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COMPRENDER LAS ESCRITURAS. Curso completo para el estudio de la Biblia

Scott Hahn, Midwest theological forum, Ilinois 2010, 549 páginas
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  1. Conocer la Biblia integralmente, es decir con la Tradición

El autor es cada vez más conocido y apreciado en España, prueba de ello es su abundante producción bibliográfica, por lo que no resulta necesario extenderse más en su presentación que ya la realizamos en el momento de reseñar la que, junto con la presente, es su obra maestra y complemento de ésta: La fe cristiana explicada[1]. No obstante, y dada la vocación de erudito y eficiente divulgador bíblico de Scott Hahn, adquieren una enorme importancia, bien a modo de introducción teológica o como síntesis de este libro, otros trabajos posteriores del mismo autor[2]. Esta magnífica obra resalta por su pedagógica estructuración que ayuda en gran manera al estudio:

a) Con una selección de lecturas bíblicas previas a cada capítulo para que el lector posea una visión de conjunto suficiente de toda la Sagrada Escritura, viendo cómo el Antiguo y el Nuevo Testamento se iluminan recíprocamente y no resultan compartimentos estancos de temas inconexos.

b) Resumiendo clara y acertadamente lo esencial de la historia y teología de los libros sagrados, sin perderse en detalles secundarios que sólo interesan a los especialistas o a los pedantes que aparentan sabiduría ante los que son más legos en la materia y que hoy tanto abundan. Los árboles no les dejan ver el bosque. Al final de cada capítulo inserta unos sencillos ejercicios y un vocabulario bíblico básico para la consulta.

c) También la cuidada edición que merece un sobresaliente debido a las 532 fotografías que recorren el libro de tantas otras obras de arte acerca de temas bíblicos. Mapas, cuadros, gráficos, distintos colores para diferencias las diversas fuentes de los textos. Todo colabora a que la lectura sea placentera e ilustrativa en todos los sentidos.

Existe una descomunal desproporción entre la cantidad de textos de la Biblia que los fieles escuchan en el Sacrificio de la Misa y su desconocimiento de la Palabra de Dios. Asignatura pendiente para los católicos, más aún después de que la catequesis posterior al Vaticano II destruyera lo que nuestros padres y abuelos aprendieron como «Historia sagrada» y que no era otra cosa que la historia de los principales personajes bíblicos. De ahí que las lecturas del Antiguo Testamento que se realizan durante la Santa Misa, mayoritariamente la primera y el salmo, pasen sin pena ni gloria, pues nadie se entera de lo que quieren decir. Es más, la segunda lectura de la epístola paulina tampoco suele salir mejor parada. Gran parte del clero y la totalidad del episcopado se niegan a reconocerlo porque el hacerlo implicaría que la reforma litúrgica del Vaticano II, de hecho, no se ha convertido en más que un estrepitoso fracaso. No obstante, en la Iglesia del diálogo y de la misericordia, a quien ose señalar la evidencia, callada por todos, de que «el rey está desnudo», le esperan todo tipo de amenazas y represiones.

La profundización en una sana teología bíblica católica, tan manipulada en la actualidad debido a los presupuestos filosóficos incompatibles con la fe que son utilizados en su estudio, se ha convertido en una necesidad de primer orden para los fieles, los sacerdotes y las religiosas[3]. El motivo radica en que el protestantismo que está penetrando progresivamente en la estructura eclesiástica desde hace más de cincuenta años lo hace por vía bíblica[4].

El resultado ha sido la quiebra del vínculo indisoluble entre la Iglesia y la Sagrada Escritura. Del mismo modo que la crisis de fe en el dogma de la Iglesia trae consigo la desconfianza en la moral católica, la crisis de fe en el concepto católico de la Iglesia, sustituido por visiones sociológicas (puramente humanas-mundanas), trae consigo la desconfianza en la Biblia tal y como ha sido leída por la propia Iglesia[5]. En 1985 el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, posteriormente Benedicto XVI, se expresaba con estas luminosas palabras que levantaría tantas ampollas en un sector mayoritario de la Iglesia: «El vínculo entre Biblia e Iglesia se ha roto, esta separación se inició hace siglos en el ambiente protestante y recientemente se ha extendido también a los estudios católicos. La interpretación histórico-crítica de la Escritura ha abierto sin duda muchas y grandes posibilidades nuevas en orden a comprender mejor el texto bíblico. Pero esta interpretación, por su misma naturaleza, sólo puede iluminar el texto en su dimensión histórica, pero no en su actual alcance».

