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Isabel de España

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William Walsh, Palabra, Madrid 2005, 635 páginas

  1. Mujer única para España y la Iglesia

Afortunadamente no faltan biografías excelentemente documentadas y escritas sobre Isabel la Católica, la mayor virtud de ésta reside en su conseguida síntesis entre la dimensión personal de la reina y su contexto histórico en un volumen extenso, sí, pero que se lee como como una auténtica novela de aventuras. No por ello han de dejar de citarse los extraordinarios y capitales estudios de obligada referencia de los dos historiadores más especializados en la materia: Tarsicio de Azcona y Luis Suárez[1]. Junto a ellas se encuentra el libro del francés Jean Dumont, más breve y muy ameno, pero no por ello menos riguroso[2]. El autor de esta obra, William Walsh (1891-1949), fue un destacado literato, historiador y profesor estadounidense. En reconocimiento a sus trabajos sobre la historia de España le fue concedida la Cruz de Comendador de la Orden de Alfonso X el Sabio, la Gran Cruz de Isabel la Católica, junto con la medalla «Lactare» concedida por la Universidad de Notre Dame. La presente obra fue publicada en 1930 en inglés, traducida al francés en 1932, apareció en español en 1937 (Burgos) seguida por otras tres ediciones y en 1938 se realizó la traducción alemana.

Cuando el período de la historia conocido como la Edad Moderna, o Edad Nueva, como sostienen historiadores como Bernardino Llorca, Ricardo Villoslada o Antonio Pérez-Mosso, se ubica en 1492 con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón; por desprecio y odio se evita pronunciar el menor reconocimiento hacia los Reyes Católicos que lo hicieron posible porque nadie como ellos favoreció la expansión de la fe católica[3]. Además, Isabel la Católica es el personaje más importante de la historia de España, como afirma el historiador protestante inglés Huhg Thomas, nada sospechoso de hagiógrafo de la reina: «ninguna mujer en la historia ha superado sus logros»[4]. Su labor de gobernante no tiene parangón en la historia de España.

Merece estar en los altares desde hace mucho tiempo, más si cabe al conocer los milagros comprobados y narrados en la positio canónica, o informes y estudios para su beatificación, de más de mil páginas. José Mª Zavala ha escrito recientemente un resumen de sus virtudes recogiendo el fruto de valiosas obras clásicas como la icónica del erudito Vicente Rodríguez Valencia, primer postulador de la causa de canonización de la reina durante 25 años y que en 1972 presentó en Roma los 27 volúmenes de documentación y testimonios sobre la santidad de Isabel[5]. Es cierto que las comparaciones son odiosas, pero en ocasiones son inevitables, comparen el rigor documental de este proceso con otros como los recientes de los obispos Romero o Angelelli[6].

Fueron los Reyes Católicos, especialmente Isabel, quienes hicieron posible la «invención», en sentido etimológico (del latín invenio: encontrar), del mundo total. Historiadores serios, tanto eclesiásticos como civiles, desconocen, por ejemplo, desde cuando a la reina Isabel se le dio el sobrenombre de «la Católica». No fue un simple apodo, sino un título oficial concedido por la Iglesia. Daniel-Rops en su valiosa obra Historia de la Iglesia, cree que fue en 1492, pero no dice cómo fue[7]. Joseph Pérez, historiador universitario y premio Príncipe de Asturias en 2014, políticamente correcto, es decir con un nivel de sectarismo moderado, en su libro La España de los Reyes Católicos, piensa que fue en 1494, aunque tampoco dice como fue[8].

Aunque resulte difícil de creer, ninguno de ellos, por lo tanto, conoce la bula Si convenit, por la cual el Papa Alejandro VI dio este título a Isabel y a su esposo Fernando: fue el 2 de diciembre de 1496[9]. La reina Isabel fue reconocida universalmente como «la Católica» no solamente debido a su extraordinaria vida cristiana sino al fundamental papel histórico que desempeñó respecto al catolicismo.

2. Infancia y adolescencia dura pero muy cultivada

Este período de su vida estuvo marcado por las humillaciones, el dolor y el abandono. Hija del rey Juan II de Castilla, nació en el año 1451, en plena decadencia de la monarquía castellana, desposeída por la nobleza[10]. Ella que pondría las bases para la construcción del primer imperio planetario, sobre el cual no se ponía el sol, vio la luz en una muy modesta ciudad de la meseta de Castilla, Madrigal, en unas pequeñas habitaciones encaladas y bajas de techo[11]. Su padre murió cuando Isabel contaba con tres años, y de igual modo fue huérfana de madre, la portuguesa Isabel de Aviz, ya que esta padecía graves trastornos mentales como ulteriormente también le sucedería a su nieta Juana la Loca[12]. Hasta los trece años no fue llevada a la corte de su hermanastro, el apático Enrique IV de Castilla[13]. Su hermanastro era conocido como «el impotente» ante su aparente incapacidad para engendrar, su primer matrimonio con Blanca de Navarra no fue consumado, aunque se rumoreaba no sin fundamento, que mantenía relaciones homosexuales con jóvenes. Motivo por el que no era demasiado respetado por sus contemporáneos, más todavía por la nobleza díscola acostumbrada a prescindir de la autoridad real[14].

Aunque Enrique IV se declarase cristiano y no dejara de asistir a la Santa Misa poseía el vicio de encontrar sumamente gracioso escuchar durante los paseos y comidas las bromas obscenas y demás blasfemias que moros y judíos zafiamente dirigían contra la Santísima Eucaristía, la Virgen Inmaculada o los santos[15]. Asimismo, hacía gala de su afición a los vestidos y costumbres moras al mismo tiempo que daba por descartada la guerra contra el reino de Granada[16]. Sin embargo, su peor defecto consistía en el descuido del gobierno de Castilla que se encontraba al borde de la bancarrota y la disolución. De tal modo que Isabel heredará un pueblo castellano altamente empobrecido, situación a la que puso remedio, especialmente, con el sistema de ganadería lanera conocido como La Mesta[17].

En la corrompida corte Isabel viviría un abandono todavía más doloroso aún: su hermosura haría que el cínico Enrique IV la prometiera a una fabulosa sucesión de pretendientes que él pensaba que podían favorecer sus intereses[18]. Isabel fue vendida, literalmente, a un cruel viejo libidinoso, Pedro Girón, por 60.000 doblas de oro, 3.000 caballeros y ayuda política. La princesa Isabel se encontraba en las antípodas de tan siniestro y sórdido personaje, además de que, como matrimonio político, constituía un enlace perjudicial para Castilla misma. Los ruegos a su hermanastro, el rey terreno, no sirvieron de nada, así que se dirigió en fervorosa oración y ayuno durante tres días al Rey del cielo. Y Dios escuchó sus plegarias.

Dicho viejo lujurioso, que se regodeaba ante sus hombres de las formas con que haría perder la virginidad a la hermosa dama castellana, murió de una terrible amigdalitis en el camino que debía llevarle a tomar posesión de su prometida rechazando los santos sacramentos y blasfemando el nombre de Cristo. Así salía a la luz que se trataba de uno de esos judíos falsamente convertidos al cristianismo, que llegaron a ser tan ricos y poderosos en España, gracias al generoso recibimiento de los cristianos peninsulares, creando un grave problema a la Iglesia y al país, que posteriormente Isabel junto con los papas, debió resolver. La noticia se divulgó rápidamente entre los vasallos de Castilla, y ya nadie se atrevió a pedir su mano sin su consentimiento, pues Isabel siempre fue clara: se casaría solamente con quien ella eligiese[19].

