A mi modo de ver, la alegría es un tema del que poco se habla en nuestra Iglesia. Solemos hablar de esperanza, de fe, de penitencia… pero de la alegría como estado propio del cristiano se habla poco. Quisiera yo compartir con ustedes algunas consideraciones breves y sencillas acerca de la alegría cristiana. Para ello me valdré de un documento poco conocido, se trata de la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino del Papa Pablo VI en el año jubilar de 1975.
Esta exhortación fue promulgada el domingo de Pentecostés de aquel año. El Papa pretende en este documento poner de nuevo sobre la mesa el estado, no emocional, sino espiritual del cristiano. Porque la alegría del hijo de Dios no puede reducirse ni interpretarse como un mero estado emocional, pues las emociones van y vienen; sino como un estado espiritual según el cual el hombre «conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable» (GID 6). Así pues, nuestro espíritu aspira a los bienes mayores y que le son conocido, esto es, Dios. Dios es el único que puede colmar nuestros anhelos e ilusiones, esperanzas y expectativas. San Agustín supo condensar esta experiencia en la siguiente frase “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti”. En nuestro interior llevamos la marca de Dios, la tendencia hacia lo infinito, la sed de algo más grande que nos supera y esa sed debe ser colmada, esa tendencia debe ser culminada. Son muchas las experiencias históricas, antropológicas que apuntan a este sentido de lo trascendente innato en el hombre. El adviento vuelve a recordarnos que esta ansia de eternidad ya se ha visto colmada por la venida de Dios en la carne de un niño, nuestro Salvador.
Hoy en día, son muchas las cosas que presumen de dar felicidad y alegría al hombre moderno. Dice el Papa: «El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo – continúa el Papa-, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?» (GID 8).
Tenemos mucho de todo para hacernos la vida más fácil, pero carecemos de lo fundamental para hacer esta vida más llevadera: la generosidad, la paz, la fe, los valores espirituales que han forjado la amistad y la convivencia de nuestras calles y plazas durante siglos. Seguramente, muchos de nosotros habremos añorado con cierto halo de melancolía, la vecindad de épocas pasadas, la inocencia de los niños de nuestras generaciones, que no teníamos tanto y éramos felices. ¿Veis? Hoy vivimos en una abrumadora sequia de valores espirituales que está diluyendo la humanidad para poco a poco ir formando un modelo de persona que viva solo para sí, sin tener en cuenta a nada ni a nadie, por eso, dice el Papa “¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?”.
Pero ante todo esto, debemos aprender a descubrir y valorar las múltiples alegrías que Dios pone en nuestra vida, Pablo VI enumera: «la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales» (GID 12). Estas pequeñas dosis de alegría que se entrecruzan en nuestro camino de la vida son las que debemos ir aprendiendo a valorar, porque son las que hacen que la vida merezca la pena, son las que nos ayudan a entender el mucho amor que Dios nos tiene, nos tuvo y nos promete cada día. Así pues, podemos resumir la alegría cristiana como «participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado» (GID 16).
Aterricemos un poco más… ¿Qué es eso que llena de alegría el corazón del cristiano? ¿En que se concreta la alegría espiritual? El cristiano es ante todo un oyente, pero no un oyente de una palabra cualquiera, sino un oyente de una palabra concreta, de una palabra que llena de sentido toda su vida, que responde a todas sus preguntas: Jesucristo, palabra última y definitiva de Dios Padre. Esa palabra pronunciada sobre nosotros debe llenar nuestro corazón de regocijo y tal debe ser esa fiesta espiritual en nosotros que no podemos ser los mismos que éramos antes de haberla oído.
Nos dice el evangelista Lucas que los pastores, ante el anuncio de los ángeles en la noche de Navidad, se ven embargados de emoción, de gozo, de alegría, y dejan el rebaño, lo que tienen, y acuden a ver aquello que les habían anunciado. Ya no eran los mismos que habían salido a pastorear. Y qué verían en aquel humilde portal de Belén que lo único que podían hacer era anunciar a todos que el Mesías había llegado al mundo. Oyen, experimentan y anuncian. Esa es la dinámica de la evangelización.
Al ser evangelizados nuestro espíritu y nuestro corazón se sienten identificados con lo que se les ha dicho. Dios va actuando en nuestro corazón. El anuncio de Jesucristo vivo y presente en nuestra vida y en nuestra historia produce en nosotros frutos de alegría. Nos sentimos interpelados por la vida divina y aspiramos no a las cosas de este mundo, sino a las cosas del cielo, como lo expresa Pablo VI «Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino» (GID 26). La serena alegría de haber sido llamados por Dios a incorporarnos a su vida, la alegría de haber sido invocado sobre nosotros el nombre de Dios trino en el bautismo nos hace salir de nosotros mismos y salir al encuentro de Dios que nos espera y que vive en nosotros.
Los pastores tras ir y ver al niño, a José y a su madre, volvieron contándolo por todas partes dando gloria a Dios por lo que habían visto. Esto es la alegría de anunciar a otros el gran acontecimiento de nuestra vida, el haber sido alcanzados por la voz de Dios y su acción misericordiosa en nosotros. Quien ha descubierto la acción de Dios en su vida no puede hacer otra cosa más que evangelizar y ¿qué es evangelizar? Contagiar a otros la alegría de saberse amado y alcanzado por Dios, contar a otros la experiencia del amor de Dios que por la encarnación y la pasión de nuestro Señor Jesucristo transforma nuestra vida y nos hace salir de nuestras tinieblas, miedos y debilidades, para ir a la luz de la paz, la vida eterna, la alegría.
Pero nos encontramos en este punto con lo que Pablo VI llama las paradojas de la vida cristiana, atención a sus palabras: «la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria» (GID 28). La clave de este texto es la siguiente: ¿cómo conjugar la alegría cristiana con la experiencia del mal y el sufrimiento en nuestra vida? El Papa es muy claro: no se trata de eliminar el mal sino de darle un sentido nuevo.
En efecto, Cristo nos redimió por medio del sufrimiento en la cruz, del mismo modo los cristianos, si queremos imitar a nuestro maestro, sólo contribuiremos a la salvación del mundo uniendo nuestro sufrimiento, nuestras limitaciones, enfermedades, y todo lo malo que podamos experimentar a la cruz y la acción de Cristo. No conozco otro modo de configuración cristiana con Cristo que pasando con Él la prueba de la cruz. De este modo se conjuga la alegría cristiana con la experiencia del dolor. Podríamos afirmar con San Ignacio de Antioquía: “Con gran alegría os escribo, deseando morir. Mis deseos terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una llama para amar la materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí: «Ven hacia el Padre»”.
Ante las dificultades y persecuciones, incomprensiones y difamaciones de las que somos o podemos ser objeto los católicos, la Iglesia,… me gustaría que resonara en vuestros corazones las palabras del Papa San León Magno citadas por Pablo VI en la exhortación apostólica que comentamos. Dice así: «Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus santos y ninguna clase de crueldad puede destruir una religión fundada sobre el misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida sino engrandecida por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin cesar con más ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de nuevo multiplicados» (GID 36).
Que Dios os inunde el corazón de santa alegría. Que esa alegría sea por haber escuchado el anuncio de la salvación. Que ese anuncio os lleve a la misión de la evangelización en la Iglesia con alegría. Acabo con las palabras con las que comencé citando a San Pablo “Gaudete in Domino, iterum dico, gaudete in Domino: estad alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres”.