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Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939

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Antonio Montero Moreno, BAC, Madrid 2005, 883 páginas

  1. Una obra de obligada referencia

No se encuentra mejor definición para este monumental trabajo de síntesis histórica que los católicos españoles tienen obligación de conocer porque la Iglesia no puede olvidar ni avergonzarse de sus mártires. Esta joya bibliográfica es, básicamente, la tesis doctoral de Antonio Montero, después arzobispo de Mérida-Badajoz, donde presentó el fruto de la exhaustiva investigación que realizó durante los años cincuenta aprovechando todo el material recopilatorio que las distintas diócesis y congregaciones religiosas habían elaborado acerca de sus mártires al finalizar la contienda. La primera edición es de 1961 y fue un completo éxito editorial, se vendieron muy pronto 20.000 ejemplares en dos ediciones seguidas, quedando agotada a los dos años de su aparición. Tuvo una destacada resonancia, dentro y fuera de nuestras fronteras, ponderándose a un tiempo el rigor de su labor investigadora, la ecuanimidad del relato, la amplitud y el equilibrio en el uso de las informaciones, su incontaminación ideológica y la diafanidad de su estilo literario. No deja de ser sintomático del clima eclesial español que el autor se negara en repetidas ocasiones a autorizar una tercera edición, pura y llana reimpresión, hasta 1999.

Conviene recordar que sólo se produjeron martirios en la zona roja o bajo el dominio del Frente Popular, no en la zona controlada por el bando nacional. Debido al número de víctimas y al breve tiempo en el que fueron asesinadas, la persecución religiosa de la Segunda República, indudablemente, figura como la más intensa de los veinte siglos de historia de la Iglesia Católica, mayor incluso que las diez que llevaron a cabo los emperadores romanos durante 250 años, el islam, los luteranos, calvinistas y hasta la Revolución francesa, o la comunista rusa y china[1]. Desde que Juan Pablo II, en 1987, comenzara la elevación a los altares de los primeros mártires de la persecución religiosa (las tres carmelitas de Guadalajara) después de la paralización a la que Pablo VI sometió, en 1964, todos los procesos de beatificación, debido a:

a) Su relativización de la potencialidad real del marxismo y su compromiso de no atacarlo suscrito en el pacto de Metz entre Juan XXIII y la URSS[2].

b) Su particular visión de la política europea a causa de la arraigada herencia ideológica de su familia[3].

c) Su identificación subjetivista de esos mártires con el general Franco y su obra[4].

Por ello se hace cada vez más necesario conocer el contexto histórico que produjo semejante derramamiento de sangre y gracia[5]. En términos cuantitativos, hablamos del asesinato de 12 obispos, 6.832 sacerdotes y religiosos y 289 religiosas, así como de miles de fieles, muchos de ellos torturados sádicamente o cazados como animales[6]. Cifras revisadas al alta por historiadores posteriores[7]. A lo cual ha de añadirse la destrucción de 20.000 templos y edificios religiosos de todo tipo y que se inició desde el principio de la República en mayo de 1931, no desde julio de 1936, además de las terribles profanaciones, supuso una catástrofe artística sin precedente en la historia de España y de Europa si se exceptúa la Revolución bolchevique[8].

El objetivo estaba claro: la eliminación física, tanto humana como artística y arquitectónica, de la fe católica[9]. O dicho de otro modo más coloquial: borrar a Dios del mapa. Una persecución de esta magnitud no puede llevarse a cabo por unos pocos elementos «incontrolados» y «espontáneos» como sostuvo la propaganda o mitología de la Segunda República y que hoy sigue repitiendo, casi literalmente, la historia oficial de le ley de «Memoria histórica» con su enfoque marxista implícito[10].

Por consiguiente, se impone la pregunta: ¿cómo pudo suceder en la católica España semejante ola de barbarie? ¿Quiénes fueron esas víctimas y cómo entregaron la vida por amor a Jesucristo y perdonando a sus verdugos? El texto de Montero es absorbente, combinando la erudición histórica con un relato espiritual que retrotrae a las antiguas Actas de los mártires[11]. En los distintos capítulos, recoge los martirios bien por grupos: obispos, religiosas, seglares; o por lugares: Barbastro, Paracuellos, Cataluña, etc. Una introducción acerca de los orígenes del anticlericalismo decimonónico como preludio del republicano junto con un detallado apéndice documental episcopal, pontificio y de la legislación republicana, cierran esta elegía que dejará al lector conmocionado, pero altamente edificado y orgulloso de aquellos que, en su mismo pueblo, ciudad o a pocos kilómetros de donde vive, murieron gritando: ¡Viva Cristo Rey!

Antes de adentrarnos en las vibrantes páginas de este libro, para los que han sido víctimas de la visión sesgada de la historia española, especialmente del siglo XX, que se ha inoculado, desde el colegio, el instituto, y la pantalla de televisión, es necesario insistir en una serie de verdades históricas que han sido silenciadas y manipuladas ya desde los años sesenta en la universidad y progresivamente desde los setenta en el resto de los niveles educativos.

  1. El mito de la República democrática o la irracionalidad hecha política

A la vista de los datos sintéticos, la historia de la II República es sencillamente desconcertante. El nuevo régimen llegó como fruto del resultado de unas elecciones municipales en las que los monárquicos obtienen un número de concejales cuatro veces mayor que el de los republicanos. El domingo 5 de abril se hizo la proclamación de las candidaturas que no tenían listas en la oposición y que arrojaron unas cifras de 14.018 concejales monárquicos y 1.832 republicanos. El domingo siguiente, el célebre 12 de abril, el resultado fue de 22.150 concejales monárquicos frente a 5.775 republicanos. «Es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano»[12].

«Sin embargo, estas cifras solamente equivalen a un poco más de la cuarta parte de los concejales elegibles ¿Qué sucedió con los demás? La República nunca los comunicó oficialmente; y una elección en la que no se comunican los resultados no es, evidentemente, una elección democrática»[13]. Exactamente lo mismo sucederá en las elecciones del 14 de febrero de 1936 donde el Frente Popular se declaró vencedor y que se ha demostrado documentalmente que no fueron más que una completa estafa de las izquierdas[14].

No obstante, al resultar los monárquicos minoritarios en las grandes ciudades, precipitó un desenlace en absoluto imaginado por nadie[15]. Aunque para no caer en anacronismos demográficos, ha de recordarse que las grandes ciudades españolas, en el primer tercio del siglo XX estaban mucho menos pobladas (20%) que en la actualidad, mientras que los numerosos pueblos que articulan España sí se encontraban bastante más poblados (80%) que hoy en día. En definitiva, era mayor la suma total de la población rural que la urbana, como así quedó patente en la desastrosa Reforma Agraria que el Gobierno aplicaría ulteriormente[16]. Así la República nacía con el sello de la ilegitimidad de origen[17].