En el abandono donde se encontraba sumergida, la huérfana Isabel se formó a sí misma, con una personalidad muy fuerte y muy cristiana. En medio de la corte disoluta de Enrique IV, resplandecía su virtud como reconociera el mismo rey. Todo el mundo conocía que se trataba de una joven que vivía en continua oración y que realizaba duras penitencias usando cilicios y disciplinas para mortificarse[20]. Hasta el punto de que uno de sus principales consejeros, el poeta Gómez Manrique, le pedirá públicamente, cuando llegó a ser reina, que se ocupara de los asuntos de gobierno antes que de las oraciones y penitencias. No obstante, en modo alguno se trataba de una personalidad mojigata. Los cronistas nos la describen como una mujer de bello rostro, esbelta y elegante, rubia y con los ojos de color azul verdoso[21]. Disfrutaba en alto grado la lectura, gracias a lo cual adquirió una sólida cultura; estudió historia, retórica, latín, griego y música, además de cultivar la poesía. En definitiva, una extraordinaria formación poco común entre las mujeres de su tiempo[22]. Le gustaba el teatro y la fiesta, pero especialmente disfrutaba en el rezo del Oficio Divino que a diario ella dirigía personalmente en su capilla, como asimismo de la Santa Misa y prolongadas oraciones personales[23].

Con el fin de ejercitarse manualmente, bordaba ornamentos sagrados e incluso llegó a ilustrar algunos manuscritos iluminados, conservándose en la catedral de Granada un misal decorado por ella misma. También se inició en la filosofía gracias a la ayuda de buenos preceptores que venidos desde la prestigiosa Universidad de Salamanca le ayudaron a empaparse de la doctrina de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino[24]. Por último, era de sobra conocida su afición por los novelescos libros de caballería. A pesar del deliberado y negligente abandono en que Enrique IV la tenía, por propia iniciativa recibió una esmerada educación, por encima incluso de la propia de los nobles españoles de la época, que forjó la mujer que sería en el futuro.

Con benevolencia por los necesitados, se informaba atentamente de todos los problemas de su tiempo, que a sus veinte años mostrará conocer sorprendentemente bien. Era muy deportista y una amazona excepcional haciendo duras prácticas de largas carreras a caballo por los campos de Madrigal y Arévalo. Hasta el punto de que, siendo reina, no dudará en hacer a caballo cientos de leguas atravesando las más escarpadas sierras y los más duros inviernos para enfrentarse a algún poderoso rebelde, o para presenciar el capítulo general de la orden militar de Santiago. Demostró esta fortaleza de cuerpo y espíritu a sus dieciocho años, cuando con grave peligro de ruptura de los intereses de Enrique IV de Castilla, decidió elegir por sí misma esposo. Así, en románticas circunstancias dignas de la poesía trovadoresca medieval, se escapó y recorrió a caballo, disfrazada de aldeana, los más de 300 km para unirse en matrimonio con el elegido de su corazón. Se trataba del igualmente joven y seductor Fernando, heredero de la corona de Aragón[25]. Fue en Valladolid en 1469 y siempre se amaron sinceramente a pesar de las infidelidades de Fernando que la hicieron sufrir enormemente, aunque no por ello se empañaran sus sentimientos[26].

Se trató de un enlace en el que se fundieron venturosamente el amor y la razón de Estado. Los Reyes Católicos: «Estaban formados con esa mentalidad caballeresca propia del otoño de la Edad Media, que tan lúcidamente estudió el historiador holandés Huizinga»[27]. Además de ser una virtuosa reina y esposa también fue una extraordinaria madre que veló cariñosa y cuidadosamente por la educación de sus hijos, de la que se ocupaba personalmente a pesar de los múltiples y graves asuntos de gobierno que reclamaban su atención, especialmente por la situación de colapso que heredara en Castilla a la muerte de Enrique IV y posteriormente de la guerra civil contra Juana la «Beltraneja».

3. Reformadora católica, contemplativa y activa

Isabel demostrará plenamente su incomparable fortaleza de espíritu, fuera de lo común, a los veintitrés años cuando muerto Enrique IV, en 1474 se impuso ella sola coronándose como reina de Castilla, pues Fernando se encontraba en Aragón, a la «Beltraneja», hijastra de su hermanastro[28]. Anunciando seguidamente, de forma clara y terminante, que sería ante todo la reina de la Reforma católica. Una Reforma que la Iglesia de su tiempo, hundida en la corrupción y el relajamiento de costumbres, con los papas renacentistas a la cabeza, tanto necesitaba[29]. Esa reforma que la misma Iglesia no será capaz de realizar por sí misma hasta un siglo más tarde, basándose en el modelo trazado por Isabel, gracias al concilio de Trento (1545-1563)[30].

Esta joven mujer de veintitrés años se adelantó un siglo a la historia de la Iglesia, a partir de 1475, por medio de esta proclamación, haciéndose cargo de la Reforma católica: «Las vacantes de los arzobispados, obispados, maestrazgos, priorazgos, abadías y beneficios eclesiásticos suplicaremos comúnmente al Papa a voluntad de la reina, según mejor pareciere cumplir el servicio de Dios, y bien de las Iglesias, y salud de las ánimas de todos, y honor de los dichos reinos»[31].  Es decir, bajo el control y la investidura de Roma, bien entendido, pero rechazando sus corruptelas, no se trata pues de cesaropapismo, es decir, de un control estatal de la Iglesia, sino de una sólida fe que no mira hacia otra dirección ante las miserias de la jerarquía infectada de simonía y una larga serie de vicios. Así se dará inicio al privilegio otorgado a la católica España de la «presentación de obispos» por parte de los gobernantes, al igual que otras naciones católicas, que se prolongará a lo largo de los siglos hasta que quede abolido, mediante el decreto Christus Dominus del Vaticano II, en 1968[32].

Actualmente, la única nación del mundo que posee este privilegio, concedido muy recientemente mediante unos acuerdos secretos, es la dictadura comunista de China[33]. Acuerdos que el cardenal Zen, obispo emérito de Hong Kong, no ha dudado ni un solo instante en calificar de auténtica traición por parte del Vaticano a los católicos chinos que durante más de 70 años vienen sufriendo la persecución del régimen heredero del mayor genocida, junto con Stalin, que ha conocido la historia de la humanidad: Mao Tse-Tung[34].

Los Reyes Católicos no sólo se preocuparon de extirpar el error de la sociedad por medio del establecimiento del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición (1478), sino sobre todo de coadyuvar a la reforma y purificación de la Iglesia[35]. Para el logro de semejante proyecto juzgaron esencial que España pudiera contar con un nutrido grupo de excelentes obispos, dotados de lucidez intelectual, virtud y coraje, para ser así capaces de impulsar la restauración moral de la sociedad[36]. El proyecto reformador respaldado por los Reyes Católicos se concretaba así en estas medidas:

a) Selección de las personas que debían ocupar los principales cargos eclesiásticos.

b) La obtención de la plataforma jurídica necesaria, mediante bulas pontificias.

c) El apoyo administrativo y económico que fuera menester.

Así, en orden al nombramiento de los mismos, consideraron idóneo presentar a la Santa Sede sus más ejemplares candidatos. La otra alternativa, dejar a Roma la libertad plena de los nombramientos resultaba altamente peligrosa, ya que con frecuencia se optaba por los hijos, nietos o sobrinos de cardenales o por funcionarios de la Curia Romana que no mostraban el menor interés ni tan siquiera por conocer el lugar al que habían sido asignados[37]. En orden a concretar dicho proyecto, Isabel tenía siempre a su alcance un cuaderno donde escribía cuidadosamente los nombres de los sacerdotes de mayor cultura, honestidad y méritos. Era ese listado el que iba corrigiendo y presentando al Papa para cubrir los diversos cargos vacantes de las diócesis.

