«Por mí se va a la ciudad del llanto; por mi se va al eterno dolor; por mi se va hacia la raza condenada; la justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!» Con estas palabras escritas en el dintel de la puerta, Dante describe la crudeza y dureza del infierno. Parecidas a estas que leyó Santa Francisca Romana en el frontispicio del infierno «este es lugar infernal, sin esperanza y sin descanso alguno«.
La existencia del infierno es una verdad de fe incontestable que la Iglesia ha confesado siempre como recoge el Catecismo de la Iglesia Católica: «Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno» (1035).
El Catecismo romano (1566) lo describe del modo siguiente: «cárcel horribilísima y muy obscura, donde, con fuego perpetuo e inextinguible, son atormentadas las almas de los condenados«.
Pero está creencia en un castigo eterno después de la muerte no es un invento de la Iglesia para meter miedo o una superstición para controlar la conciencia de la gente, sino que la misma Biblia se expresa reiteradamente sobre esta verdad, sobre todo, con la predicación de Jesús.
La condenación es entendida como un rechazo por parte de Dios de quienes no han optado por Él. El infierno, como un destino sin Dios. Los Santos Padres también son prolijos en hablarnos del infierno y de la posibilidad de la condenación si no nos enmendamos.
El Magisterio de la Iglesia se ha pronunciado abundantemente respecto a este tema de manera afirmativa y clara, como por ejemplo el IV Concilio de Letrán que dice que los réprobos, con el diablo, irán al castigo eterno.
La eternidad del infierno está afirmada por el mismo Cristo como se desprende de la parábola del rico Epulón (cf. Lc 16, 19-31). Esto es así dado que el estado eterno deriva de la situación en que muera la persona donde la voluntad se vuelve inamovible. En este caso, la voluntad del pecador permanece aferrada al mal y, por tanto, el pecado perdura.
Por otra parte, como ya vimos en el artículo del purgatorio, los condenados al infierno sufren una pena de sentido y una pena de daño. La pena de daño consiste en experimentar «con inmenso dolor que su vida carece de sentido, puesto que no han alcanzado el final gozoso al que estaban destinados y al cual aspiraban» (A. Fernández, Teología dogmática, 1030).
Así, vemos que el infierno es real y está ahí como posibilidad ante quien decide pertinazmente rechazar a Dios en esta vida y vivir en la más absoluta impiedad. Más que un lugar físico, el infierno es el estado existencial de aquellos que muriendo en pecado mortal pasarán toda la eternidad lejos de Dios, sin ver a Dios, sin disfrutar de la compañía del Señor y de sus santos. El gran tormento de los condenados será un constante autorreproche de las oportunidades perdidas que Dios te concedió a lo largo de la vida para arrepentirte y gozar de su amor.
Recuerdo como en varios exorcismos, los demonios se estremecían y asustaban con el solo recuerdo del infierno al que debían ir y pienso en aquella gente que, frívolamente, bromea con ir al infierno. ¡Qué de terrible habrá de ser ese lugar para que el demonio no quiera estar en él!
Y sin embargo, el infierno fue un acto de misericordia y amor de Dios con aquella criatura que se rebeló en el cielo contra Él. Al diablo le atormenta y no soporta el recuerdo de aquel amor eterno que rechazó haciéndose indigno de él, porque Dios ama a todas sus criaturas y, entre ellas, sigue amando al diablo. No porque espere su conversión (que no podrá ser), sino porque como dice la Escritura: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?, o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sab 11, 24-26).
Vivamos, pues, se cara a Dios, con los ojos clavados en el cielo. Allí es donde queremos ir y no al infierno. No queramos parte alguna con Satanás y sus ministros. Vivir en gracia y agradando a Dios ha de ser nuestra obsesión hasta la muerte.