En palabras todavía más contundentes del que sería nuevo ministro republicano Miguel Maura –hijo del conservador Antonio Maura-, «nos regalaron el poder»[18]. «La monarquía se hundió, no la derribó nadie. Lo que hicieron los republicanos fue poner en su lugar, ya vacío, la República», dijo el más antiguo líder republicano Alejandro Lerroux[19]. Sin embargo, el pusilánime Alfonso XIII tampoco hizo nada por mantenerse en el poder, se apoderó de él un terror profundo debido a la posibilidad de que él y su familia también fueran víctimas de una carnicería similar a la que efectuaron los comunistas rusos con el zar y la familia imperial[20]. Tampoco deseaba una larga y cruenta guerra civil como también sucediera en Rusia[21]. Todos sus consejeros, como el general Berenguer o el Conde de Romanones, hundidos en una fuerte depresión, terminaron por convencerle de que debía huir de España inmediatamente. Antes incluso de conocer el resultado definitivo de unas elecciones en las que nadie, ni los propios antimonárquicos, esperaban tal desenlace, así se suicidó la monarquía borbónica[22].

Así pues, la Republica llegó por «real orden» como dijo Francesc Cambó, líder del nacionalismo catalán de derechas, con una transición inesperada, ilegal y amañada por las altas esferas[23]. Unas elecciones, cuyo resultado final favorable a la monarquía, mostraban que en España había monárquicos, socialistas y anarquistas (los comunistas aún eran una exigua minoría escindida del PSOE), pero no republicanos[24]. Las elecciones no pretendían remover las bases de la ya desacreditada monarquía por aquellas fechas, a pesar del hastío y cansancio de los ciudadanos debido a sus errores. No se votaba a favor de la República sino más bien como protesta debido a la nefasta gestión de Alfonso XIII, consecuencia de la crisis moral en la que la monarquía se encontraba cada vez más enfangada[25].

Sin embargo, se produjo una revolución que trajo el cambio de régimen y la República se proclamó de forma ilegitima porque en aquellos comicios se votaba la elección de alcaldes y concejales no la sustitución del modelo de Estado.  Se había provocado un fraude electoral porque esas elecciones no fueron políticas sino simplemente administrativas y las Cortes Constituyentes de 1931 que nacieron de ellas -no representaban a la nación real- a ser elegidas en un momento de convulsión y violencia pública. «La monarquía se hundió por el abandono del rey y los políticos monárquicos, no por el resultado electoral ni por el empuje de los republicanos»[26].

La defenestración de Alfonso XIII estaba decidida desde el fin de la Dictadura del general Miguel Primo de Rivera a pesar del trato favorable con que el militar obsequió al PSOE y la UGT, única central sindical permitida con el fin de socavar la hegemonía sindical anarquista de la CNT[27]. Esto colaboró de forma decisiva a su consolidación hasta convertir al socialismo en el movimiento hegemónico dentro de la izquierda. Las elecciones municipales fueron la ocasión propicia al constatar que al monarca no le defendían ninguna de las instituciones fundamentales de la nación: ni la magistratura, ni el Ejército ni la Guardia Civil[28].

En definitiva, el proceso que llevó a la proclamación de la II República no fue democrático sino revolucionario. La proclamación se hizo en las calles de Madrid y Barcelona con la aquiescencia de los poderes legítimos[29]. El caos fue especialmente patente en Barcelona con la proclamación de la «República catalana» por Francesc Maciá, dentro de un irreal «Estado Federal Español», que no existía más que en su desportillada imaginación[30].

Los intelectuales, en virtud de su desarraigo en la tradición política y religiosa de España, «se sentían en el deber» de procurar el advenimiento de la República. En qué debía consistir concretamente esa república era algo en que todavía no se habían parado a pensar. Por eso luego vino el arrepentimiento de Ortega y Gasset: «no es eso, no es eso»[31]. Daban, desde su elitista y pedante altura intelectual, por «clausurada» la España tradicional, con su arraigo en las instituciones forales, desmanteladas ya desde la monarquía liberal de Isabel II[32]. Andaban a merced de los vaivenes históricos y de las corrientes de opinión hispanófobas que acríticamente bebían en Europa sin tan siquiera pararse a pensar en las contradicciones internas que las anulaban. Su complejo de inferioridad pueblerino respecto a las naciones del norte de Europa, como por ejemplo en el caso de Ortega y Gasset y Américo Castro, ocultaba una admiración y un desconocimiento absoluto y culpable de la cultura europea de derivación protestante[33].

La tan ansiada República llegó y había que consolidarla, pero ¿sobre qué partidos? El primer presidente de la República, el católico progresista Niceto Alcalá Zamora, dijo que la República «no nacía hipotecada»[34]. Se trataba de la más grande mentira política que se pronunció desde el primer momento. Y por algo se dijo, pues lo socialistas y anarquistas afirmaban que la victoria electoral les pertenecía y junto con los comunistas hablaban despectivamente de los «republicanos de urna» como si las elecciones hubiesen tenido verdadera trascendencia sin ellos. Las verdaderas izquierdas, es decir las revolucionarias, negaban carta de republicanismo a personas, instituciones y periódicos, cuya antigua filiación monárquica de pocos días antes, ellos recordaban muy bien, por más que tantos monárquicos aguados se proclamaran republicanos «de toda la vida»[35].

El representante de la izquierda jacobina, Manuel Azaña, y los socialistas Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, se convirtieron en el triunvirato verdaderamente importante en la naciente República[36]. En su línea ideológica habitual, es decir ajena a la realidad, Azaña no tardó en proclamar oficialmente que «España ha dejado de ser católica», negando que en el país existieran todavía muchos millones de católicos, además de una historia, cultura, arte y educación católicas que impregnaban hondamente la vida social[37]. Declaraciones de este tipo condujeron a que, en menos de un mes de la llegada de la República, el 11 de mayo de 1931, la izquierda violenta quemara un centenar de monasterios, bibliotecas y colegios religiosos por todo el país[38].

Manuel Azaña afirma entonces, defendiendo la no intervención de la fuerza pública, que «todos los conventos de Madrid no valen la vida de un obrero»[39]. Sin embargo, después de la matanza de los campesinos anarquistas de Casas Viejas en 1932, varios de ellos a sangre fría, que el mismo Azaña indicó con la «siniestra orden de tiros a la barriga», se ve que la vida del obrero había bajado sensiblemente de valor[40].