Por consiguiente, se empleó inmediatamente en la tarea de colaborar en la formación de los candidatos dignos de asumir estas responsabilidades, por medio de lo que será el embrión de los posteriores seminarios que mandará implantar el concilio de Trento. Para esta labor, primero será su apoyo el cardenal Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo y primado de España, y el dominico Tomás de Torquemada, primer inquisidor general de Castilla[38]. Posteriormente, su primer confesor (lo será durante 29 años como reina), el monje jerónimo Fray Hernando de Talavera que poseía gran fama de prudencia, santidad y enorme exigencia espiritual[39]. El fruto podrá comprobarse en los colegios mayores de las grandes universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá. En el resto de la Iglesia, la institución tridentina del seminario no se generalizará hasta bien avanzado el siglo XVII, o sea con doscientos años de retraso respecto a España[40].

En este momento se desarrolla la verdadera gesta espiritual de la Reforma general de la Iglesia en España, ejemplo único de la Cristiandad de la época[41]. Reforma dirigida personalmente por Isabel, según ella lo había proclamado. Bajo su reinado, la corte, que no había sido más que un elegante burdel bisexual durante el reinado anterior, se transformó en una escuela de virtudes y generosas ambiciones. Isabel subió un nuevo peldaño en la santidad cristiana al recurrir al magisterio espiritual de su confesor Fray Hernando de Talavera, recorriendo un proceso de purificación que la hizo alcanzar el alto nivel espiritual en el que vivió[42]. No sólo la virtud de la castidad, respecto a la que nadie pudo encontrar en ella la menor mancha o defecto a pesar de su singular belleza, que no evitaba utilizar cuando debía hacerlo, pero que escapaba a una exposición sin sentido; sino también la piedad más pura, la justicia incorrupta y la exquisita atención al cuidado de los más necesitados. Su capellán, Pedro Mártir de Anglería, narra su admiración por ella que va más allá de unas fervorosas prácticas religiosas[43].

Lo que más destaca en ella es su cosmovisión cristiana íntegra por lo que sus reacciones son, en primer lugar, sobrenaturales, al tener que enfrentar cualquier cuestión de toda índole. Primero rezaba a Dios con toda confianza pidiendo que le auxiliase con su gracia, para a continuación, proceder con energía y resolución. «Para ella el fracaso no significaba más que el castigo de Dios a la estupidez humana»[44]. Así, mientras cabalgaba de ciudad en ciudad no vacilaba alzando la moral de sus vasallos. Resulta increíble su capacidad de trabajo y la pasmosa multiplicación del tiempo: duros combates, audiencias judiciales, reuniones diplomáticas interminables, actos públicos, firmas de tratados, largas ceremonias religiosas, etc. Puede afirmarse que la reina pasó su vida a caballo pacificando reinos y haciendo de España una realidad nacional de hondo calado.

Gracias a la acción de gobierno de la reina, el alto clero español no se parecía en nada al que era a la llegada de Isabel al trono. De la corrupción o el relajamiento en general, se pasó a la más alta exigencia de observancia evangélica, personificada por el apostólico Fray Hernando de Talavera, nombrado primer arzobispo de la reconquistada Granada, y por el riguroso y a la vez moderno, en el mejor sentido de la palabra, cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, ambos fieles hombres de la reina Isabel. Así la cultura católica resplandeció como nunca, destacando a Cisneros que inicia, en vida de Isabel (1502), la primera Biblia políglota de la historia del mundo. Editando a la vez los textos en hebreo, arameo, griego y latín de todas las Sagradas Escrituras[45].

Mujer de fe robusta, vivía en continua presencia de Dios a quien confiaba hasta los más pequeños detalles de su vida y de sus reinos. No faltan los testimonios directos de su piedad, entre el que se encuentra el de Lucio Marineo Sículo, encargado de la capilla real y que al igual que Pedro Mártir de Anglería, no se les puede descalificar como simples aduladores áulicos[46].

4. Madre espiritual y ángel de caridad

Los cabildos, prioratos y abadías fueron también sistemáticamente reformados, gracias a los plenos poderes que Roma finalmente, desde 1493 a 1499, confió de una forma especial a Isabel y a su hombre clave de absoluta confianza: el gran y austero cardenal Cisneros. Fue un verdadero hombre de Dios y del reino que ya había restaurado la disciplina religiosa en todos los conventos españoles de la orden franciscana, a la que pertenecía, a lomos de una mula[47]. Isabel crea una dirección general de la Reforma a fin de que paralelamente a la reforma del episcopado se efectúe también la de los sacerdotes y religiosos. Una sección especial de su Cancillería está encargada de los trámites y todos los gastos son sufragados, por orden suya, del Tesoro real. Hasta las constituciones y reglas de los conventos y monasterios son modificadas.

Eran multitud los monasterios relajados, especialmente a partir de la Peste Negra que asoló occidente en el siglo XIV, bajo la cual muchos religiosos habían sucumbido, en la mayoría de las ocasiones a causa de su caritativa ayuda a los enfermos[48]. Existe una relación entre la peste y la relajación de la vida consagrada debido a que la carencia de vocaciones conllevaba el rebajamiento del nivel de exigencia a los candidatos. Lo cual conlleva a que muchos de ellos no recibiesen una adecuada formación o no se juzgase rectamente sobre la idoneidad necesaria para tal vida[49]. Una situación similar sucederá en Francia después de la Revolución de 1789 y exactamente lo mismo sucede en la actualidad, como se comprueba tan abundante como dolorosamente[50].

En la orden franciscana, que en España representaba a un tercio de todos los frailes franciscanos de la Cristiandad, se impone la vuelta a la observancia drástica de la pobreza y el servicio espiritual y caritativo a los fieles de las poblaciones más olvidadas. De ahí provendrá el magnífico testimonio evangelizador de los conocidos como «Doce apóstoles franciscanos de Méjico», llamados por Hernán Cortés y que serán tan pobres como los indios más pobres[51]. Como asimismo toda una constelación de santos franciscanos, auténticos maestros de espíritu, como Francisco de Osuna, Fray Juan de los Ángeles o San Pedro de Alcántara, surgidos de entre los observantes, es decir los conventos de la orden que habían empezado a reformarse[52].

En cuanto a los dominicos ocurre lo mismo, con una renovación brillante de la cultura tomista en la universidad de Salamanca donde se adopta la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino como libro de texto produciendo grandes figuras intelectuales de la talla de Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Domingo Soto, Domingo Báñez o Bartolomé Carranza, entre otros[53]. Es Isabel personalmente quien inicia la Reforma cuando exige la entrada en acción de los obispos, escribiéndoles personalmente. Inicialmente se apoyó en los conventos que ya vivían fervorosamente, como los jerónimos, el gran convento dominico de San Esteban de Salamanca; o cuando pide a los benedictinos ya reformados de San Benito de Valladolid marchar a reformar la ilustre abadía catalana de Monserrat[54]. Los religiosos son tan conscientes de la importancia de esta acción personal de la reina católica que los franciscanos de la observancia terminarán designándola como «Nuestra maestra y nuestra madre»[55].

Isabel la Católica tuvo una actuación innovadora en la protección social, construyendo numerosos y espléndidos hospitales en España: el de Santa Cruz en Toledo, el de los Reyes y el de Santa Ana en Granada, el de los Reyes Católicos en Santiago de Compostela. Todos de una belleza y magnificencia únicas en la Europa de entonces[56]. Ha de incluirse también los así llamados «hospitales de sangre», creados y administrados por ella en la primera línea del frente durante la larga guerra de Granada (1482-1492), y en la retaguardia el «hospital de la Reina», notablemente equipados para aquella época y donde se proporcionaban los cuidados más completos[57]. Hospitales que visitaba diariamente cuando se encontraba en el frente pues cuatro siglos antes que Enrique Dunant (1863), Isabel fue la inventora y animadora de la Cruz Roja[58].