«Cuando se olvida este límite, resulta no solamente ilógica, sino además, y precisamente por esto, no científica; en dicho caso se olvida también que la Biblia como mensaje para el presente y para el futuro sólo puede ser comprendida en conexión vital con la Iglesia. Se acaba así por leer la Escritura no a partir de la Tradición de la Iglesia y con la Iglesia, sino de acuerdo con el último método que se presente como científico. Esta independencia ha llegado a ser en algunos abierta contraposición; hasta tal punto que a los ojos de muchos, la fe tradicional de la Iglesia no halla ya justificación en la exégesis crítica, sino que se considera únicamente como un obstáculo para una comprensión auténtica, “moderna”, del cristianismo. La separación entre la Iglesia y la Escritura tiende a vaciar a ambas desde el interior».

«Una Iglesia sin fundamento bíblico creíble se convierte en un producto histórico casual, en una organización como tantas otras, un simple marco organizativo humano. Igualmente, la Biblia sin la Iglesia ya no es palabra eficaz de Dios, sino un conjunto de múltiples fuentes históricas, una colección de libros heterogéneos, de los cuales se intenta extraer, a la luz de la actualidad, lo que se considera útil. Una exégesis que ya no vive ni lee la Biblia en el cuerpo viviente de la Iglesia se convierte en arqueología: los muertos entierran a sus muertos. En todo caso, según esta manera de pensar, la última palabra sobre la Palabra de Dios ya no corresponde a los legítimos pastores, al Magisterio, sino al experto, al profesor, con sus estudios siempre provisionales y cambiantes».

«Ya es hora de que se vean los límites de un método que se proclama absoluto. Cuanto más se aleja uno de la mera comprobación de los hechos pasados y se aspira a una comprensión actual de los mismos, tanto influyen también ideas filosóficas, que sólo en apariencia son productos de una investigación científica del texto. Los experimentos pueden llegar a un extremo tan absurdo como la “interpretación materialista de la Biblia”[6]. Por obra de la investigación histórico-crítica, la Escritura ha llegado a ser un libro cerrado: se ha transformado en el objeto de los expertos; los laicos, incluso los especialistas en teología que no sean exegetas, ya no pueden arriesgarse a hablar de ella. Parece sustraerse a la lectura y reflexión del creyente, puesto que de lo que de ellos resultase sería tachado sin más como “cosa de diletantes”. La ciencia de los especialistas levanta una valla en torno al jardín de la Escritura, que se ha hecho inaccesible a los no expertos».

«Todo católico debe tener el valor de creer que su fe en comunión con la fe de la Iglesia supera todo “nuevo magisterio” de los expertos, de los intelectuales. Es un prejuicio de raigambre evolucionista pensar que sólo se comprende el texto estudiando cómo se ha desarrollado y creado. La regla de la fe, hoy como ayer, no se halla constituida por los descubrimientos (sean éstos verdaderos o meramente hipotéticos) sobre las fuentes y sobre los estratos bíblicos, sino por la Biblia tal y como es, tal como se ha leído en la Iglesia, desde los Santos Padres hasta el día de hoy. Es la fidelidad a esta lectura de la Biblia que nos han dado los santos, que han sido con frecuencia personas de escasa cultura; en cualquier caso, ajenos siempre a las complejidades exegéticas. Y, sin embargo, han sido ellos los que mejor la han comprendido»[7].

