El clericalismo como perversión de la ley
El positivismo jurídico también se ha trasplantado al ámbito eclesial con los documentos Traditiones custodes y Responsa ad dubia y que, al igual que Summorum Pontificum (2007) de Benedicto XVI, pueden ser arrojados al basurero de la historia por otro papa futuro. Ambos demuestran una profunda deficiencia en su concepción de los sacramentos, que ya no son entendidos como canales de la gracia santificante, absolutamente necesarios e imprescindibles para la salvación de las almas, sino más bien como un lugar privilegiado de ejercicio del poder.
Desde el Vaticano II se está sufriendo una gravísima crisis a causa de la dejación del ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Mientras el cuerpo eclesial lleva más de cinco décadas sumido en la anarquía, la autoridad eclesiástica nunca se había mostrado tan rápida, decidida y severa. Eso sí, sólo en contra de los que son tachados de «rígidos». Los teólogos heréticos infestan las universidades y seminarios, a pesar de que se carezca del valor necesario para admitirlo a casi 60 años del final del Vaticano II. Se coleccionan clérigos y prelados homosexuales-pederastas (en el 87% de los casos ambas aberraciones van unidas), se evita castigar ejemplarmente los escándalos de sacerdotes, religiosos, obispos y cardenales que profanan la Santa Misa y predican en contra de la fe católica. Los ejemplos son innumerables, habiendo casos en todas las diócesis, el elenco llenaría miles de páginas. Donde no hay teología se suple con ideología, el problema radica en que la ideología, como deformación de la realidad, no puede dejar de caer en contradicciones. De ahí que gritando las consignas: Fratelli tutti, «diálogo sinodal», «hospital de campaña», «caminar juntos», «revolución de la ternura», «Iglesia de la misericordia abierta a todos», se ataque violentamente a los fieles, sacerdotes y religiosos que solo piden poder seguir celebrando el mismo Santo Sacrificio de la Misa que la Iglesia celebró durante hace más de 1.500 años.
Por cierto, las mismas contradicciones que sufren los socialistas y comunistas, pues en nombre de los trabajadores y cobrando sueldos millonarios, jamás han trabajado. Otro tanto podría decirse del PP, que, amenazando siempre con la llegada de la izquierda al poder, cuando, por el contrario, ellos lo ostentan, mantienen toda la batería de leyes ideológicas de la izquierda. Es decir, mantienen las mismas políticas que la izquierda. Véase el caso del alcalde de Madrid, Almeida. Ha retirado las ayudas económicas a la Fundación Madrina, que ayuda a las mujeres embarazadas, para entregárselas a los chiringuitos LGTBIQ, y nombrando hija adoptiva de Madrid a la socialista, millonaria y pornógrafa, Almudena Grandes; que insultó soezmente a Santa Maravillas de Jesús el año 2008, en esa sima de detritus llamada El País, y que fue rescatado de la quiebra por el Gobierno del PP. Los «maricomplejines», terminan siendo «maricómplices».
Benedicto XVI intentó curar las heridas reconociendo, que, no concediendo, plenos derechos a la liturgia tradicional. Summorum Pontificum confirmó la opinión largamente extendida por un gran número de canonistas, entre ellos los cardenales Stickler y Burke, de que el rito antiguo nunca había sido abrogado canónicamente. No podía serlo, porque como San Pío V recuerda en la bula Quo primum tempore (14-7-1570): «pertenece a la Tradición Apostólica».
La sustitución voluntarista y fideísta de la verdad por la autoridad es el clericalismo. Además, Responsa ad dubia, anula las disposiciones del Código de Derecho Canónico:
- 87 §1: «El obispo diocesano, siempre que, a su juicio, ello redunde en bien espiritual de sus fieles, puede dispensar a estos de leyes disciplinares tanto universales como particulares, promulgadas para su territorio o para sus súbditos por la autoridad suprema de la Iglesia».
- 214: «Los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos pastores de la Iglesia, y a practicar su propia forma de vida espiritual, siempre que sea conforme con la doctrina de la Iglesia».
De una manera particular y desde el punto de vista formal, Responsa ad dubia es un documento legítimo porque ha sido promulgado por una autoridad legítima de la Santa Sede, la Congregación para el Culto Divino, con la aprobación del Romano Pontífice. En el derecho procesal romano se juzgaban las causas después de haber oído a las partes y haberse podido defender el acusado (Hech 25, 16). No obstante, este no ha sido el caso. Las acusaciones vertidas, tanto en este documento como en Traditiones custodes, no han sido probadas ni se ha permitido la defensa de aquellos que han sido señalados como culpables. Por lo que este documento nominalista pasará a la historia como un caso trágico en que la Santa Sede recurrió a la violencia institucional con el objetivo de destruir el puente que había construido Benedicto XVI para reconciliarse con la Tradición. El tribunal de Dios y el de la historia les juzgará por el daño infligido a tantas almas abriendo una guerra cruel y despiadada contra la parte más dócil, sufrida y en mayor crecimiento pastoral de la Iglesia. Mientras toda la inútil y grotesca parodia, que los funcionarios eclesiásticos han montado en las últimas cinco décadas, se va derrumbando inexorablemente, sólo la Tradición quedará en pie.
Esta no es la concepción católica de la ley, que supone su sanción en vistas a la salvación de las almas y encuentra su legitimidad en el uso constante, de siglos, que deviene en costumbre (derecho consuetudinario). La autoridad eclesiástica, entonces, no crea la liturgia, no la inventa ex novo en el laboratorio de una élite ideologizada de liturgistas promocionados. Tampoco se sirve de ella, manipulándola con fines políticos, para negociar acuerdos con la Fraternidad de San Pío X. Si la costumbre y el bien de las almas, la suprema ley (CIC, c. 1752), dejan de ser tenidas en cuenta por la Iglesia, apelándose sólo al peso de la ley, todos los medios serán apropiados para hacer valer la implementación más dura de dicha ley por medio del autoritarismo. Ya lo escribió Cicerón en De oficiis: «Summun ius, summa iniuria», una ley formalmente correcta puede convertirse en una enorme injusticia.