Álvaro de Albornoz en un discurso en las Cortes afirma con inequívoca claridad que la libertad de enseñanza no es un principio liberal. La enseñanza sólo es laica si es estatal, como la libertad de educación favorece a los católicos esa libertad ha de finalizar. Afirma con energía que el turno de partidos es un pacto con enemigos irreconciliables y que no habrá en España más abrazos de Vergara. En referencia a la paz firmada entre los liberales y una parte mayoritaria de los carlistas en 1837 como conclusión de la primera guerra carlista[41]. Y sigue diciendo que lo único moral que puede hacer la reacción es una guerra civil, pero que no esperen cabida en la nueva Constitución republicana. De todo este conjunto de declaraciones, las estólidas derechas de Gil Robles (sus vicios actuales son viejos) no se enteran en un continuo cúmulo de despropósitos por su parte[42].

Del frente común contra la Dictadura de Primo de Rivera se pasó al Frente Popular, por la lógica normal de los acontecimientos[43]. La República era meramente un ente de razón, un estado transitorio hacia la revolución pues lo que en España se iniciaba en 1931 era una verdadera Revolución que se consumaría en 1936[44]. Pero las izquierdas republicanas, jacobinas, pero menos extremistas, tampoco se dieron por enteradas.

  1. El mito de la Iglesia hostil a la República

Aunque no fuera el sentir mayoritario de los católicos pues apoyaban la monarquía, institución tradicional española, la jerarquía eclesiástica recibió la República con las mejores disposiciones ya desde el inicio de la actuación del Gobierno provisional. Acogió el nuevo régimen, no con entusiasmo, pero sí con el mayor respeto[45]. No en vano Alcalá Zamora, antiguo ministro de Alfonso XIII, había ofrecido una república moderada y los obispos aceptaron el nuevo régimen por expresa orden del Papa Pío XI al nuncio Tedeschini que rápidamente trasmitió al episcopado[46]. Aunque, como es evidente, esto no significaba que el clero pasara a apoyar políticamente a sus enemigos.

No obstante, el Vaticano y la jerarquía eclesiástica dejaron muy claro desde el comienzo que se acataba el nuevo régimen. Incluso hasta se aceptaba, de modo práctico, aunque no teórico, la separación de la Iglesia y el Estado, pues siguiendo la doctrina pontificia se defendía la doctrina tradicional del reinado social del Sagrado Corazón de Jesús[47]. Doctrina de la que renegaría la Iglesia primaveral del Vaticano II con las nefastas consecuencias a la vista de cualquier fiel[48]. Solamente se insistió, siguiendo una política de perfil bajo, en los derechos civiles de la Iglesia, que le fueron sistemáticamente negados como podrá comprobarse posteriormente en la redacción de la Constitución de 1931.

En una carta pastoral del cardenal primado Pedro Segura, arzobispo de Toledo, el 1 de mayo de 1931, tenía un recuerdo agradecido a la institución monárquica caída. Dicho texto lejos de ser una provocación beligerante, permite constatar que, en el momento de la derrota, apenas una tímida voz se levantó para agradecer a la monarquía lo que esa institución había realizado durante siglos a favor de la fe católica. Y ello sin dejar de estimular a los fieles al sometimiento a los poderes de hecho[49]. La misma doctrina -sin referencia en este caso al régimen caído- iban a expresar los obispos metropolitanos en su documento fechado el 9 de mayo que no se hizo público hasta un mes después, cuando a pesar de los incendios y asaltos a edificios eclesiásticos, se quería mantener a toda costa la precaria armonía con el poder político.

La intolerancia característica de los dirigentes republicanos se manifestó en las reacciones al texto de Segura. La izquierda tenía el proyecto de desterrar a la Iglesia de toda presencia social y de instaurar un laicismo que no era simple neutralidad sino militantemente anticatólico[50]. Episodios como la posterior quema de conventos tuvieron la capacidad de poner en el primer plano del debate político una cuestión religiosa que las fuerzas que llevaban en sus manos el timón de la República no estaban dispuestas a relegar a un puesto secundario o a regularla de manera que supusiera una renuncia a sus viejas reivindicaciones laicistas. Lo cual les perjudicó enormemente a largo plazo[51].

El poder político oprimía y violaba continuamente la más fundamental y profunda de todas las vivencias humanas: la Religión. Las provocaciones de los republicanos estuvieron en este sentido a la orden del día y colmaron todas las medidas humanamente soportables. La historia de la II República no fue la de una arcadia feliz de impoluta limpieza democrática, paz y progreso, sino que hubo una gran presencia de la violencia por ser un régimen cargado de un lastre ideológico mesiánico y, por lo tanto sectario, que llevó al caos político y social mucho antes de que estallara la guerra. De ahí que el historiador antifranquista y socialista Javier Tusell definiera a la República como: «una democracia poco democrática»[52]. Lo que significa el derrumbamiento del mito principal de la propaganda: la guerra no fue la que destruyó la democracia, sino que la destrucción de la democracia fue la causa de la guerra[53].

La pastoral del cardenal Segura y el asomo de algunos brotes de reacción en las filas conservadoras, soliviantaban a los paranoicos revolucionarios que, víctimas de una histeria colectiva, veían por todas partes maniobras contra el nuevo régimen. Se iba a comprobar ahora que todo lo que no fuera acatar lo que impusieran arbitrariamente las izquierdas, incluso el legítimo ejercicio de la libertad de expresión y del poder político cuando se aproximaban las elecciones a Cortes Constituyentes, era interpretado como un inequívoco signo de violencia y provocación[54]. Lectura que sigue siendo repetida con machacona insistencia por los representantes de corrientes historiográficas de matriz marxista en las que se dan la mano la apologética más irreal y edénica de la República con los ataques más exaltados y brutales a la Iglesia y al significado de la religión católica en la historia de España[55]. Por supuesto, como no podía faltar en la mitología de la izquierda, dichos ataques furibundos también van dirigidos a quien salvó a la Iglesia Católica del exterminio: Franco[56].

  1. La República pirómana: balance del odio y ausencia de responsabilidades

Los sucesos de Madrid arrancan, sin relación de causa-efecto, debido a la agitación callejera de las izquierdas[57]. En la noche del 10 de mayo de 1931 comienzan a pronunciarse las primeras amenazas contra frailes y monjas, especialmente los jesuitas[58]. Desde una ventana del Ministerio de Gobernación el ministro Miguel Maura pidió la expulsión de las órdenes religiosas, mientras el gobierno permanecía reunido en Consejo en un despacho del mismo edificio[59]. En el Ateneo, se estaban repartiendo listas de los conventos que se había decidido incendiar al día siguiente, así como la gasolina y los trapos para proceder a ello.