Llegados a este punto, no se encuentra fuera de lugar recalcar una verdad tan básica como silenciada por el espíritu ecumaníaco que ha poseído a la Iglesia desde el Vaticano II. Continua el cardenal Ratzinger: «Debemos tener el valor de repetir con toda claridad que, tomada en su totalidad, la Biblia es católica. El aceptarla tal como está, en la unidad de todas sus partes, significa aceptar a los grandes Padres de la Iglesia y la lectura que ellos hicieron; y, por lo tanto, significa entrar en el catolicismo. Esta afirmación es compartida por muchos exegetas protestantes contemporáneos, por ejemplo, uno de los discípulos predilectos del luterano Rudolf Bultmann, Heinrich Schiler. Este, llevando hasta sus lógicas consecuencias el principio protestante de la Sola Scriptura, ha visto que el catolicismo está ya en el Nuevo Testamento, porque en él se encuentra ya el concepto de una Iglesia viviente a la que el Señor le ha dejado su palabra viva»[8].

Casi la práctica totalidad de las distintas ediciones de la Biblia que circulan actualmente entre fieles y clérigos adolecen de la falta de un importante requisito previo: la explicación de la naturaleza de la inspiración divina y de la interpretación bíblica. Dichos editores dan por sentados conceptos básicos que los lectores desconocen y aunque el sensus fidei supla en muchas ocasiones, en absoluto sobraría una sintética exposición de la doctrina de siempre con el fin de evitar que la libre interpretación de la Escritura protestante siga infiltrándose en la mente y el corazón de los católicos. La benemérita y en modo alguno desfasada edición de la Biblia Nácar-Colunga, con su firme fidelidad a los textos originales griegos y hebreos y a la Biblia católica oficial de la Iglesia desde siglos: la obra de San Jerónimo conocida como la Vulgata; con su bella y armónica traducción castellana, incluía una «Introducción general» tan válida como útil[9].

Y esto no a pesar del paso del tiempo desde su primera edición hace setenta y cinco años, sino precisamente debido al retroceso que en las ciencias bíblicas se ha producido en las últimas cinco décadas como causa de un estudio escriturístico donde ha tenido la primacía una pretendida supremacía pseudocientífica del modernismo, que ha desplazado el conocimiento de la fe transmitido por la Tradición[10]. De la mano del Magisterio católico pasemos ahora a trazar una apretada introducción de la enseñanza de la Iglesia referente a la Sagrada Escritura.

  1. La doctrina católica sobre la inspiración, en estricta lógica no cabe otra

2.1. Santo Tomás de Aquino

El teólogo más grande de la historia del cristianismo parte de que la inspiración bíblica es un carisma sobrenatural concedido por Dios a ciertos hombres en el seno del pueblo de Dios, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, con la misión de consignar por escrito y con validez universal y pública aquellos misterios de Dios y de su intervención en la historia de la salvación que Dios ha querido que fuesen de este modo entregados a la Iglesia para causa de nuestra salud y santificación[11].

Distingue en el instrumento humano una doble actividad[12]. La activi­dad propia del instrumento, que le co­rres­ponde según su «forma» ‑por ejemplo, a una tiza el dejar una marca blanca en la pizarra‑, y la actividad ins­trumen­tal, según la cual actúa movido por el agente prin­cipal que lo emplea para su acción ‑escribir una frase sobre una piza­rra‑. De modo que la ac­ción total del instrumento ‑la tiza‑ viene constituida por su propia acción y por la ac­ción de quien lo utiliza ‑el profesor‑. De hecho, cuando un agente principal desea producir un efecto de­termi­nado, elige el instrumento más ade­cuado, según su «virtud propia» para que produzca el efecto deseado ‑para escribir en una pizarra se busca una tiza y no una pluma estilográfica‑. Una vez realizada la acción, el efecto ‑la frase escrita en la pi­zarra‑ debe atribuirse todo él principalmente al agente, pero secunda­riamente tam­bién todo él al instru­mento ‑ya que, sin él, el agente no ha­bría realizado su ac­ción: no se puede escribir con un dedo sobre una piza­rra limpia‑.