5. Católica y por lo tanto no papólatra

La reina conoce perfectamente que el Sumo Pontífice es el Vicario de Cristo en la tierra, pero la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, no del Papa[59]. Es el Pontífice quien confirma en la verdad de la fe y moral católicas, no obstante, en el orden temporal o en el de la prudencia, está sujeto al pecado como cualquier otro cristiano por lo que sus palabras y obras no deben ser divinizadas so pretexto de fidelidad. La elevación al trono de Pedro del español Alejandro VI supuso que el comportamiento de reina ofreciera toda una lección de fe verdadera que no se escandaliza de manera puritana o farisea pero que tampoco ignora la realidad del pecado en la cúpula de la Iglesia.

Isabel conocía bien al que antes fuera el cardenal Rodrigo de Borja (el apellido se italianizó por el de Borgia): un político conspirador sin escrúpulos, además de un eclesiástico inmoral[60]. Elevado ahora al solio de San Pedro, le merecía el mayor de los respetos y la sumisión religiosa, sin embargo, como hombre pecador, no. La reina no estaba obligada a callar o justificar conductas indignas de un prelado que causaran escándalo a los fieles[61]. De ahí que, con motivo de haberse celebrado en Roma, con toda fastuosidad, las bodas de su hija, Lucrecia Borgia, Isabel citó al nuncio apostólico, Francisco Prats, a Medina del Campo, donde se encontraba la corte itinerante en ese momento. Allí, con exquisita discreción, hasta el punto de que se conoce esta reprimenda sólo por un informe secreto del nuncio al Papa conservado en el Archivo Secreto Vaticano (ASV), después de despedir a sus secretarios y ayudantes, presentó sus quejas, respetuosa pero enérgicamente:

«La reina […] me dijo que tenía mucha voluntad y amor a vuestra Santidad […] que estuviese cierto de que sus palabras no las decía con mal ánimo, sino con todo amor, y que se veía constreñida a hablar y tratar algunas cosas que de vuestra Santidad oía, por lo que se refiere a vuestra Beatitud, recibía gran enojo y displicencia, mayormente porque eran tales que engendraban escándalo y podrían traer consigo graves inconvenientes. Concretamente, las fiestas que se hicieron en los esponsales de doña Lucrecia, y la intervención del cardenal de Valencia (César, hijo de Rodrigo Borgia, el Papa) y de los cardenales Farnesio y de Luna; y que yo, por parte de su Majestad, escribiese a vuestra Santidad, quisiera mirar mejor en estas cosas»[62].

Católica y por lo tanto respetuosa del Papa, pero no adoradora del Papa pues sabía distinguir bien entre la institución y la persona, es decir, lo que es el Magisterio y lo que son ideas, ocurrencias, gustos y acciones personales sujetas a errores y pecados como las de cualquier fiel. Y es que en la actualidad parecen haberse olvidado las luminosas palabras del entonces cardenal Ratzinger: «El Papa no es un monarca absoluto cuya voluntad tenga valor de ley. Él es la voz de la Tradición y sólo a partir de ella se funda su autoridad»[63]. 

6. Difusora de la cultura y la justicia

En el ámbito de la cultura hizo prosperar los estudios de medicina en el país gracias a los grandes hospitales que construyó y otro tanto sucedió con la fundación de varias universidades entre las que destaca la del Arzobispado de Toledo en Alcalá de Henares. Allí tendrían su cátedra algunos de los más notables humanistas del Renacimiento de quienes dirá Erasmo de Rotterdam: «Los españoles han alcanzado tal encumbramiento en la literatura, que no sólo provoca la admiración de las naciones más cultas de Europa, sino que además les sirve de modelo»[64]. La intención de Isabel de estimular cuanto se refiriera a la cultura es evidente[65].

Valga como botón de muestra este caso. En 1487 dio instrucciones al alcalde de Murcia para que eximiera de toda clase de impuestos a Teodorico Alemán, uno de los primeros introductores de la imprenta en España. Gracias al apoyo real, el nuevo invento alcanzó rápida difusión, publicándose pronto traducciones de Plutarco, César, Ovidio, Dante, Petrarca y la Biblia políglota. Por su parte, Antonio de Nebrija editó la Gramática Castellana así como el primer Diccionario de la lengua[66]. La aparición de colecciones de Cancioneros fomentó la afición del pueblo a la poesía, tradición que se perpetuaría en la España rural hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX. De este modo se universalizó el conocimiento de autores antiguos y contemporáneos como Jorge Manrique, el Marqués de Santillana y otros muchos[67].

Para velar por la virtud cardinal de la justicia, propia de la función del gobernante como ya teorizara Platón, y máxime en tiempos tan convulsos como aquellos, los Reyes Católicos convocarían las Cortes en 1476 donde resolvieron restablecer y purificar una antigua institución caída entonces en desuso[68]. Se trataba de la Santa Hermandad, una policía formada por voluntarios, que había surgido en el siglo XIV para defender los derechos locales del pueblo contra los abusos de la Corona, terminando por convertirse en un instrumento coactivo de la nobleza[69]. Fue idea de la reina depurar su pasado y hacer de este grupo una especie de ejército interior, un grupo paramilitar o milicia compuesto por las clases privilegiadas, que le ayudasen en el cumplimiento de la ley y fuera respetada por todos[70]. Dos mil caballeros estarían a las órdenes de un capitán general, con ocho capitanes bajo su mando y con el poder de dictaminar justicia sumaria, previa defensa del acusado, todo a resguardo de los Reyes Católicos. Estos «soldados policías» serán el embrión de lo que, tres siglos y medio más tarde, se conocerá como la Guardia Civil[71].

Según la usanza medieval, los monarcas tenían la costumbre de presidir los tribunales: oían demandas y denuncias, procuraban la reconciliación y castigaban o absolvían a los reos, llegando incluso a decretar, en algunos casos, la pena de muerte[72]. Isabel era reconocida universalmente como imparcial e incorruptible hasta el punto de que nadie intentara siquiera sobornarla. Especialmente, luego del caso de Alvar Yáñez, quien había asesinado alevosamente a un notario y le ofreció la enorme suma de 40.000 ducados a cambio de perdonarle la vida. La reina, carente de los absurdos dilemas moralistas actuales, hizo cortar ese mismo día su cabeza y, para evitar sospechas, distribuyó sus bienes entre los hijos del asesino, aunque muchos precedentes la autorizaban a confiscarlos.

Otro caso paradigmático ocurrió cuando Isabel fue informada de que en Sevilla reinaba un estado de corrupción generalizada, por lo que decidió hacer una visita con el fin de poner en orden la situación[73]. Una vez allí, se dirigió directamente al Alcázar preguntando por el sitial judicial que había honrado el rey San Fernando al sentarse allí para impartir justicia[74]. Una gran porción de los nobles sevillanos, que tenían muchos negocios turbios que ocultar, intentaron distraerla de su intención agasajándola con suntuosos banquetes, corridas de toros y otras fiestas profanas, sin embargo, la reina desdeñó todos esos eventos. A continuación de tomar su puesto en el sitial judiciario, comenzó a impartir justicia y a colgar a cuantos culpables hallase de incumplir gravemente la ley. Durante dos meses seguidos, todos los viernes, ella misma recibiría las denuncias y, en menos de tres días, daría su veredicto.

Muchos nobles comenzaron a temer por sus vidas y decidieron escapar antes que perder la cabeza, la causa de su corrupción se remontaba a los vicios que se habían encarnado en la alta sociedad durante el nefasto reinado del pusilánime Enrique IV[75]. Tal era el grado de pánico que el mismo obispo de Cádiz creyó conveniente acudir a la reina acompañado de una multitud de familiares de los fugitivos para comunicarle que difícilmente se encontraría a una familia en Sevilla que no tuviera algún miembro criminal. Isabel escuchó atentamente la petición de clemencia, y después de meditarlo, decretó una amnistía general que permitió regresar a los fugitivos. Todo fue perdonado, salvo el delito de herejía, pues en la católica España de finales del siglo XV, la herejía no solamente era considerada un gravísimo pecado, sino también un delito de orden público de primer orden, penado por la ley severamente pues disolvía el principal vínculo de cohesión social: la fe católica[76].