El ministro de Guerra, Manuel Azaña, se negó a intervenir entre los miembros del Ateneo y asumió una postura, respaldada por otros ministros, de oposición a la intervención de la Guardia Civil para impedirlo. Este centro, presidido por el propio Azaña, se había convertido desde meses atrás en foco de agitación republicana con una fuerte influencia masónica[60]. Centenares de personas indefensas se quedaron sin hogar, muchos niños (hijos de obreros) perdieron sus escuelas gratuitas, centenares de ancianos sus asilos, se destruyeron importantes bibliotecas y obras de arte de un valor incalculable[61]. Una impresión de asombro, de decepción y de espanto revelaba la desilusión de cuantos creyeron en la posibilidad de una república digna, honrada y para todos los españoles[62].

Lo característico de tales hechos, es que en una ciudad tan problemática socialmente como Barcelona no sucedieron por una mínima seriedad del gobernador civil. Fue la permisividad de las fuerzas de orden público, puestas ya al servicio de la República las que dejaron impunes tales atropellos. Azaña, el hombre fuerte durante los cinco años del régimen republicano, a pesar de los constantes vaivenes, impidió amenazadoramente la intervención de la Guardia Civil y de los bomberos[63]. De este modo, la permisividad se convirtió de hecho en protección de los incendiarios e incluso llegó a acusarse a las mismas víctimas, los religiosos y religiosas, de haber sido ellos quienes incendiaron sus propias casas. Tal comienzo de la República mostró el talante anticatólico de aquella forma de gobierno que ya fue patente a todo el mundo. De nada sirvieron las protestas de Alcalá Zamora o de Ortega y Gasset, ni la de diversos embajadores. El 17 de mayo el gobierno provisional expulsó a Monseñor Mateo Múgica, obispo de Vitoria, cuya línea de pensamiento entroncaba con el tradicionalismo carlista, siendo uno de los prelados más ilustres de la época. El motivo de su expulsión consistía en haber protestado públicamente ante tales incendios[64]. El cardenal Segura, ya había sido expulsado de España debido a la carta pastoral a la que antes aludíamos.

En pocos días habían quedado reducidos a cenizas o enormemente deteriorados y saqueados 107 edificios religiosos, pero no solamente iglesias y conventos, sino también centros de enseñanza como la Escuela de Artes y Oficios de la calle Areneros, donde se habían formado miles de trabajadores, el Colegio de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, donde recibían enseñanza gratuitamente cientos de hijos de obreros. No obstante, la izquierda se autoproclamaba como la representante en exclusiva de la clase trabajadora. También quemaron bibliotecas insignes como la de los jesuitas de la calle de la Flor con 80.000 volúmenes, entre ellos incunables, ediciones príncipe de Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca[65]. Materiales bibliográficos producto de años de profunda investigación, colecciones únicas de manuscritos, cuadros e imágenes únicas de Zurbarán, Valdés Leal, Coello, Alonso Cano, fueron destruidas por el fuego y las que consiguieron sobrevivir se las despedazó a hachazos. No obstante, la izquierda se autoproclamaba como la salvadora de la cultura como sigue haciendo hoy día calificando de «páramo cultural» la etapa franquista o cualquier otra en la que ella no detente el poder[66].

La pregunta por los responsables se dejó en la sombra intencionadamente, al gobierno no le interesaban aclaraciones profundas y los responsables iban a quedar en la sombra. El gobierno republicano respondió suspendiendo los diarios conservadores ABC y El Debate, que ninguna parte habían tenido en los sucesos y que podían haber servido de legítimo cauce de expresión a sus víctimas. El presidente Alcalá Zamora dio a los corresponsales extranjeros la pintoresca y cínica respuesta de que en España había demasiados conventos. Los republicanos, justificaron las tropelías atribuyéndolas al «pueblo» -vago concepto secuestrado por la izquierda-, excitado por una provocación (sin mencionar cual había sido) de los monárquicos. Pero, si es injusto identificar al pueblo con unas bandas de revolucionarios y delincuentes, lo ocurrido difícilmente se compagina con una falta de organización y método o como un simple movimiento espontáneo[67]. La misma excusa absurda será esgrimida en 1936 por el Frente Popular[68]. Por el contrario, los hechos inducen a pensar que contaba con complicidades evidentes entre los miembros del Gobierno provisional.

Al día siguiente la CNT lanza una hoja volante ordenando la huelga general y el Partido Comunista reconoce su implicación total en la agitación y los incendios, perfectamente programados, con el ánimo de derribar al Gobierno, como sucedió en Rusia cuando Lenin, en 1917, lanzó a las masas contra el Gobierno de Kerenski, socialista moderado[69]. Nunca llegó a iniciarse ningún proceso contra los autores de tales desmanes. Esta ausencia formal de intervención de la autoridad judicial ya denuncia de por sí que el gobierno rehuía dar aclaraciones de lo ocurrido.

La conclusión que se impone es que los incendios demostraron cómo el Gobierno provisional de la República estaba dispuesto a dar alas al laicismo más agresivo de los partidos revolucionarios tolerando y, precisamente debido a ello, animando sus manifestaciones de violencia pues éstas quedarían impunes. Para mantener el orden, los miembros del Gobierno se hubieran tenido que enfrentar a los mismos que unas semanas antes los habían encaramado al poder y eso hubiera significado la negación del espíritu revolucionario con el que había configurado la Segunda República. Espíritu que tuvo su expresión en el Pacto de San Sebastián de 1930 para derribar la monarquía y en la formación del Gobierno provisional, finalizando de este modo el período de la Restauración[70].

Al mismo tiempo, los incendios permitieron plantear la cuestión religiosa como un problema candente en el que se daban la mano el secularismo elitista y burgués de los viejos partidos republicanos y liberales, con el activismo terrorista de los socialistas (cada vez más lanzados en su deriva bolchevique) anarquistas y comunistas.

  1. La estrategia del odio: los hechos acordes con las ideas

No cesa de invocarse desde las terminales políticas y mediáticas de la izquierda, que el 14 de abril de 1931, la II República nació como una fórmula para buscar la democracia[71]. Sin embargo, la orientación y los valores de los líderes republicanos se pusieron de manifiesto en tan sólo cuatro semanas, el 11 de mayo, fecha de la tristemente famosa «quema de conventos» ante la absoluta pasividad de las autoridades. Salta a la vista que fue precisamente este 11 de mayo, y no el 14 de abril, el día que iba a simbolizar el contenido político del nuevo régimen a largo plazo[72].