Por lo tanto, la acción final no está configurada sólo por el agente prin­cipal (Dios), sino también por las cualidades propias del instrumento (el autor sagrado). Además, tanto el agente como el instrumento han intervenido en toda la operación y han dejado su huella en la acción y en el producto de ésta[13].

Trasladando estas consideraciones al caso de que el agente prin­cipal es Dios, y el instrumento es libre e inteli­gente, el hagiógrafo, se puede hablar de una cooperación análoga, aunque elevada a un plano superior[14]. Las conse­cuencias de la aplicación de este modelo son impor­tantes: el producto de la ac­ción conjunta, el libro sagrado se ha de atri­buir, todo él y todas sus partes, principalmente a Dios, agente princi­pal, pero también todo él y todas sus par­tes, secundariamente, al escri­tor sagrado como instrumento movido por el agente principal[15]. En el li­bro quedarán plas­madas las huellas de la «acción propia» del instru­mento ‑el modo de escribir propio de cada autor sagrado‑ y las de su «acción instrumental» ‑el texto trasmite un mensaje divino‑. Pío XII enseña que: «el hagiógrafo, al escribir el libro sagrado, es el instrumento del Espíritu Santo, pero un instrumento dotado de razón»[16].

En cada caso, Dios ha elegido el hagió­grafo que, por sus cualidades humanas, fuera el más ade­cuado para lo que de­seaba trasmitir en cada texto. En todo el proceso de ejecu­ción la «acción propia» del instru­mento no ha dejado de ejercitarse, se­gún su propia capa­cidad, pero movida ésta por Dios, que es el agente princi­pal. De modo que el texto es­crito es fruto de la acción con­junta de Dios y el hagiógrafo que han actuado simultáne­a­mente, aunque de distinto modo. No existe una parte del texto que per­tenezca exclusi­vamente al hagiógrafo, ni ninguna que pertenezca exclu­si­vamente a Dios. Ambos son verdaderos autores de todo, aunque en planos distintos[17].

2.2. Catecismo de la Iglesia Católica

a) Autoría divina

«Dios es el autor de la Sagrada Escritura. Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo»[18]. El Catecismo recoge así la enseñanza de Dei Verbum y la amplía con el magisterio pontificio precedente: Providentissimus Deus de León XIII (1893), Spíritus Paraclitus de Benedicto XV (1920) y Divino afflante Spiritu de Pío XII (1943)[19].

b) Inspiración divina

«Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos, de modo que, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieran por escrito todo y sólo lo que Dios quería»[20].

c) Inerrancia

«Los libros inspirados enseñan la verdad sólidamente, fielmente y sin error para salvación nuestra»[21]. Como es el caso de la relación entre Verbum Dei incarnatum y Verbum Dei scriptum de la que habla Pío XII: «[…] igual que el Verbo substancial de Dios se ha hecho semejante a los hombres en todo, excepto en el pecado, las palabras de Dios expresadas en lenguaje humano, se han hecho semejantes al lenguaje humano en todo, salvo en el error. En esto consiste la condescendencia de la Providencia»[22]. Dios, al dirigirse a los hombres tiene en cuenta su pequeñez y condesciende con sus modos de decir, su lenguaje ordinario, sus palabras y, dentro de los razonables límites, con su modo de sentir y pensar. Las parábolas de Jesucristo son un excelente ejemplo de ello.

  1. El nudo gordiano: la correcta interpretación de la Biblia

3.1. Conceptos fundamentales previos

a) La Biblia es literatura

Lo que quiere decir, que utiliza formas, géneros y técnicas literarias para trasmitir su significado[23]. Si no se comprende cómo funcionan esos géneros literarios no podrá entenderse adecuadamente lo que los autores inspirados querían que entendiéramos en esos libros. «Dios habla al hombre a la manera de los hombres. Por tanto, para interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras»[24].

b) El marco histórico de los libros más recientes del Nuevo Testamento data de dos mil años y los del Antiguo Testamento de hace casi cuatro mil[25]