No obstante, siempre la reina muestra el más atento respeto hacia las personas, especialmente a los más sencillos. Cuando escribe a los numerosos conventos de monjas clarisas a fin de incitarles a la Reforma, también lo hace a los reformadores designados para ello encareciéndoles que traten bien a las religiosas. Esta justicia y delicadeza con los más sencillos, en una palabra, esta caridad, en el elevado sentido de la virtud teologal del amor cristiano, no cesará de manifestarla durante todo su reinado, tanto en lo temporal como en lo espiritual. Cuando creó las Cancillerías de Valladolid y Ciudad Real, estableció los abogados con gastos a cargo del Estado. Cuando remodeló la administración local, creó una representación popular elegida en las ciudades para que fuera reconocida. Exige a todos los señores que no vendan ni arrienden los bienes de sus vasallos. Lo cual supuso un acontecimiento considerable en la evolución social, desmantelando en la práctica, el derecho eminente de los señores sobre la propiedad de los campesinos, siendo ésta, en lo sucesivo, de libre disposición.

7. Muerte ejemplar y testamento de fe para custodiar al pueblo

En unos pocos años, antes de su enfermedad definitiva, la reina asiste a graves desgracias familiares -muertes, enfermedades- que amenazan con provocar graves conflictos sucesorios y con arruinar los principales logros de su reinado. Por otra parte, Isabel se unió en su muerte con los religiosos que ella llamó a la pobreza. Fue tan caritativa que murió sobre paja porque la generosidad de sus dones y legados fue tal que sus albaceas tuvieron que subastar sus objetos personales para sufragar sus donaciones de caridad. Nos encontramos ante un caso único en la historia de las monarquías.

Al término de su última y dolorosa enfermedad, horas antes de presentarse delante de Dios, su eminente biógrafo, Tarsicio de Azcona, narra de qué forma: «La prueba fue acrisolando su carácter y su virtud, lanzándola como nunca en su vida a ascensiones espirituales encimadas […]. Asimiló y practicó la doctrina evangélica del desprendimiento, de la abnegación y del sacrificio hasta el Calvario, iluminada por la virtud de la fe. Así escribe ella misma: “por la fe estoy aparejada para morir, y lo recibiría por muy singular y excelente don de la mano del Señor”»[77].

Su testamento es uno de esos documentos que suponen un punto de referencia en el océano de los archivos históricos. Trasluce el espíritu que impulsó las obras de la Monarquía Católica, como así se conoció a España a lo largos de los siglos, durante el reinado de los Reyes Católicos y la dinastía de los Austrias[78]. El documento destaca por la serenidad y lucidez de la reina en su lecho de muerte, la firmeza de su fe y la claridad del programa político de la corona que se basa en estos principios:

a) La unidad de los Estados peninsulares.

b) La conservación del Estrecho de Gibraltar y la expansión cristiana por África.

c) El justo gobierno de los pueblos americanos recién descubiertos.

d) El ideal de una monarquía empeñada en la Reforma de la Iglesia.

La invocación inicial a Dios y a los santos de su devoción, al igual que todo el documento, transmite enorme sinceridad y refleja un claro anhelo de renovación religiosa y la búsqueda de unos modelos espirituales muy concretos. Leer esta galería devota es contemplar todo el abanico iconográfico del arte español del Siglo de Oro. A continuación, realiza una protestación de fe católica. Luis Suárez, uno de los mejores biógrafos de la reina, encuentra una gran perfección de estilo en el testamento al mismo tiempo que «muchos aspectos de profundo sufrimiento interior que la reina soportó desde 1502»[79]. Sin embargo, la confianza en la divina Providencia que transmite el texto, así como el tono sereno con el que está escrito, difuminan grandemente todo dramatismo[80]. Pasa después a un párrafo que supone la recomendación de su alma en una perfecta catequesis que rebosa agradecimiento: súplica humilde ante la certeza del juicio de Dios, y un alma plenamente consciente de sus responsabilidades como reina católica.

Siguen sus instrucciones respecto a su sepultura donde pide exequias «sin demasías» y elige la ciudad de Granada, símbolo de la plena Reconquista de España, para su enterramiento. Hace una cariñosa alusión a Fernando el Católico deseando encontrarse con él en el cielo. La reina en su última voluntad quiere dar ejemplo de caridad, por lo que continúan las mandas que se refieren al pago de deudas y cargos pendientes, al dinero destinado para las obras de misericordia corporales, junto con el encargo de veinte mil misas por el eterno descanso de su alma. Después, lúcida siempre, prohíbe enajenar Gibraltar pidiendo su control real. Se trata de la parte del testamento de mayor contenido político. Isabel ha sido la reina que finaliza la Reconquista recuperando el statu quo del antiguo reino visigótico. Es comprensible, pues, que en ella pesara la idea amenazante de la «pérdida de España» del año 711 con la invasión mora[81]. Frente al peligro sarraceno de una «contrarreconquista» de la media luna, el control del Estrecho e incluso la prolongación de la Reconquista por el norte de África, serán la mejor garantía de una victoria irreversible.

Acto seguido afirma la suprema jurisdicción del poder real porque una de las importantes características del reinado de los Reyes Católicos es el fortalecimiento del poder real frente a los nobles. El nacimiento de un primitivo Estado central, que no centralista al modo jacobino exportado por la Revolución francesa, frente a la amenaza permanente de la anarquía nobiliaria[82]. Efectivamente, esa vuelta a la anarquía estuvo a punto de suceder cuando faltó la reina[83]. Pero el amor del pueblo a la memoria de Isabel, la habilidad política y diplomática del rey Fernando, y la muerte imprevista de Felipe el Hermoso, condujeron al trono de Castilla y Aragón al joven Carlos I, digno sucesor de su abuela Isabel[84]. La reina continua en su testamento con la prohibición de entregar los oficios públicos o dignidades eclesiásticas a los extranjeros. Esta parte del testamento perece una profecía de lo que ulteriormente será la guerra de las Comunidades[85].

En el párrafo siguiente se encuentran las mandas sobre la defensa de la Iglesia y de la fe católica, junto con la de los fueros y libertades, de este modo recoge el espíritu católico que hizo posible la España de los Austrias. La reina Isabel muestra los dos límites que, en la monarquía tradicional, deben encauzar la responsabilidad del rey. Por arriba, «la honra de Dios y de la Santa Fe» y por abajo la guarda de las «libertades» que garantizan la pervivencia de una sociedad de hombres libres[86]. La democracia liberal contemporánea no encuentra ninguna de estas dos limitaciones por lo que su poder se convierte en omnímodo, es decir, totalitario. Por último, se encuentra el Codicilio que se añadió al cuerpo principal del testamento de la reina tres días antes de su muerte donde se encuentra el encarecimiento del buen gobierno y trato a los indios de América. Se refiere a los posibles abusos, sobre los que la reina tuvo la oportunidad de meditar antes de morir.

En primer lugar, se encuentra un llamamiento a la necesidad de compilar las leyes y pragmáticas sanciones de Castilla y para ello se manda que se forme una junta de letrados. La intención ya estaba pues en Isabel, aunque no se hizo realidad hasta el reinado de su biznieto Felipe II. En segundo lugar, el testamento expresa las dudas de la reina sobre la moralidad del impuesto de la alcabala que era entonces el principal recurso de la corona por lo que se entiende la gravedad de la duda y la importancia de la reflexión, no resuelta de la reina. Por último, el asunto más destacado del Codicilio es el que se refiere al trato de los indios americanos[87].