La quema de conventos, alardeada como una amenaza desde el inicio de la República, se inició en Madrid en la mañana del 11 de mayo, con el incendio y saqueo de 107 iglesias, conventos, bibliotecas y colegios religiosos. Rápidamente se extendió a muchas ciudades del sur y del este, especialmente Sevilla, Granada, Málaga, Cádiz, Valencia y Alicante. Al comienzo, el Gobierno adoptó la actitud cínica de que «el pueblo estaba divirtiéndose», y rehusó llamar a la Guardia Civil para restablecer el orden[73]. Más tarde, cuando las dimensiones monstruosas del asunto eran más que evidentes, pasó al otro extremo, declarando la ley marcial con la intervención del ejército para restaurar el orden.

Esto pasaría a ser la práctica habitual de los gobiernos de izquierda durante toda la historia de la República: primero ignorar la aplicación de la ley y la Constitución si lo que se estaba dañando no eran más que los intereses de la derecha, y luego, una vez que la situación había sobrepasado todos los límites, empezar a dar palos de ciego con una fuerza mayor pero potencialmente indiscriminada. A largo plazo, esta política de orden, totalmente irresponsable, desembocaría en el colapso constitucional y el rotundo fracaso de la República[74].

Para la sociedad actual, hondamente secularizada e indiferente, el anticatolicismo violento de la izquierda en la primera mitad del siglo XX puede ser difícil de comprender. Según el dirigente socialista Indalecio Prieto: «El anticlericalismo constituía el único bagaje de los sectores republicanos muy densos»[75].  Fue el producto de una fase intermedia de la descristianización, cuando las nuevas ideologías radicales y mesiánicas habían ganado fuerza por primera vez, mientras las creencias tradicionales mantenían más vigor del que la izquierda pensaba.

Todos los totalitarismos -liberalismo, anarquismo, socialismo, comunismo, jacobino, fascismo- exhiben un componente esencial de religión sustitutoria, por lo que se les ha denominado «religiones políticas»[76]. Los movimientos ideológicos de izquierda en España fomentaron un odio especial al catolicismo y a la Iglesia como la base espiritual del antiguo orden que pensaban destruir, de tal modo que se tornaron en el enemigo por excelencia a exterminar sin concesiones[77]. Sabían que su cosmovisión sólo podía declarase triunfante suprimiendo al único baluarte que podía hacerle frente: la religión católica y todo el orden político-social-cultural creado por ella. Así la demagogia congénita de la izquierda abrió de par en par las esclusas del odio y el fanatismo.

El clima de sectarismo fue creado, fomentado y alimentado por los mismos partidos y organizaciones sindicales de izquierda que ocultaban y -cuando no había manera humana de hacerlo-, negaban cuanto la Iglesia había hecho desde finales del siglo XIX a favor de la clase obrera a través de los sindicatos católicos, de los círculos obreros y de su impagable red de asistencia social. Pero ante las insistentes campañas de descrédito y las mentiras hábilmente divulgadas por la prensa laicista, la Iglesia apenas hizo nada para desenmascarar tantas calumnias.

Aún más, los movimientos revolucionarios incitaron a un clima especial de hostilidad, un cultivo sistemático de odio intenso, fanático e irracional, a través de la propaganda y el activismo para contagiar a sus adeptos y motivarles a consumar la Revolución[78]. En paralelo con la revolución jacobina (1789) y bolchevique (1917), este cambio violento tendría como medio y fin la eliminación completa de todos los enemigos de clase, entre los que se encontraba la Iglesia en el lugar más privilegiado[79]. Los ataques a los templos, sacerdotes, religiosas, fieles, monumentos y manifestaciones públicas fueron incesantes y crecientes[80]. Sin esta estrategia del odio, realmente no es posible entender la práctica del anticatolicismo violento que continuará en la Revolución de Asturias en 1934 llegando a su clímax en los asesinatos más brutales que se perpetraran a partir del reinicio de la guerra el 18 de julio[81].

Las historias de miles de mártires se muestran al lector rebosantes de una fe y caridad sólidas vividas con tan completa naturalidad que le hacen identificarse con ellas instantáneamente mientras considera la posibilidad, no tan difícil de cristalizar, de si él mismo deberá enfrentarse a una nueva persecución similar a la narrada. El apéndice final con el listado de todos los mártires es, sencillamente, sobrecogedor. La «cristofobia» que se viene cultivando en España desde hace varias décadas, no permite tachar de irreal o alucinado a quien piense que la violencia física no puede volver a desatarse contra la Iglesia, después de dos generaciones de envenenamiento metódico contra todo lo católico[82].

La Iglesia española, desde la transición y obedeciendo las instrucciones de Pablo VI, se ha esforzado sin descanso en desactivar la presencia de la fe católica en la política con el fin de que la sociedad no se polarizara al igual que sucediera en la II República.  Bajo esta premisa, que implica la primacía de la política sobre la fe, la Iglesia española transigió con el divorcio, el aborto, el estatalismo educativo y otros tantos atropellos a esa sociedad que, precisamente, ella misma decía defender de algo mucho peor, a su juico, que la destrucción de la vida y la familia: el enfrentamiento político entre los enemigos de la civilización cristiana y los católicos. Sus planes políticos, al igual que los religiosos, se han verificado como un estrepitoso fracaso, pues quien ha vuelto a la dialéctica agresiva hacia la Iglesia y todo lo que ella representa ha sido la izquierda, aunque la pregunta no puede eludirse: ¿realmente la izquierda se había moderado, o no era más que una estrategia de aceleramiento?

Gran parte del episcopado español, desde la transición hasta nuestros días, estaba convencido que la izquierda de la Constitución de 1978 ya no era la heredera de 1936. Creyeron que como la timorata Iglesia de 1975 ya no vivía y enseñaba lo mismo que la Iglesia de 1936, otro tanto harían los demás. Confundieron sus deseos con la realidad mostrando además un oceánico desconocimiento de la mutación que se había llevado a cabo por la izquierda desde la revolución sexual de mayo de 1968[83]. Ochenta años después del final de la guerra, -Cruzada la definieron sus predecesores que la vivieron-, la cruda realidad de la radicalización de la izquierda vuelve a golpearles en su endémico buenismo impenitente[84].

[1] Cf. José Carlos Martínez de la Hoz, Breve historia de las persecuciones contra la Iglesia, Rialp, Madrid 2015, 183.