Por consiguiente, resulta una evidencia que los autores de los textos sagrados no escribían de la misma forma que lo hacían los autores modernos[26]. Lo cual no significa que lo hicieran peor que en la actualidad, sino más bien todo lo contrario, no hay más que pensar en los clásicos de la literatura antigua como la Ilíada o la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, las tragedias de Sófocles, las fábulas de Esopo o el teatro de Plauto. De la época medieval tenemos, entre otras muchas obras imperecederas, la impresionante Divina Comedia de Dante, donde comparecen abundantes personajes de la Biblia[27]; de la época moderna Don Quijote de la Mancha de Cervantes o Hamlet de Shakespeare. Más cercanas a nosotros tenemos la obra monumental Guerra y paz de Tolstoi, Orgullo y prejuicio de Jean Austen o Crimen y castigo de Dostoievski.

Idealizar el presente y exorcizar el pasado conduce al páramo cultural de la mayor parte de la literatura actual, dirigida a no ser más que un simple y superficial objeto de consumo pasajero. Lo mismo podría decirse si comparamos las obras de espiritualidad que hoy se encuentran de moda, y que en su mayoría no van más allá del emotivismo o el psicologismo, con las grandes obras de los doctores de la Iglesia: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, San Juan Crisóstomo, San Bernardo o San Francisco de Sales, entre otros. Exactamente lo mismo sucede en el campo de la filosofía y la teología donde se ha abandonado al gran maestro perenne y Doctor de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, por una serie de autores modernos que se creen más sabios que él y cuyas enseñanzas no son más que un mero desarrollo; bien del gnosticismo, como en el caso de Karl Ranher y sus discípulos como Ruiz de la Peña; bien del neoplatonismo panteísta de Henri de Lubac y Von Balthasar; o bien del nominalismo protestante como Walter Kasper[28].

A fin de entender lo que querían decir los hagiógrafos es necesario comprender la forma en que ellos veían el mundo[29]. «Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los “géneros literarios” usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. Pues la verdad se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, profética o poética»[30].

c) La regla de oro: la lectura en la fe de Iglesia

«La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo espíritu con que fue escrita»[31]. «El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, ha sido encomendado sólo al Magisterio de la Iglesia»[32]. Sin embargo, dicho Magisterio, al igual que el oficio papal, no es absoluto: «El Magisterio no está por encima de la Palabra de Dios sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido»[33], no obstante, el Magisterio sí que está por encima de las interpretaciones de la Palabra de Dios, pues determina si son o no compatibles con el sentido de la misma Palabra[34].

3.2. Criterios para una lectura eclesial

a) La unidad de la Escritura que es exigencia de su origen divino

«Prestar una gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura. Por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón abierto desde su Pascua»[35].

b) Las dos fuentes de la divina revelación

«Leer la Escritura en la Tradición de toda la Iglesia, pues ella encierra en su Tradición la memoria viva de la palabra de Dios, y el Espíritu Santo le da la interpretación espiritual de la Escritura»[36]. En realidad, la fuente primaria de la Biblia no es otra que la Tradición, pues la revelación neotestamentaria se ha llevado a cabo, no caída del cielo sobre unos autores aislados, sino dentro del cuerpo de la Iglesia que trasmite la Palabra de Dios en plenitud[37].

c) «Estar atento a la analogía de la fe, es decir, la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la revelación»[38]

«La santa Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio, según el plan de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas»[39].

  1. Leer la Escritura en su verdadero sentido o según los criterios personales

4.1. El sentido literal

«Se pueden distinguir dos sentidos de la Escritura: el sentido literal y el sentido espiritual; que se subdivide en sentido alegórico, moral y anagógico. La concordancia profunda de los cuatro sentidos asegura toda su riqueza a la lectura viva de la Escritura en la Iglesia»[40].

