La soledad de los obispos

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Siempre se ha hablado de la soledad de los curas. Se argumentaba que la soledad era un obstáculo serio para la vivencia del celibato. Se miraba a los sacerdotes jóvenes al servicio de comunidades rurales. El Concilio Vaticano II y el magisterio pontificio posterior abogaron por la fraternidad sacerdotal, donde los equipos de los arciprestazgos deberían ser el marco ideal donde los curas de la misma demarcación encontraran apoyos pastorales, espirituales y fraternales. La recomendación de estas faenas era para el arcipreste y el resto de presbíteros, de modo especial de los más maduros hacia los recién ordenados y de éstos hacia el aprendizaje de los más mayores.

Todo esto, y bastante más, es el entrelazado de mimbres donde la vida de un sacerdote en su parroquia al servicio de los hermanos laicos está y seguirá haciéndose a diario, cuya fuerza siempre debe el sacerdote tomarla de la celebración de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida de los cristianos y de la pastoral eclesial.

Pero y ¿de la soledad de los obispos?. Se habla poco y se escribe menos. ¿Están los obispos solos?, ¿cómo viven su soledad?, ¿qué instrumentos utilizan para integrar su soledad en el ministerio de ser los sucesores de los apóstoles?.

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Antes del Concilio Vaticano II, los obispos vivían en una cúspide inaccesible, de la que bajaban alguna vez para actuaciones propias de su pastoreo diocesano. Siempre estaban aislados, aunque convivieran con familia propia, como hermanos, por ejemplo.

Durante los años del postconcilio los obispos desearon hacerse más cercanos al pueblo, tanto que en la España de 1971, en septiembre, en Madrid se organizó y se celebró la primera y única asamblea de curas y obispos. Fue el momento en que mucha gente creyó que el ministerio episcopal se parecía a los apóstoles que acompañaban al Maestro por la orilla del lago de Galilea. La historia ha demostrado que fue una experiencia más de las tantas que no sirvieron para nada.

A mi entender existen tres formas de vivir la soledad en el mundo episcopal:

1.- El pastor diocesano que tiene su propia familia de sangre, por ejemplo hermanos, con los que comparte sus ratos libres y humanos como cualquiera.
2.- El pastor diocesano que se rodea de un grupo de amigos curas diocesanos, que son su guardia pretoriana, con la que comparte mesa y mantel, confidencias y decisiones.
3.- El pastor diocesano que vive con vocación de monje. Es el que mantiene las relaciones normales en la estructura jurídica de la curia diocesana, pero luego se retira a sus soledades buscadas y mantenidas, donde se encuentra con el Señor, pero conoce poco a sus colaboradores directos en la pastoral que son los presbíteros y mucho menos a las ovejas del rebaño que el Señor le ha encomendado. Cuando sale de su propio “monasterio” por obligaciones de su cargo está pero no conecta con nadie, y cuando acaba su ministerio se refugia en sus soledades sin advertir que los demás desean un obispo pastor, pero no un obispo monje contemplativo.

El pueblo cristiano que es sensible a los gestos episcopales mira, compara, recuerda y echa de menos a personas y tiempos pasados. La soledad del obispo tiene solución cuando la persona sabe vivir hablando a Dios de los hombres y hablando a los hombres de Dios.

Tomás de la Torre Lendínez

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