[2] Cf. Ricardo de la Cierva, Las puertas del infierno. La historia de la Iglesia jamás contada, Fénix, Toledo 1995, 599 y 667; Ralph Wiltgen, El Rin desemboca en el Tíber. Historia del Concilio Vaticano II, Criterio libros, Madrid 1999, 313.

[3] Cf. Roberto de Mattei, Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo legens, Madrid 2018, 482-486.

[4] Cf. Javier Tusell, La oposición democrática al franquismo 1939-1962, Planeta, Barcelona 1977, 327; Vicente Cárcel Ortí, Pablo VI y España, BAC, Madrid 1997, 226; Francisco Torres, Franco o la venganza de la historia, Criterio libros, Madrid 2000, 266.

[5] Cf. Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939, La guerra civil (1936-1939), Rialp, Madrid 1993, vol. II, 32; Luis Suárez, Francisco Franco y su tiempo, Fundación Nacional Francisco Franco, Madrid 1984, vol. VII, 22; Franco, Ariel, Barcelona 2005, 707; Franco y la Iglesia, Homo Legens, Madrid, 2011, 460-461; Ricardo de la cierva, Franco. La historia, Fénix, Toledo 2001, 885; Pío Moa, Franco. Un balance histórico, Planeta, Barcelona 2005, 154.

[6] CF. José Andrés Gallego-Antonio M. Pazos, La Iglesia en la España contemporánea 1936-1999, vol. II, 1999, 12; Antonio Montero Moreno, Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, BAC, Madrid 2005, 263; Los mitos de la represión de la guerra civil, Grafite, Madrid 2005, 233; Ministerio de Justicia, Causa General. La dominación roja en España, Akrón, León 2008, 263.

[7] Cf. Ángel David Martín Rubio, Salvar la memoria. Una reflexión sobre las víctimas de la guerra civil, Badajoz 1999, 165; Vicente Cárcel Ortí, Víctimas caídos y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Espasa, Madrid 2008, 452.

[8] Cf. José Ramón Hernández Figueiredo, Destrucción del patrimonio religioso en la II República (1931-1936). A la luz de los informes inéditos del Archivo Secreto Vaticano, BAC, Madrid, 2009, 226; Federico Jiménez Losantos, Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos, La esfera, Madrid 2018, 320.

[9] Cf. Stanley Payne, 40 Preguntas fundamentales sobre la guerra civil, La esfera, Madrid 2000, 146; Vicente Cárcel Ortí, Persecuciones religiosas y mártires del siglo XX, Palabra, Madrid 2001, 121; José Javier Esparza (ed.), El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, 63.

[10] Cf. Pío Moa, La quiebra de la historia progresista. En qué y por qué yerran Beevor, Preston, Juliá, Viñas, Reig…, Encuentro, Madrid 2007, 31; La Guerra Civil española (1936-1939). Un análisis crítico, Fajardo el bravo, Murcia 2014, 9.

[11] Cf. Daniel Ruiz Bueno, Actas de los mártires, BAC, Madrid 1951, 149-150.

[12] Cf. José Luis Comellas, Historia de España moderna y contemporánea, Rialp, Madrid 1974, vol. V, tomo II, 557; Javier Tussel, Historia de España. El directorio y la Segunda República, Espasa, Madrid 2004, vol. XV, 240; César Vidal, La guerra que ganó Franco. Historia militar de la guerra civil española, Planeta, Barcelona 2006, 74.

[13] Ricardo de la Cierva, Historia actualizada de la Segunda República y la guerra de España 1931-1939, Fénix, Toledo 2003, 39.

[14] Cf. Manuel Álvarez Tardío-Roberto Villa García, 1936 Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Espasa, Madrid 2017, 580-601.

[15] Cf. Stanley Payne, El colapso de la República. Los orígenes de la guerra civil (1933-1936), La esfera, Madrid 2005, 23.

[16] Cf. Fernando García de Cortázar, Breve historia de España, Alianza, Madrid, 2016, 512; Joseph Pérez, Historia de España, Crítica, Barcelona 2014, 586.

[17] Cf. Joaquín Arrarás Iribarren, Historia de la Cruzada española. Años precursores, Madrid 1984, vol. I, 225.

[18] Cf. Ramón Menéndez Pidal, Historia de España, Espasa, Madrid 1985, vol. XL, 8 y 10.

[19] Vicente Cárcel Ortí, La gran persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron aniquilar a la Iglesia Católica, Planeta 2000, 29.

[20] Cf. Helen Rappaport, Las hermanas Romanov. Vida de las hijas del último zar, Taurus, Barcelona 2015, 429; Atrapados en la Revolución rusa 1917, Palabra, Madrid 2017, 162; Richard Pipes, La Revolución rusa, Debate, Barcelona 2017, 818; Simon Sebag Montefiore, Los Romanov 1613-1918, Crítica, Barcelona 2016, 835.

[21] Cf. José Luis Comellas, Historia breve del mundo contemporáneo, Rialp, Madrid 2002, 267; Evan Mawosley, Blancos contra rojos. La guerra civil rusa, Desperta Ferro, Madrid 2017, 271; Mira Milosevich, Breve historia de la Revolución rusa, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2017, 107; Rex A. Wade, 1917 La revolución rusa, La esfera, Madrid 2017, 385.

[22] Cf. José Antonio Vaca de Osma, Historia de España para jóvenes del siglo XXI, Rialp, Madrid 2010, 370; Miguel Platón, Segunda República. De la esperanza al fracaso, ACTAS, Madrid 2017, 22.

[23] Cf. Pío Moa, Una historia chocante. Los nacionalismos vasco y catalán en la historia contemporánea de España, Encuentro, Madrid 2004, 239.

[24] Cf. Miguel Avilés Fernández, Nueva historia de España. El apasionante siglo XX, Edaf, Madrid 1974, vol. V, 258; Stanley Payne, España. Una historia única, Temas de hoy, Madrid 2007, 257.

[25] Cf. Pío Moa, Nueva historia de España. Desde la II Guerra Púnica hasta el siglo XXI, La esfera, Madrid 2010, 789; España contra España. Claves y mitos de su historia, Libros Libres, Madrid 2012, 112.

[26] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia de España para jóvenes, Fénix, Toledo 2006, 506.

[27] Cf. Gabriele Ranzato, El eclipse de la democracia. La guerra civil española y sus orígenes, 1931-1939, Siglo XXI, Madrid 2006, 67; Jordi Canal (Dir.), Historia contemporánea de España. 1808-1931, Taurus, Barcelona 2017, vol. I, 646.