Este es el criterio fundamental, se trata del sentido que tienen las palabras de la Escritura según la intención del autor inspirado, por lo que es necesario saber en qué momento el autor está escribiendo de forma simbólica o metafórica. Siendo fruto de la inspiración, dicho sentido es también querido por Dios, autor principal. Por ejemplo, el Apocalipsis describe el cielo en términos simbólicos con candelabros y copas llenas de perfume, es decir, el autor sagrado describe el cielo en términos que a un lector del siglo primero le resulten familiares[41]. Por lo tanto, el sentido literal del Apocalipsis no son sólo los símbolos, sino también el significado de los símbolos[42]. Del mismo modo ocurre en los dos relatos de la creación del Génesis, donde no podemos precipitarnos en dos errores que, aunque aparentemente sean antagónicos, parten de la misma fuente[43].

a)Por una parte, el interés del hagiógrafo no recae tanto en explicar científicamente cómo se llevó a cabo la creación, no estaba interesado en las fuerzas físicas o en los mecanismos que intervinieron en ella; lo que les corresponde más estudiar a las ciencias físicas empíricas.

b)Por otra parte, tampoco puede sostenerse que sea una simple fábula, sino que narra una historia con una intención doctrinal. Si no se mantiene esta afirmación se acabará cayendo, o bien en la «teoría de la doble verdad» de los averroistas[44], según la cual existe una verdad para la razón y otra para la fe, que pueden ser contradictorias entre sí, de modo que es posible considerar verdaderos, simultáneamente, un enunciado al que se llega mediante la investigación filosófica y su contrario, que contiene un precepto de fe; o bien en la contraposición de la fe a la razón como en el caso del fideísmo de Lutero[45].

De ahí que el sentido literal consista en: «El significado por las palabras y descubierto por la exégesis[46] que sigue las reglas de la justa interpretación»[47]. De ahí que enseñe Santo Tomás: «Todos los sentidos de la Sagrada Escritura se fundan sobre el sentido literal»[48]. Literal es distinto de literalista, como también lo es nacional de nacionalista o pacífico de pacifista. Por lo tanto, se puede hablar de:

a)Sentido literal propio

Cuando las palabras se utilizan en su significado obvio y original. Por ejemplo, la adoración de los Magos: «Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre, y postrándose, le adoraron; abriendo luego sus cofres le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra»[49]. «Y llegados al lugar llamado Calvario le crucificaron»[50].

b)Sentido literal impropio o metafórico

Ejemplos del lenguaje coloquial: «llover a cántaros» «muerto de frío» o «la primavera de la vida». Ejemplos de la Biblia: Dios forma a Eva de la costilla de Adán, nos indica la igual dignidad entre hombre y mujer y su necesaria complementariedad hasta hacerse «una sola carne» por medio del matrimonio[51]. «He ahí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»[52], cordero asume el significado derivado o trasladado de víctima inocente que se ofrece en sacrificio; de ahí el empleo de la palabra «Hostia», pues la Santa Misa es primariamente un sacrificio[53].

c)Sentido pleno

Está contenido en las palabras, pero es conocido solo por Dios y, por consiguiente, desconocido por el hagiógrafo. Este sentido se pone de manifiesto a la luz de la Revelación posterior: por el uso que el Nuevo Testamento hace del Antiguo Testamento; por la verificación de las profecías, sobre todo de la Revelación hecha por Cristo y por el modo en que los textos bíblicos han sido comprendidos por la Tradición.

No se trata del hecho de que Dios haya querido expresar un sentido literal desvinculado del que tiene el hagiógrafo, sino de un sentido más amplio y profundo, de una mayor riqueza de contenido, que prolonga el mensaje querido por el hagiógrafo en una línea de continuidad, por lo que se ha de suponer que también pertenece a la intencionalidad del autor humano. Entendida de este modo, se puede afirmar que la noción de sentido literal pleno fue ciertamente conocida en la antigüedad cristiana. Los Padres de la Iglesia, hablaban con frecuencia de un contenido más profundo de los textos y de las palabras de la Biblia; contenido que se debía descubrir considerando el texto a la luz de la revelación posterior[54].

