón íntimo, Misterio, que se manifiesta a través de los sacramentos y de la estructura exterior. Desde esta perspectiva, el éxito en convocar multitudes tiene un valor instrumental: se subordina a la acción de la gracia.

¿De qué nos alegramos? Sobre todo, del bien sobrenatural que tiene primacía, pues hay más gozo “…por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc. XV, 7). Además, en general, por todos los bienes implicados en las intenciones de Terzio, en la medida en que se hayan logrado.

¿No hay nada criticable de las JMJ? Claro que sí. No tenemos por qué negar la realidad. En entradas sucesivas, Deo volente, volveremos sobre el tema. 
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