[28] Mandada entonces, nada menos, que por el general Sanjurjo. La República le agradeció esta actitud lo que le salvó la vida después de la ridícula intentona golpista de agosto de 1932. También hay que advertir que el general Queipo de Llano –célebre después en la guerra civil y el primer franquismo- presidía la Asociación de Militares Republicanos. Cf. Miguel López Corral, La Guardia Civil. Claves históricas para entender a la Benemérita y a sus hombres (1844-1975), La esfera, Madrid 2011, 292.

[29] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia total de España, Fénix, Toledo, 2003, 838.

[30] Cf. Jesús Lainz, España contra Cataluña. Historia de un fraude, Encuentro, Madrid 2014, 253; José Mª Marco, Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015), Planeta, Barcelona 2015,188.

[31] Cf. Pío Moa, Los mitos de la guerra civil, La esfera, Madrid 2003, 242.

[32] Cf. José Luis Comellas, Historia de España moderna y contemporánea, Rialp, Madrid 2003, 262; Javier Paredes, (dir.), Historia de España contemporánea, Ariel, Barcelona 2011, 334.

[33] Cf. Mª Elvira Roca Barea, Hispanofobia y leyenda negra, Siruela, Madrid 2016, 408.

[34] Cf. Salvador de Madariaga, España. Ensayo de historia contemporánea, Espasa, Madrid 1979, 314.

[35] Cf. Felipe Ximénez de Sandoval, La piel de toro. Breve historia de España, Buenos Aires 2000, 289.

[36] Cf. Pío Moa, Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Encuentro, Madrid 2000, 217.

[37] Cf. Vicente Cárcel Ortí, Breve historia de la Iglesia en España, Planeta, Barcelona 2003, 388.

[38] Cf. Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939. La Segunda República (1931-1936), Rialp, Madrid 1993, vol. I, 138.

[39] Cf. Stanley Payne, La Guerra Civil Española, Rialp, Madrid 2014, 26.

[40] Cf. Antony Beevor, La guerra civil española, Crítica, Barcelona 2005, 39; José Mª Marco, Manuel Azaña. Una biografía, Libros libres, Madrid 2007, 212; Manuel Fernández Álvarez, España. Biografía de una nación, Espasa, Madrid 2010, 486; Henry Kamen, Brevísima historia de España, Espasa, Madrid 2014, 225.

[41] Cf. Julio Aróstegui, Jordi Canal, Eduardo G. Calleja, El carlismo y las guerras carlistas. Hechos, hombres e ideas, La esfera, Madrid 2011, 63.

[42] Cf. Manuel Álvarez Tardío, Gil Robles. Un conservador en la República, FAES, Madrid 2016, 57.

[43] Cf. Ramón Menéndez Pidal, Historia de España. Los comienzos del siglo XX. La población, la economía, la sociedad (1898-1931), Espasa, Madrid 1984, vol. XXXVII, 669.

[44] Cf. Burnet Bolloten, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución, Alianza, Madrid 2015, 210.

[45] Cf. Alfonso Bullón de Mendoza-Luis E. Togores (Coord.), La República y la Guerra Civil setenta años después, ACTAS, Madrid 2008, 306.

[46] Cf. Víctor Manuel Arbeloa, La Iglesia que buscó la concordia (1931-1936), Encuentro, Madrid 2008, 38; Stanley Payne, Alcalá Zamora. El fracaso de la República conservadora, FAES, Madrid 2016, 61.

[47] Cf. José Manuel Cuenca Toribio, Catolicismo contemporáneo de España y Europa. Encuentros y divergencias, Encuentro, Madrid 1999, 49; Luis Cano, Reinaré en España. La mentalidad católica a la llegada de la II República, Encuentro, Madrid 2009, 154.

[48] Cf. Roberto De Mattei, Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo Legens, Madrid 2018, 391.

[49] Cf. Cristóbal Robles, Muñoz, La Santa Sede y la II República (1931). De la conciliación al conflicto, Visión libros, Madrid 2013, 405.

[50] Cf. Vicente Cárcel Ortí, La persecución religiosa en España durante la Segunda República (1931-1936), Rialp, Madrid 1990; Manuel Álvarez Tardío-Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda Republica, Encuentro, Madrid 2010, 157.

[51] Cf. Víctor Manuel Arbeloa, La semana trágica de la Iglesia en España (8-14 octubre 1931), Encuentro, Madrid 2006, 349.

[52] Cf. Javier Tusell-Genoveva García Queipo de Llano, Alfonso XIII: el rey polémico, Penguin, Madrid 2001; Stanley Payne, La revolución española 1936-1939. Un estudio sobre la singularidad de la guerra civil, Espasa, Madrid 2019, 35.

[53] Cf. Stanley Payne, La democracia española. La Segunda República, 1931-1936, Paidós, Barcelona 1995, 419.

[54] Cf. Vicente Cárcel Ortí, 1936 El vaticano y España, San Román, Madrid 2016, 49.

[55] Cf. Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Página indómita, Barcelona 2015, 172.

[56] Cf. Stanley Payne, El régimen de Franco, Alianza, Madrid 1987, 210; Ricardo de la Cierva, Historia actualizada de la Segunda República y la guerra de España 1931-1939, Fénix, Toledo 2003, 845.

[57] Cf. Salvador de Madariaga, Ensayo de historia contemporánea, Espasa, Madrid 1979, 462; José Manuel Martínez Bande, Los años críticos. República, conspiración, revolución y alzamiento, Encuentro, Madrid 2007, 40.

[58] Cf. Ricardo García Villoslada (Dir.), Historia de la Iglesia en España. La Iglesia en la España contemporánea, BAC, Madrid 1979, vol. V, 349.

[59] Cf. Miguel Maura, Así cayó Alfonso XII, Ariel, Barcelona 1968, 240.

[60] Cf. César Vidal, Los masones. La sociedad secreta más influyente de la historia, Planeta, Barcelona 2007, 247

[61] Cf. Vicente Cárcel Ortí, Víctimas, caídos y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Espasa, Madrid 2008, 68.

[62] Cf. Hugh Thomas, La Guerra Civil española, Random House, Barcelona 2011, vol. I, 79.

[63] Cf. Niceto Alcalá Zamora, La victoria republicana 1930-1931. El derrumbe de la monarquía y el triunfo de una revolución pacífica, La esfera, Madrid 2012, 397.

[64] Cf. Fliche-Martín, Historia de la Iglesia. Guerra Mundial y Estados totalitarios, vol. XXVI, Edicep, Valencia 1979 tomo I, 494.

[65] Cf. Stanley Payne, El catolicismo español, Planeta, Barcelona, 2006, 204; Francisco Martínez Fernández-Jose Carlos Martín de la Hoz, Historia de la Iglesia en España, Palabra, Madrid 2009, 250.