León XIII comenta al respecto: «Tratándose de libros cuyo autor es el Espíritu Santo, en sus palabras se ocultan un enorme número de verdades que superan en gran medida la fuerza y la agudeza de la razón humana, como son los misterios divinos y muchas otras cosas que con ellos se relacionan; además, su sentido es, a veces, más amplio y recóndito de lo que parecen expresar las palabras e indican las leyes de la hermenéutica. Y ciertamente, su sentido literal oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para ilustrar los dogmas y otras para inculcar preceptos de vida práctica; por lo cual no puede negarse que los libros sagrados se hallan envueltos en cierta oscuridad religiosa, de manera que nadie puede sin guía penetrar en ellos»[55].

4.2. El sentido espiritual

Añade una mayor riqueza de significado pues: «Gracias a la unidad del designio de Dios, no solamente el texto sino también las realidades y los acontecimientos de que habla puede ser signos»[56]. La realidad o acontecimiento que se significa se denomina «tipo», «imagen» o «figura»; la realidad significada «antitipo»; la relación entre ambas se llama «tipología»[57]. Sin embargo, si no se basa en el sentido literal fácilmente se llega a las más absurdas y peregrinas elucubraciones de la fantasía[58]. Se subdivide en:

a)Alegórico o típico

«Podemos adquirir una comprensión más profunda de los acontecimientos reconociendo su significación en Cristo». Jesús considera la serpiente de bronce levantada en el desierto por los israelitas como signo de su crucifixión[59], la permanencia de Jonás en el vientre del pez como figura de su permanencia en el sepulcro[60], el maná del desierto como figura de la Eucaristía[61], etc. Se trata de la llamada «lectura canónica»[62].

b)Moral o tropológico

«Los acontecimientos narrados en la Escritura pueden conducirnos a un obrar justo, pues fueron escritos «para nuestra instrucción»[63]. Nos enseña a aplicar en nuestra vida las virtudes y a rechazar los vicios que encontramos en el texto sagrado. Esto no significa, ciertamente, que la conducta de los personajes de la Biblia sea siempre ejemplar y santa, pues objeto de la inspiración no son las acciones de los personajes bíblicos sino el juicio que sobre ellas hace el autor inspirado[64]. La santidad bíblica significa que existe una conformidad entre la ley moral y el juicio implícito o explícito del hagiógrafo sobre los actos, palabras y sentimientos del personaje del que habla o del ambiente social que describe, de tal modo que siempre aprueba el bien y denigra el mal[65]. Por ejemplo, Dios manifiesta su pedagogía divina con la ley del talión que supone un avance de la moralidad al limitar el deseo de venganza[66]. Sin embargo, solo en el Nuevo Testamento alcanzará su culmen de perfección la normativa moral poniendo «la otra mejilla»[67], como proclama Jesucristo en el sermón de la montaña[68].

c)Anagógico[69]

«Podemos ver realidades y acontecimientos en su significación eterna, que nos conduce hacia nuestra Patria»[70]. Los acontecimientos que contemplamos en la Escritura apuntan a lo que veremos en el cielo, a través de lo visible llegamos a entender lo invisible y así se fortalece la esperanza teologal[71].

 

  1. Pero ¿cómo hemos llegado a esto? Por el modernismo

Quienes culpan, de forma maniquea, al concilio Vaticano II de todos los males contemporáneos de la Iglesia carecen por completo de perspectiva histórica pues los males venían incubándose desde hacía varias décadas. Sin embargo, resulta más que una anécdota que durante la oleada de deserciones en el ministerio sacerdotal durante los veinte años siguientes al Vaticano II, entre los sacerdotes que se habían especializado en los estudios bíblicos, fueran abrumadoras tales defecciones.

