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La filosofía política de la Navidad (III)

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La democracia conduce al materialismo y éste al panteísmo ecologista

En estos tiempos de apoteosis del régimen democrático, la lectura de La democracia en América (segunda parte, cap. VII, 1840), de Alexis de Tocqueville, no deja de sorprender por su carácter profético. Sostiene que el panteísmo corresponde al futuro de la democracia, cuando ésta haya caído en su exceso pervertido. Los tiempos democráticos son portadores de tres derivas potenciales:

  1. El materialismo puro y duro, el de la muerte de Dios y de lo sagrado.
  2. El panteísmo vago, que sería una deriva de la filosofía de Spinoza.
  3. Las prácticas de las sectas.

Si los pueblos democráticos carecen de una religión para indicarles los límites de la libertad, necesitarán un déspota. El panteísmo se convertirá en la religión de las sociedades democráticas degeneradas en despotismo. Dicho panteísmo coincidirá con la omnipotencia del Estado, entendida como el futuro desolador de la democracia, la eliminación de los cuerpos intermedios y, paralelamente, el aumento del poder del Estado centralista y de su administración, pasando los individuos a ser iguales en su debilidad. La democracia lleva al materialismo y la supresión de la trascendencia lleva al panteísmo. No a la desacralización, como se suele creer, sino a la sacralización de todo. La democracia está destinada a privilegiar la igualdad sobre la libertad, y por lo tanto a engendrar una forma de despotismo que corresponde al panteísmo.

Los ciudadanos son semejantes. En democracia son iguales y libres a la vez. La democracia se caracteriza por el vínculo entre ambos, y especialmente por el amor a la igualdad de condiciones. En todos los tiempos, los hombres prefieren la igualdad a la libertad, porque las perversiones de la libertad se ven inmediatamente, pero las de la igualdad, que se despliegan disimuladamente, no. Además, los planos de la igualdad se sienten más rápidamente y con mayor intensidad que los de la libertad. Así, los iguales pueden perder su libertad sin percatarse de ello. Los hombres de la democracia aman tanto la igualdad que están dispuestos a perder la libertad para mantenerla.

Entre iguales la envidia es natural y ardiente. Los ciudadanos de la democracia buscan destruir la singularidad. Son similares y también lo son sus acciones, creen que todas las inteligencias son iguales, sólo se interesan por ellos mismos y no se escuchan más que a sí mismos, o bien la opinión de la masa. Sin embargo, en el panteísmo no hay elegidos, ni personas virtuosas a la espera de una recompensa ultraterrena. No existe el yo ni la individualidad. El panteísmo deshace la verdadera grandeza del hombre, y esto es exactamente lo que busca la democracia.

En la teología política de Tocqueville se teje un vínculo entre el gobierno centralizado sobre los iguales y el panteísmo. El uniformismo de los hombres en democracia produce entre ellos una empatía secreta. No aman a los gobernantes, pero sí al poder central, pues les gusta la parte anónima del poder. En el panteísmo no hay un poder con nombre propio, pero todos son iguales y están en empatía universal inmersos en un todo innominado. Este capítulo de Tocqueville sobre el panteísmo es a la vez breve y abrumador, inquietante por el enorme parecido que guarda con la actualidad. A principios del siglo XXI, la ecología se ha convertido en la nueva religión, y esta religión es panteísta.

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