Misa por el perdón de los pecados

Por P. Francisco Torres Ruiz
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I Misterio

Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre.

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La Penitencia, que se llama también Confesión, es el sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo. La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos.

La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

Por todo ello, el formulario litúrgico que abordamos en este artículo pretende ser un corolario al sacramento específico para el perdón de los pecados, esto es, el sacramento de la penitencia o de la reconciliación.

II Celebración

Esta misa se compone de dos formularios (A y B) que corresponde a la misa “de orationibus diversis” del misal romano de 1962, número 22 del mismo nombre y la 23 llamada “Para pedir la compunción del corazón” y cuyos formularios han sido tomados del misal romano de 1570. Su uso puede ser completado con las plegarias eucarísticas para la reconciliación. Los ornamentos convienen que sean morados por el tono penitencial de la misma.

Formulario A:

Oración colecta: «Escucha propicio, Señor, nuestras súplicas y perdona los pecados que confesamos ante ti, para que podamos recibir de tu misericordia el perdón y la paz». Esta tomada del Sacramentario gelasiano del s. VIII y presente en el sacramentario gregoriano del papa Adriano, ambas con variaciones. Es una oración claramente romana dado que reúne los aspectos de brevedad y concisión. La línea teológica que desarrolla es la relación misericordia y perdón en Dios cuyo efecto en nosotros es el perdón y la paz, tal como se afirma en la actual fórmula de absolución.

La segunda colecta: «Ten misericordia de tu pueblo, Señor, y perdónale todos sus pecados, para que tu misericordia perdone lo que nos merecieran nuestras ofensas» es de nueva creación. Es semejante a la anterior tanto en la forma como en el contenido. Aquí la misericordia viene a perdonar todo aquello que nuestras ofensas a Dios nos habían acarreado.

La oración sobre las ofrendas: «Te ofrecemos, Señor, estos dones de reconciliación y alabanza, para que, compasivo, perdones nuestros delitos y guíes tú mismo nuestros corazones vacilantes». Está tomada del misal romano de 1570. La gracia que se demanda en esta plegaria oblativa no es otra que gozar de la compasión de Dios y de su segura guía para nuestras almas.

La oración para después de la comunión: «Concédenos, Dios misericordioso a quienes, por este sacrificio, hemos recibido el perdón de nuestros pecados, que con tu gracia podamos evitarlos de ahora en adelante y servirte con sincero corazón». Tomada con algún cambio del Sacramentario gelasiano del s. VIII y presente, también, en el misal romano de 1570. El tema central del texto eucológico es lo que el antiguo catecismo llamaba la tercera condición para una buena confesión: “hacer propósito de enmienda”, evitar cualquier ocasión de pecado y servir con pureza y alegría a Dios.

Formulario B:

La oración colecta: «Oh, Dios todopoderoso y lleno de bondad, que hiciste manar de la piedra una fuente de agua viva para tu pueblo sediento, haz brotar de la dureza de nuestros corazones las lágrimas de compunción para que lloremos nuestros pecados, y por tu misericordia, merezcamos obtener el perdón» está tomada del misal romano de 1570, de la misa “Pro petitione lacrimorum”. Teniendo como base el texto de Ex 17, 6b en que se narra cómo Moisés golpeó a la roca para que de ésta brotara agua que calmara la sed del pueblo. Así, la oración que estudiamos construye una petición, sobre una alegoría, para que nuestro corazón, duro como piedra, se convierta en un corazón de carne que sienta y padezca el dolor que nuestros pecados causan a Dios. En otras palabras, se pide el don de lágrimas.

La oración sobre las ofrendas: «Mira propicio, Señor, esta ofrenda que presentamos a tu majestad por nuestras culpas, y concédenos que el sacrificio del que brotó la fuente del perdón para los hombres nos otorgue la gracia del Espíritu Santo para derramar lágrimas por nuestros pecados». Está tomada, en su primera parte del misal romano de 1570[7], mientras que la segunda parte es de nueva creación. También el don de lágrimas está muy presente en esta plegaria donde se nos recuerda que la cruz de Cristo es la verdadera fuente de la reconciliación y del perdón.