[66] Cf. Pío Moa, El iluminado de la Moncloa y otras plagas, Libros libres, Madrid 2006, 73; Años de hierro. España en la posguerra 1939-1945, La esfera, Madrid 2007, 588; Ensayos polémicos. España en la encrucijada, Fajardo el bravo, Madrid 2013, 209; Juan Manuel de Prada, La nueva tiranía. El Sentido común frente al Mátrix progre, Libros libres, Madrid 2009, 103 y 305.

[67] Cf. Stanley Payne, En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, Espasa, Madrid 2017, 148.

[68] Cf. César Vidal, Mitos y falacias de la historia de España, Ediciones B, Barcelona 2009, 253.

[69] Cf. Gonzalo Redondo, Historia universal. La consolidación de las libertades, EUNSA, Pamplona, vol. XII, 57; Stanley Payne, La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX, Temas de hoy, Barcelona 2011, 70

[70] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia básica de la España actual 1800/1975, Planeta, Barcelona 1975, 265; José Mª Marco, Una historia patriótica de España. Una visión completamente diferente de nuestro pasado, Planeta, Barcelona 2011, 497.

[71] Cf. José Manuel Cuenca Toribio, Ocho claves de la historia de España contemporánea, Encuentro, Madrid 2003, 173.

[72] Cf. Estanislao Cantero, La contaminación ideológica de la historia. Cuando los hechos no cuentan, Libros libres, Madrid 2009, 76; Stanley Payne, ¿Por qué la República perdió la guerra civil?, Espasa, Madrid 2011, 24.

[73] Cf. Luis Suárez-José Luis Comellas, Breve historia de los españoles, Ariel, Barcelona 2006, 354.

[74] Cf. Pío Moa, El derrumbe de la II República y la guerra civil, Encuentro, Madrid 2001, 41; Stanley Payne, El fascismo, Alianza, Madrid 2013, 228.

[75] Cf. Vicente Cárcel Ortí, La gran persecución, Planeta, Barcelona 2000, 38.

[76] Cf. François Furet-Ernst Nolte, Fascismo y comunismo, Alianza, Madrid 1999, 50; Alain de Benoist, Comunismo y nazismo. 25 reflexiones sobre el totalitarismo en el siglo XX (1917-1989), Áltera, Barcelona 2005, 110-11; Raymon Aron, El marxismo de Marx, Siglo XXI, Madrid 2010, 106; Sigfredo Hillers de Luque, Nazismo y comunismo, Galland Books, Madrid 2016, 279 y 507; Raymond Aron, Democracia y totalitarismo, Página indómita, Barcelona 2017, 297.

[77] Cf. Bartolomé Bennasar, El infierno fuimos nosotros. La guerra civil española (1936-1942…), Taurus, Barcelona 2005, 302.

[78] Cf. Pío Moa, La guerra civil y los problemas de la democracia en España, Encuentro, Madrid 2016,145.

[79] Cf. Fernando Díaz-Plaja, Francia 1789, España 1936. Dos revoluciones y un paralelo, Rialp, Madrid 1991, 116.

[80] Cf. Ricardo de la Cierva, Historia de la Guerra Civil Española, Fénix, Madrid 2006, 4.

[81] Cf. Pío Moa, 1934: Comienza la guerra civil. El PSOE y la Esquerra emprenden la contienda, Áltera, Barcelona 2004, 129; 1936: El asalto final a la República, Áltera, Barcelona 2005, 159; Franco para antifranquistas. En 36 preguntas clave, Áltera, Barcelona 2009, 85; Gerald Brenan, El laberinto español. Antecedentes sociales y políticos de la guerra civil, Austral, Barcelona 2016, 362.

[82] Cf. Juan Manuel de Prada, Nadando contra corriente, Buenas letras, Madrid 2010, 64.

[83] Cf. Pío Moa, La sociedad homosexual y otros ensayos, Criterio libros, Madrid 2001, 50; Javier Barraycoa, Los mitos actuales al descubierto, Libros libres, Madrid 2008, 129; Raymond Aron, El opio de los intelectuales, Página indómita, Barcelona 2018, 31; Félix Ovejero, La deriva reaccionaria de la izquierda, Página indómita, Barcelona 2018, 105.

[84] Cf. Pío Moa, Falacias de la izquierda, silencios de la derecha. Claves para entender el deterioro de la política española actual, Libros libres, Madrid 2008, 193.

 

Comentarios
6 comentarios en “Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939
  1. el destacado político republicano Salvador de Madariaga, varias veces embajador y ministro, hacía la siguiente reflexión:
    El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo. El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falsa. Hipócrita, porque todo el mundo sabía que los socialistas de Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931 sin consideración alguna para lo que se proponía o no Gil-Robles; y, por otra parte, a la vista está que el presidente Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931, contra sus enemigos más o menos ilusorios de la derecha, a aquellos que para defenderla la destruían? Pero el argumento era, además, falso, porque si Gil-Robles hubiera tenido la menor intención de destruir la Constitución del 31 por la violencia, ¿qué mejor ocasión que la que le proporcionaron sus adversarios políticos alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando él, desde el poder, pudo, como reacción, haberse declarado en dictadura? Lejos de haber demostrado en los hechos apego al fascismo y desapego al parlamentarismo, Gil-Robles salió de esta crisis convicto y confeso parlamentario, a punto que dejó de ser, si jamás lo había sido, persona grata para los fascistas (…) Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936.
    España. Ensayo de historia contemporánea. Espasa-Calpe, Madrid, 1979, p. 362

  2. Es obvio que, quienquiera que estuviese detrás de la II república, esta iba dirigida a eliminar la religión católica de España, por más que ahora intenten decirnos que se trató de una república democrática.

  3. En Francia los nazis mataron al 25% de los judíos, bajo porcentaje comparado con otros países, pero cuya explicación se debe a que en Francia era más difícil saber quiénes eran judíos (no es que allí los nazis fueran más clementes o incompetentes).
    La persecución religiosa en España acabó con un porcentaje del clero muy superior a ese 25% en la mayoría de las diócesis: diócesis de Barbastro, el 88% de sus miembros, la de Lérida con el 66%, Tortosa el 62%, Málaga al 48%, Menorca el 49%, Segorbe el 55% o la de Toledo, el 48% . En las grandes ciudades, los porcentajes son inferiores: Madrid, el 30%, Barcelona el 22% y Valencia el 27%
    Andrés Nin (POUM): La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente no ha dejado en pie ni una siquiera (…) hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto.
    Durruti: La única iglesia que ilumina es la que arde ¡Contribuya!

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