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La reforma de la liturgia romana (IX)

Klaus Gamber, Ediciones Renovación, Madrid 1996, 74 páginasreforma litúrgica Zarraute
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Capítulo 6

La celebración «cara al pueblo»  desde el punto de vista litúrgico y sociológico (II)

En la Edad Antigua las Iglesias en donde el ábside estaba mirando al Oriente los asistentes a la Misa, rodeaban el altar, situado en el ábside, formando un semicírculo abierto hacia el Oriente. El liturgo se ubicaba en la parte alta del semicírculo, en el centro. Se destacaba así más visiblemente de los otros participantes. En cambio, en la Edad Media, el pueblo se coloca en la nave central de la Iglesia, sirviendo los laterales para el desarrollo de las procesiones. Esta disposición detrás del sacerdote oficiante aportaba un elemento dinámico, como si el pueblo de Dios avanzase en peregrinación hacia la tierra prometida. La orientación indicaba la meta de la peregrinación: el paraíso perdido que se buscaba hacia el Este[1]. El celebrante y sus asistentes formaban la cabeza de la peregrinación.

El semicírculo abierto que fue la primera disposición para la oración de los asistentes a la Santa Misa manifestaba, al contrario que la dinámica de la procesión, un principio estático: la espera del Señor que había subido al cielo hacia Oriente[2] y que regresará[3]. El semicírculo abierto estaba pensado para eso: cuando se espera a una personalidad importante, se abren las filas y se forma así un semicírculo para acoger en su centro al que se espera. San Juan Damasceno lo explica así: «Cuando en su Ascensión Él subió hacia el Oriente […]. Ya que lo esperamos, oramos vueltos hacia el Oriente. Esta es, pues, una tradición no escrita de los apóstoles»[4]. El que todos los fieles deban estar, según las palabras de San Agustín citadas anteriormente, «conversi ad Dominum» (vueltos hacia el Señor), es evidentemente una exigencia intemporal y tiene el sentido de buscar con la mirada el lugar donde se encuentra el Señor.

La Tradición litúrgica romana anterior a la reforma del concilio Vaticano II, en una estructura tripartita hacia aparecer al sacerdote como el guía y representante de los fieles, quien habla a Dios en representación de ellos, como hace Moisés en el Sinaí.

  • La comunidad, dirigiendo a Dios un mensaje (adoración, reparación, intercesión y acción de gracias)[5].
  • El sacerdote, en cuanto intercesor, transmitiendo el mensaje.
  • Dios, recibiendo el mensaje.

Sin embargo, con la práctica moderna el sacerdote aparece ahora con la nueva versión de un actor que interpreta teatralmente una escena que pretende identificarse con la última cena. De este modo la desorientación y la soledad de los sacerdotes les ha hecho buscar nuevos puntos de apoyo humanos para su comportamiento. Entre éstos el sostenimiento emocional, que procura al sacerdote la comunidad reunida delante de él. Pero inmediatamente se crea una dependencia gravemente nociva en la celebración litúrgica: la del actor cara a cara con su público.

Mientras en el rito tradicional el sacerdote ofrece el sacrificio como intermediario anónimo, en cuanto cabeza de los fieles, vuelto hacia Dios y no hacia el pueblo, en nombre de todos y con todos. Hoy día este sacerdote viene a nuestro encuentro en cuanto hombre, con sus particularidades humanas, su estilo de vida personal y la mirada vuelta hacia nosotros. Para muchos supone una tentación narcisista para prostituir su persona y algunos con más astucia y otros con menos, explotan la situación para su provecho personal. Sus actitudes, su mímica, todo su comportamiento captan la mirada en él por sus respectivas observaciones y también por sus palabras de acogida y despedida. El éxito que así consiguen constituye para ellos la medida de su poder y la norma de su seguridad psicológica.

Además, la reunión de los fieles (asamblea la llaman los modernos) alrededor de la mesa de la cena no contribuye la reforzar la conciencia comunitaria. El sacerdote que interpreta su papel vuelto al pueblo, que se encuentra en el escenario de la sala del espectáculo, no puede evitar dar la impresión de representar a un personaje que, muy amablemente, propone algo. Por otra parte, colocando el altar en medio de los fieles se hace desaparecer la necesaria distancia entre el espacio sagrado y los fieles. El recogimiento que antes nacía ante la presencia de Dios en la Iglesia se transforma en un pálido sentimiento que apenas puede diferenciarse de lo cotidiano.

Situándose detrás del altar, con la mirada vuelta hacia el pueblo, el sacerdote, desde el punto de vista sociológico, se convierte en un actor que depende enteramente de su público a modo de un vendedor que tiene un producto que ofrecer. Y si carece de habilidad puede llegar a parecer un patético charlatán de feria. Otra cosa es la proclamación del Evangelio que supone que el sacerdote y el pueblo se encuentren cara a cara. Ésta es la causa por la que en las antiguas basílicas que tenían la entrada hacia el Este, los fieles estaban vueltos al ábside (Oeste) durante la liturgia de la palabra. Al proclamar la Palabra de Dios, el sacerdote aparece como el que tiene que dar un mensaje al pueblo, cosa que no ocurre en la liturgia eucarística o del sacrificio. No obstante, la liturgia no consiste en un mensaje (a lo que el protestantismo ha reducido la liturgia), sino en un hecho. En un acontecimiento sagrado y solemne en el curso del cual se unen los cielos y la tierra, y Dios con su gracia se inclina hacia el hombre. Por ello, para orar, la mirada de los asistentes y la del celebrante debe dirigirse hacia el Señor.

Los cambios sufridos en la posición del sacerdote en el altar durante la Misa tienen un sentido simbólico y sociológico verdadero. Cuando el sacerdote ora y sacrifica tiene, al igual que los fieles, los ojos puestos en Dios y, cuando proclama la Palabra de Dios o distribuye la sagrada Comunión se vuelve hacia el pueblo. Debido al giro antropológico que se ha producido en la teología, ha sobrevenido el cambio en la Iglesia romana. El futuro mostrará las graves consecuencias de este cambio.

[1] Cf. Gn 2, 8.

[2] Cf. Sal 67, 34.

[3] Cf. Hech 1, 11.

[4] San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, IV, 12.

[5] Los cuatro fines del sacrificio de la Misa no pueden ser otros que los del sacrificio de la cruz, como recordará primero el concilio de Trento y posteriormente Pío XII en Mediator Dei (90-93): a) lateútrico, b) propiciatorio o expiatorio, c) impetratorio, d) eucarístico.

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