La oración de poscomunión: «La devota recepción de tu sacramento nos permita borrar, con los gemidos de nuestras lágrimas, las manchas de los pecados, y, por tu generosidad,
nos consiga el perdón que deseamos
». Esta toma del misal romano de 1570 con algún cambio, mientras que se le ha añadido la primera frase de la oración. Las lágrimas que derramamos por los pecados son el agua que lavará los pecados que comentemos por debilidad.

Los textos bíblicos asignados para estas misas son: para la antífona de entrada el texto de Sab 11, 23-24.26 donde se nos recuerda que Dios no quiere la destrucción de sus criaturas, sino que espera el arrepentimiento de los que hacen el mal para que vuelvan al camino del bien. Para la antífona de comunión, se ha elegido Lc 15,10 donde se nos recuerda la alegría inmensa que habrá en el cielo cuando un pecador abandona su vida de pecado y vuelve al seno de la Iglesia y del bien.

III. Vida

Tener una clara conciencia de pecado, una neta distinción entre el bien y el mal, lo malo de lo bueno; es el principio y fundamento para tener una vida espiritual cristiana, sana y que nos haga llegar a las más altas cotas de la santidad. A este fin, el formulario litúrgico que presentamos hoy puede contribuir si sabemos desentrañar las líneas teológico-morales que ofrece:

 

  1. Pecado y virtud: el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. El pecado es una ofensa a Dios. El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Virtud es una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien.  La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Las principales virtudes sobrenaturales son siete: tres teologales y cuatro cardinales.

 

  1. Perdón y misericordia:  La misericordia por los pecados se derrama copiosamente en la medida en que nos arrepentimos de los mismos y buscamos el cambio de vida que solo la gracia de Dios puede proporcionarnos.

 

  1. El don de lágrimas: podemos definirlo como una gracia espiritual, un regalo espontáneo del Espíritu Santo que se concede a alguien para su sanación interna. Es cierto que el don de las lágrimas no aparece ni en la Biblia, ni en el Catecismo. Pero sí que es mencionado en los autores espirituales desde muy temprano en la Iglesia, y se refiere a una intensa experiencia personal de Dios que se desborda en abundantes lágrimas. Es un desbordamiento espiritual expresado de forma emocional y fisiológica, que crea un gran confort en el alma. El don de las lágrimas puede conducir a experimentar el sabor del estado unitivo espiritual, un presagio transitorio de dicha eterna. Generalmente, estas lágrimas son abundantes y no están acompañadas por el tipo habitual de llanto o distorsión de los músculos faciales.

 

  1. Enmendar la vida: el fin del reconocimiento de los pecados no es solo la confesión de los mismos, sino el cambio de vida. Solo cuando somos capaces de poner nombre a los síntomas que padecemos el medico puede elaborar un diagnóstico y poner una medicina apropiada a la enfermedad para sanarla. Del mismo modo ocurre con el sacramento de la reconciliación.  El fin no es otro que el de no volver a cometer esos pecados y poder, así, cambiar de vida. Es lo que llamamos el «propósito de enmienda». Tras este sacramento al pecador sanado se le abre un horizonte nuevo, plagado de la gracia de Dios que lo sostiene en su firme propósito de «nunca más pecar» para que pueda ser santo, caminar en santidad. Este es el destino al cual nos dirigimos, la meta de nuestra vida: la felicidad completa.  Saber que tendremos a Dios con nosotros para siempre.

Ojalá que estas letras nos muevan en esta Cuaresma a la conversión de vida y a acercarnos, sin temor ni vergüenza, al trono de la gracia, a Dios mismos que es el dispensador de la misericordia, el perdón, la compasión y el hacedor de todo bien.

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