– ¿Vale la pena continuar con la glosa? Pensamos que no por dos motivos: Uno, porque la premisa de D. Iraburu es un antecedente pretencioso que vicia el resto de sus conclusiones. Sólo si la tesis de la infalibilidad prudencial positiva de las leyes litúrgicas estuviera establecida con firmeza, valdría la pena proseguir. Como ha dicho un comentarista, si la prohibición del Misal de San Pío V fue un acto positivamente benéfico no es posible juzgarlo de consecuencias trágicas, porque la providencia humana respecto del futuro es elemento esencial de la prudencia gubernativa. Dos, porque la sexta entrega iraburrita contenía una torpeza que debió de ser eliminada sin aviso por el cura o alguno de sus palmeros. El párrafo original:
No es tampoco del todo cierto –aunque algo tiene de verdad– que el Misal antiguo dejase menos margen a la mala celebración que el nuevo. Yo fui ordenado sacerdote en 1963, y podría recordarles algunos modos, no infrecuentes, de celebración de
Durante once siglos el canon se recitó en silencio. ¿A Iraburu le parece cosa precaria?
– Un lector nos comenta sobre un artículo del bueno de Arráiz, ¡pobre tío! Le vendría bien leerse a Gustavo Thils y dejar el panfleto de Davidito Armstrong. Os dejamos unos fragmentos para la desintoxicación:
“Recordar de una manera regular el fin de la infalibilidad, la razón por la cual ha sido concedido este don, ayuda oportunamente a recordar los límites de esta prerrogativa y de su ejercicio. Efectivamente, se trata del primado o de la infalibilidad, el «fin» constituye una norma objetiva que permite, lo primero, fijar el hondo significado de una prerrogativa y, después, delimitar el campo sobre el que ésta se ejerce con pleno derecho. Estas indicaciones tienen, evidentemente, un considerable interés para la teología del papado. También la consideración del «finis primatus» es capital para fijar de manera objetiva los límites de la actividad pontificia, particularmente en sus relaciones con el ministerio del cuerpo episcopal en general, o de los obispos en particular (…) Hay un punto sobre el cual acaso convenga llamar la atención. El fin de la infalibilidad, se dice, es defender la unidad de la fe. La fe y, por lo tanto, no una teología determinada; ni siquiera, hablando con propiedad, una teología, sea la que fuere. Es más fundamental la unidad de la fe. Se aparta uno de la unidad de
Sería enteramente contrario al profundo significado del carisma de la infalibilidad recurrir a fines que no son tan esenciales, tan fundamentales (…)
Tercer elemento limitativo: el objeto de la infalibilidad. Este lo constituye la revelación (objeto directo) y las verdades necesariamente requeridas para su defensa y proposición (objeto indirecto). La revelación es un principio indiscutible de limitación. Se hará sin duda observar -y con razón- que lo de estar una doctrina «contenida» en la revelación puede entenderse con mayor o menor flexibilidad (…).
¿Constituye un principio de limitación el objeto indirecto de la infalibilidad? Sin duda que sí. Pero su trasgresión es igualmente fácil. Las discusiones del Vaticano I han hecho ver que muchos obispos de la mayoría definían el objeto indirecto de la revelación con un criterio muy ancho. Si en el objeto indirecto de la revelación hay que incluir todo lo que es útil para explicar, justificar, desarrollar la revelación, pocos campos se hallarán a cubierto de semejante expropiación. Los miembros de la diputación de la fe avistaron la dificultad y el peligro. El canon propuesto por ellos manifestaba una tendencia a la restricción: «quae necesario requiruntur». Pero no se pudo llegar a un acuerdo. Existe, pues, en esto un peligro latente de ampliación abusiva de las cuestiones que podrían ser definidas infaliblemente. No hay duda, como lo hemos dicho ya, de que sólo es «teológicamente cierto» que se dé infalibilidad en este campo del objeto indirecto: esto constituye una reserva, pero que pone a cubierto de los daños provenientes más bien de un error cometido que del peligro de cometerlo.” (G. Thils, La infalibilidad pontificia, Sal Terrae, Santander, 1972. Ps. 310-313)