En 1504 no existía todavía el imperio hispanoamericano, las Indias eran tan sólo una promesa cuya verdadera trascendencia aún se ignoraba. En su tiempo, los mismos Reyes Católicos no vieron en la empresa colombina la cumbre de su reinado, su obra máxima había de ser, sin duda, la Reconquista de Granada. En cualquier caso, Isabel expresa una preocupación que será constante en los monarcas españoles y que va a diferenciar radicalmente la labor civilizadora de España en América de las colonizaciones inglesa y holandesa, francesa o belga[88]. La reina insiste en la concesión pontificia como fundamento legitimador de su soberanía en América y, consecuentemente, en la evangelización como tarea prioritaria de la Corona en aquellas tierras[89].

8. Santa políticamente incorrecta y por ello olvidada

Para comprender la historia e interpretarla correctamente es necesario conocer todas las circunstancias que rodean los hechos y penetrar en la mentalidad de sus protagonistas, entendiendo su escala de valores y mentalidades. El anacronismo que consiste en aplicar a una época pasada nuestros criterios actuales, es un enorme error que convierte en incomprensible la historia. No puede construirse un conocimiento histórico objetivo, como se hace hoy día, condenando todo lo que hicieron los hombres del pasado desde una atalaya de supuesta superioridad moral e intelectual. Hay que tener en cuenta que son muy escasas las personas que consiguen estar por encima de las ideas de su tiempo, siempre influyentes en los juicios. Los personajes que han marcado la personalidad colectiva de los españoles no son fantasmas legendarios ni extravagantes iluminados pues, si por algo se caracteriza la historia de España, afortunadamente, es por su pobreza en mitos que no en personajes de carne y hueso como los santos. La reina Isabel la Católica fue uno de ellos.

Históricamente, los Reyes Católicos no están de moda porque el establecimiento de la Inquisición y la expulsión de los judíos se han convertido en dos elementos que tiñen de un espeso negro su reinado y que la mentalidad posmoderna, relativista, nihilista y multiculturalista, no puede perdonarles bajo ningún concepto. Otro tanto puede decirse también de su ayuda a la empresa de Colón que es, cada vez más, percibida colectivamente como un hecho reprobable. Pero es precisamente debido a todos estos motivos por lo que resulta imprescindible fijar la atención en una época crucial para la historia de España y de la Iglesia Católica. El proceso de beatificación de Isabel la Católica ha sido dinamitado continuamente. En 1992 Juan Pablo II que sentía sincera admiración por ella, quiso elevarla a los altares con motivo del quinto centenario del descubrimiento, conquista, evangelización y civilización de América.

En esta ocasión, el Papa fue amenazado por el judío, convertido al cristianismo y después cardenal de París, Jean Marie Lustiger, con la maldición de que el pueblo hebreo se apartaría de la Iglesia para siempre con esa decisión y; además, que la Iglesia se alejaría de la nueva doctrina interreligiosa inventada en el documento Nostra Aetate del Vaticano II[90].

La reina Isabel es todo un modelo de gobernante católico y precisamente su título de Católica es el que más profundamente desagrada a los muchos integrantes del Soviet historiográfico «politycally correct». La hegemonía cultural de la izquierda asumida por la derecha, aunque se empeñe en llamarse «de centro», porque dicha postura concede a la izquierda la prerrogativa de que sea ella quien determine qué es el centro; al comprobar cómo no es nada fácil la denigración de Isabel debido a su sobresaliente reinado en todos los aspectos, procuran minimizarlo y silenciarlo. Sin embargo, con su ejemplo cristiano personal intachable, Inquisición y expulsión de los judíos incluidas, y su reforma de la Iglesia en España, se convirtió en madre de las numerosas personalidades esenciales de la Europa cristiana, así como de los más de cien santos canonizados, hijos de la España unida en la fe que forjara junto a Fernando el Católico. De este modo la Iglesia de España llegó a ser la roca angular y piedra preciosa que salvará el catolicismo frente a la embestida de la revolución protestante pues «el predominio católico llega hoy en Europa hasta la línea que llegaron las armas españolas»[91]. Mal que les pese a muchos hoy día, fuera y también dentro de la misma Iglesia[92].

[1] Cf. Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y su reinado, BAC, Madrid 1993; Luis Suárez, Isabel I, Reina, Ariel, Barcelona 2005.

[2] Cf. Jean Dumont, La incomparable Isabel la Católica, Encuentro, Madrid 2012.

[3] Cf. Llorca-Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, vol. III., Madrid 2005, 9; Antonio Pérez-Mosso Nenninger, Apuntes de Historia de la Iglesia. Edad Moderna I, Pamplona 2017, 21; Luis Suárez, Los Reyes Católicos. La expansión de la fe, Rialp, Madrid 1990, vol. IV, 234.

[4] Cf. Hugh Thomas, El imperio español. De Colón a Magallanes, Planeta, Barcelona 2003, 145.

[5] Cf. José Mª Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014; Isabel la Católica. por qué es santa, Homolegens, Madrid 2019; Vicente Rodríguez Valencia, Perfil moral de Isabel la Católica, EUNSA, Pamplona 2015.

[6] Cf. Ricardo de la Cierva, La Hoz y la Cruz. Auge y caída del marxismo y la teología de la liberación, Fénix, Madrid 1996, 622.

[7] Cf. Daniel-Rops, Historia de la Iglesia. La Reforma Católica, Luis de Caralt, Madrid 1970, vol. VII, 16.

[8] Cf. Joseph Pérez, La España de los Reyes Católicos, Arlanza, Madrid 2004, 66.

[9] Cf. Tarsicio de Azcona, BAC, Madrid 1993, 890.

[10] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia total de España, Fénix, Toledo 2003, 287.

[11] Cf. Luis Suárez, Lo que el mundo debe a España, Ariel, Barcelona 2009, 65.

[12] Cf. Ángel Rodríguez-José Luis Martín, Historia de España. La España de los Reyes Católicos. La unificación territorial y el reinado (siglos XIV-XV), Espasa, Madrid 2004, vol. V, 602; Manuel Álvarez Fernández, Juana la loca. La cautiva de Tordesillas, Espasa, Madrid 2016, 143.

[13] Cf. Manuel Álvarez Fernández, Isabel la Católica, Espasa, Madrid 2011, 76.

[14] Cf. William T. Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 45.

[15] Cf. Alfredo Sáenz, Arquetipos cristianos, Gratis Date, Pamplona 2005, 133.

[16] Cf. Pío Moa, Nueva historia de España. De la II guerra única al siglo XXI, La esfera, Madrid 2010, 326.

[17] Cf. Jean Dumont, La incomparable Isabel la Católica, Encuentro, Madrid 2012, 75.

[18] Cf. Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica. Vida y reinado, La esfera, Madrid 2014, 67.

[19] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 73.

[20] Cf. Valentín de San José, Isabel la Católica. Madre de la Hispanidad, Apostolado Mariano, Sevilla 1987, 63.

[21] Cf. José Antonio Vaca de Osma, Así se hizo España, Espasa, Madrid 1981, 469.

[22] Cf. Judith G. Coffin-Robert C. Stacey, Breve historia de Occidente. Las civilizaciones y las culturas, Planeta, Barcelona 2012, 500.

[23] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 104-105.

[24] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 31; Pío Moa, España contra España. Claves y mitos de su historia, Libros libres, Madrid 2012, 254.

[25] Cf. José Antonio Vaca de Osma, Yo, Fernando el Católico, Planeta, Barcelona 1995, 22; Patriotas que hicieron España, La esfera, Madrid 2006, 102; Luis Suárez, Fernando el Católico, Ariel, Barcelona 2013, 34; Henry Kamen, Fernando el Católico 1451-1516. Vida y mitos de uno de los fundadores de la España moderna, La esfera, Madrid 2015, 81.

[26] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 143.

[27] Manuel Álvarez Fernández, España. Biografía de una nación, Espasa, Madrid 2010, 158; Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media. Estudio sobre la forma de vida y el espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos, Alianza, Madrid 2016, 108.

[28] Cf. Tarsicio de Azcona, Juana de Castilla, mal llamada la Beltraneja, La esfera, Madrid 2007, 319; Henry Kamen, Brevísima historia de España, Espasa, Madrid 2014, 52.

[29] Cf. Javier Paredes (Ed.), Diccionario de los Papas y concilios, Ariel, Barcelona 1998, 311-315.

[30] Cf. Hubert Jedin, Manual de historia de la Iglesia. Reforma, reforma católica y contrarreforma, Herder, Barcelona 1972, vol. V, 635.

[31] Cf. Ángel Fernández Collado, Historia de la Iglesia en España. Edad Moderna, Instituto Teológico de San Ildefonso, Toledo 2007, 32.

[32] Cf. Luis Suárez, Franco y la Iglesia Católica, Homolegens, Madrid 2011, 696.

[33] Cf. Gerolamo Fazzini (Ed.), El libro rojo de los mártires chinos, Encuentro, Madrid 2006, 278; Andrea Riccardi, El siglo de los mártires, Encuentro, Madrid 2019, 303.

[34] Cf. Philip Short, Mao, Crítica, Barcelona 2011, 451; Robert Payne, Mao Tse-Tung, Torres de papel, Madrid 2015, 227; Jung Chang-Jon Holliday, Mao. La historia desconocida, Taurus, Barcelona 2016, 533

[35] Cf. Bernardino Llorca, La Inquisición española, Labor, Barcelona 1936, 121; William Walsh, Personajes de la Inquisición, Espasa, Madrid 1963, 160; Jean Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, Encuentro, Madrid 2000, 207; Miguel Ángel García Olmo, Las razones de la Inquisición española. Una respuesta a la leyenda negra, Almuzara, Madrid 2009, 277; Juan Ignacio Pulido Serrano, La Inquisición española. Breve historia de una institución, Digital reasons, Madrid 2017, 17.

[36] Cf. José Martínez Millán, La Inquisición española, Alianza, Madrid 2009, 69; Francisco Martín Hernández-José Carlos Martín de la Hoz, Historia de la Iglesia en España, Palabra, España 2009, 100.

[37] Cf. L. J. Rogier-R. Aubert, Nueva historia de la Iglesia. Reforma y contrarreforma, Cristiandad, Madrid 1966, vol. III, 42.

[38] Cf. Joseph Pérez, La Inquisición española. Crónica negra del Santo Oficio, Martínez Roca, Madrid 2005, 90; Giles Tremlett, Isabel la Católica. La primera gran reina de Europa, Debate, Barcelona 2017, 419.

[39] Cf. José Mª Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014, 189.

[40] Cf. Francisco Martín Fernández-José Carlos Martín de la Hoz, La formación sacerdotal. Historia y vida, San Pablo, Madrid 2014, 105.

[41] Cf. Vicente Cárcel Ortí, Breve historia de la Iglesia en España, Planeta, Barcelona 2003, 152.

[42] Cf. Daniel de Pablo Maroto, Espiritualidad española del siglo XVI. Los Reyes Católicos, Editorial de Espiritualidad, Madrid 2012, vol. I, 134.

[43] Cf. José Mª Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014, 236.

[44] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 163.

[45] Cf. Juan Belda Plans, Grandes personajes del siglo de oro español, Palabra, Madrid 2013, 220; Joseph Pérez, Cisneros. El cardenal de España, Taurus, Madrid 2014, 234.

[46] Cf. José Mª Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014, 203.

[47] José García Oro, Cisneros. Un cardenal reformista en el trono de España (1436-1517), La esfera, Madrid 2005, 319.

[48] Cf. Ole J. Benedictow. La Peste Negra (1346-1353). La historia completa, Akal, Madrid 2011, 316.

[49] Cf. William Walsh, Isabel de España, Palabra, Madrid 2005, 233.

[50] Cf. Joseph Lortz, Historia de la Iglesia. Edad moderna y contemporánea, Cristiandad, Madrid 2008, vol. II, 417; André Manaranche, Querer y formar sacerdotes, Desclee De Brouwer, Bilbao 1994, 130.

[51] Cf. José Mª Iraburu, Hechos de los Apóstoles de América, Gratis Date, Pamplona 2003, 102.

[52] Cf. Místicos franciscanos, BAC, Madrid 1948, 3 vols.; Francisco de Osuna, Tercer abecedario espiritual, BAC, Madrid 1998; Fray Juan de los Ángeles, Conquista del Reino de Dios, BAC, Madrid 1998; San Pedro de Alcántara, Libro de la oración y meditación, Rialp, Madrid 1999.

[53] Cf. Francisco de Vitoria, Relecciones teológicas, BAC, Madrid 1960; Melchor Cano-Domingo Soto, Tratados espirituales, BAC, Madrid 1962; Melquiadés Andrés, La teología española del siglo XVI, BAC, Madrid 1976, vol. I, 119; Bartolomé Carranza, Comentarios sobre el Catechismo christiano, BAC, Madrid 1972, 3 vols.; E. García Álvarez, La teología en el carisma dominicano, en La Ciencia Tomista, Salamanca 1985, n. 367, 284; Eudaldo Forment, Filosofía del ser, PPU, Barcelona 1988, 25; Juan Belda Plans, La Escuela de Salamanca, BAC, Madrid 2000, 73; Melchor Cano, De Logis theologicis, BAC, Madrid 2006, 455.

[54] Cf. Baldomero Jiménez Duque-Luis Sala Balusvt, Historia de la espiritualidad, Juan Flors, Barcelona 1969, vol. 2, 167.

[55] Cf. Jean Dumont, El nacimiento de la España moderna, Pastoral universitaria Arzobispado, Madrid 1994, 15.

[56] Cf. J. R. Hale, Historia de Europa. La Europa del Renacimiento 1480-1520, Siglo XXI, Madrid 2016, vol. II, 335.

[57] Cf. Valentín Vázquez de Prada, Historia universal. Renacimiento, reforma, expansión europea, EUNSA, Pamplona 1990, vol. VII, 316.

[58] Cf. Luis Suárez, Las guerras de Granada, Ariel, Barcelona 2017, 181.

[59] Cf. 1 Cor; CEC 787-795; S. Th. III, q. 8, a. 3; Eduardo Vadillo Romero, Eclesiología, Instituto Teológico de San Ildefonso, Toledo 2019, 417; El orden de las verdades católicas. Sugerencias para una síntesis teológica, 109; Blas Piñar, Tres temas teológicos, FN Editorial, Madrid 2008, 41; Scott Hahn, La Iglesia. Sacramento de salvación, Midwest theological fórum, Illinois 2013, 79.

[60] Cf. José Carlos Martín de la Hoz, Historias y leyendas de la Iglesia, Homolegens, Madrid 2011, 145.

[61] Cf. José Mª Javierre, Isabel la Católica. el enigma de una reina, Sígueme, Salamanca 2005, 766.

[62] Cf. José Mª Zavala, Isabel íntima, Planeta, Barcelona 2014, 214-215; Isabel la Católica, Por qué es santa, Homolegens, Madrid 2019, 218.

[63] Joseph Ratzinger, Presentación de la carta apostólica Mulieris dignitatem, 30-9-1988.

[64] Cf. Javier Olivera Ravasi, Que no te la cuenten. La falsificación de la historia, Katejon, Buenos Aires 2018, vol. II, 180.

[65] Cf. Claudio Sánchez Albornoz, España. Un enigma histórico, Edhasa, Barcelona 1977, vol. II, 534.

[66] Cf. José Mª Marco, Una historia patriótica de España, Planeta, Barcelona 2011, 323.

[67] Cf. Martín de Riquer-José Mª Valverde, Historia de la literatura universal. Desde los inicios hasta el Barroco, Gredos, Madrid 2018, vol. I, 387.

[68] Cf. Giovanni Reale, La sabiduría antigua, Terapia para los males del hombre contemporáneo, Herder, Barcelona 2000, 226.

[69] Cf. José Luis Martín, Las Cortes medievales, Historia 16, Madrid 1989, 127; Jean Dumont, La incomparable Isabel la Católica, Encuentro, Madrid 2012, 63.

[70] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia de España para jóvenes, Fénix, Toledo 2001, 188; Fernando García de Cortázar, Breve historia de España, Alianza, Madrid 2016, 232.

[71] Cf. Miguel López Corral, La Guardia Civil. Claves históricas para comprender a la Benemérita y a sus hombres (1844-1975), La esfera, Madrid 2011, 30.

[72] Cf. J. H. Elliot, La España imperial 1469-1716, Vicens-Vives, Barcelona 1989, 32.

[73] Cf. José Antonio Vaca de Osma, Historia de España para jóvenes del siglo XXI, Rialp, Madrid 2010, 181.

[74] Cf. Stanley Payne, La España imperial. Desde los Reyes Católicos hasta el fin de la casa de Austria, Globus, Madrid 1994, 16.

[75] Cf. Joseph Pérez, Historia de España, Crítica, Barcelona 2014, 85.

[76] Cf. Luis Suárez Fernández, Lo que España debe a la Iglesia Católica, Homolegens, Madrid 2012, 132.

[77] Cf. Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica. Estudio crítico de su vida y reinado, BAC, Madrid 1993, 938.

[78] Cf. J. H. Ellitot, España y su mundo (1500-1700), Taurus, Madrid 2007, 27.

[79] Luis Suárez, Isabel I, Reina, Ariel, Barcelona 2005, 488.

[80] Cf. Rafael Sánchez Saus, Dios, la historia y el hombre. El progreso divino en la historia, Encuentro, Madrid 2018, 33.

[81] Cf. Rosa Sanz Serrano, Historia de los godos. Una epopeya histórica de Escandinavia a Toledo, La esfera, Madrid 2009, 324; José Orlandis, Historia del reino visigótico español, Rialp, Madrid 2011, 113; Javier Arce, Esperando a los árabes. Los visigodos en Hispania (507-711), Marcial Pons, Madrid 2017, 299.

[82] Cf. Mariano Fazio, Historia de las ideas contemporáneas, Rialp, Madrid 2007, 87.

[83] Cf. Stanley Payne, En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, Espasa, Madrid 2017, 56.

[84] Cf. Manuel Álvarez Fernández, Carlos V. Un hombre para Europa, Espasa, Madrid 2010, 122; Joseph Pérez, Carlos V, Temas de hoy, Barcelona 2015, 78; Geoffrey Parker, Carlos V. Una vida nueva del emperador, Planeta, Barcelona 2019, 289.

[85] Cf. Joseph Pérez, Los comuneros, La esfera, Madrid 2001, 112.

[86] Cf. Victorino Rodríguez, El régimen político de Santo Tomás de Aquino, FN editorial, Madrid 1978, 36; Guillermo Devillers, Política cristiana, Madrid 2014, 192; José Miguel Gambra, La sociedad tradicional y sus enemigos, Guillermo Escolar, Madrid 2019, 149.

[87] Cf. Alberto Royo Mejía, Historias de la historia de la Iglesia, Vita brevis, Madrid 2011, 72.

[88] Cf. Jean Sevillia, Históricamente incorrecto. Para acabar con el pasado único, El buey mudo, Madrid 2009, 371.

[89] Cf. Mariano Fazio, La América ingenua. Breve historia del descubrimiento conquista y evangelización, Rialp, Madrid 2009, 144.

[90] Cf. Dominique Bourmaud, Cien años de modernismo. Genealogía del concilio Vaticano II, Fundación San Pío X, Buenos Aires 2006, 335; Álvaro Calderón, Prometeo. La religión del hombre. Ensayo de una hermenéutica del concilio Vaticano II, Fundación San Pío X, Madrid 2011, 206.

[91] Rafael Gambra, Historia sencilla de la Filosofía, Rialp, Madrid 2016, 188; Miguel Avilés, Nueva historia de España, Edaf, Madrid 1975, vol. III, 275.

[92] Cf. Juan Mª Laboa, La Iglesia en España 1492-2000, San Pablo, Madrid 2000, 244; Peter Frankopan, El Corazón del mundo. Una nueva historia universal, Crítica, Barcelona 2016, 234

Comentarios
6 comentarios en “Isabel de España
  1. ¡Y que esta santa reina, adornada por el Altísimo con tantas virtudes, no haya sido canonizada aún! Es una auténtica vergüenza para los católicos y para la Iglesia.

  2. Después de la Santísima Virgen María, la reina Isabel, es un modelo a imitar por nosotras. Piadosa, con fuerza moral, inteligente, brillante, culta, independiente, con personalidad, defensora de los más débiles. Vamos, toda una reina…
    Quien tenga algo en contra de ella, es porque se ha tragado la leyenda negra de arriba a abajo. Ni siquiera una serie de televisión española pudo ponerle un pero…

  3. La beatificación de la Reyna fue estorbada y paralizada por la actuación del marrano Cardenal de París, falso converso .
    Y sigue estando paralizada por los marranos judaizantes infiltrados en la alta jerarquía de la Iglesia Católica.

  4. Tan sorprendente y especial mujer tiene que ceder a los caprichos de los descendientes de varias generaciones a que hagan lo que ellos mandan?
    Hace poco «para vergüenza de muchos de nosotros», el que gobierna mi país pidio en una carta que se disculpara España por la Conquista.!!! ?Fue de pena ajena.
    ¿Se les hizo caso? !! No!! Pues era un despropósito. ¿Porqué entonces en éste asunto si se tiene que doblegar a lo que pide el pueblo hebreo, al que se le admira, pero también se le pide que no se pasen.! Qué es éso!
    De todos modos, que prestigio tienen ustedes los españoles por tan gran representante de España, una Reina en toda la extensión de la palabra.

  5. Excelente artículo, muy documentado. La bibliografía, muy bien escogida. Entre las biografías citadas, destaco: Walsh, la más clásica y amena. Tarsicio de Azcona, la más imparcial, aunque de difícil lectura. Luis Suárez, la más amplia y completa.
    Del Papa Alejandro VI, tan injustamente tratado por la Historia, quiero destacar que, en el fondo siempre fué piadoso, que defendió constantemente la Fe Católica -a él se remonta el primer decreto prohibiendo los libros heréticos salidos de la naciente Imprenta- y que ante las críticas hacia su persona fué benévolo e indulgente : como dice Garcia Villoslada «dejaba hablar».
    En fin, magnífico Artículo.

  6. De la extensa bibliografía señalada sugiero «Isabel la Católica. El enigma de una Reina». Ediciones SÍGUEME. Tiene la ventaja de que el autor, José María Javierre, periodista, sacerdote y escritor, no era precisamente lo que, simplificando, se consideraría como «tradicional y conservador». Pero, amante de la verdad, investiga, estudia y, como reconoce en el libro, al final es «un converso de Dª Isabel».
    Entre las frases con que finaliza el libro están, refiriéndose la reina santa, las siguientes: «Creyó en la justicia. Practicó la justicia. Dejó la justicia en herencia».
    Poco antes, Javierre deja escrito también: «Pues que estoy hasta las narices del descaro y de la hipocresía de quienes hablan de la reina con tópicos y mentiras».

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