En 1907, el gran Papa San Pío X, con la encíclica Pascendi y el decreto Lamentabili, condenó la distinción entre exégesis teológico pastoral y exégesis científico-crítica[72]. Reafirmó el principio según el cual la interpretación auténtica de la Sagrada Escritura compete al Magisterio de la Iglesia y no a los exégetas, indicó las líneas de auténtica renovación de los estudios bíblicos a través de la creación del Pontificio Instituto Bíblico, en 1909, encomendado a la Compañía de Jesús. Esta institución se conformaba como un contrapeso a la Escuela Bíblica de Jerusalén del padre Marie-Joseph Lagrange O.P. (1855-1938), al que no hay que confundir con uno de los mayores teólogos tomistas del siglo XX, Reginald Garrigou-Lagrange O.P[73]. Asimismo, San Pío X, promovió en los seminarios una reforma de los estudios que atribuía un papel relevante a la espiritualidad bíblica del clero[74].

Sucesivamente, la encíclica Spiritus Paraclitus de Benedicto XV en 1920, dedicada a San Jerónimo como modelo de la exégesis católica, reafirmó la divina inspiración y la inmunidad de todo error en los libros sagrados y condenó la teoría de las «apariencias históricas» que había defendido Lagrange. Los orígenes del movimiento bíblico posmodernista se remontan a los comienzos de los años veinte, cuando apareció en Alemania el nuevo método de «historia de las formas» gracias a los libros de los protestantes Martin Dibelius y Rudolf Bultmann. Esta corriente, que condicionó fuertemente los estudios exegéticos de los años sucesivos, sobre todo en el área centroeuropea, pretendía explicar de manera racionalista la vida de Cristo. Concebía la formación de los textos evangélicos como fruto, no de escritores concretos o de determinadas fuentes literarias, sino de una lenta elaboración anónima en el seno de las primeras comunidades cristianas.

En esos mismos años, el Pontificio Instituto Bíblico fue el centro de un progresivo deslizamiento de la exégesis hacia el método histórico. Fue decisiva la responsabilidad del padre Agostino Bea S.J. (1881-1968) quien entre 1930 y 1949 mantiene la posición clave de Rector del Instituto Bíblico. La exégesis histórica del Bíblico y de la Comisión Bíblica consideraba solamente el sentido literal de los libros sagrados, disociando los datos históricos de la reflexión teológica y espiritual. Sostienen que el estudio de la Sagrada Escritura habría de limitarse a la crítica textual de los textos bíblicos, a través del análisis literario y el estudio comparado de las múltiples ciencias auxiliares[75]. Recapitulando, estudiar la Biblia poniendo aparte la fe, es decir, olvidando que es un texto divino al que no es posible comprender con un análisis meramente humano por muy exhaustivo que este sea y que no aspira aprender y vivir la ciencia de Jesucristo, la santidad, sino simplemente llenarse de vana erudición humana.

El padre Bea empuñaba el reductivo método histórico contra los exegetas tradicionales, ridiculizando el sentido espiritual-alegórico en nombre de una presunta objetividad histórico-científica. De este modo se principió la inoculación en la Iglesia de una tendencia profundamente racionalista y modernista que daría pie a una auténtica dictadura intelectual en materia bíblica no tardando en contaminar otras disciplinas, empezando por la liturgia[76].

El método recomendado por la Iglesia era, sin embargo, el de partir del sentido literal sin limitarse al mismo. Así lo recordaba Benedicto XV, añadiendo el ejemplo de San Jerónimo: «que aconseja en muchas ocasiones no quedarse en el sentido literal, sino penetrar más a fondo, para descubrir el sentido divino, así como se busca el oro en el seno de la tierra. Aquello que conviene buscar, ante todo, en la Escritura es el alimento que nutra nuestra vida espiritual y la haga proceder por la vía de la perfección»[77].

Para combatir esa lectura desnaturalizada de la Sagrada Escritura, la obra de Scott Hahn posee el gran mérito de incluir al final de cada uno de sus capítulos, una adecuada selección de textos del Catecismo de la Iglesia Católica con los que el lector ubica cada una de las cuestiones bíblicas tratadas dentro de la Tradición y el Magisterio de la iglesia. De esta forma, es la misma fe católica, en su armónica totalidad, la que produce en el fiel la asimilación de su fundamental base bíblica. No se trata de un manual académico sino de todo un curso de formación bíblica integral que debería de ser obligatorio en todos los lugares donde se ofertan «cursos de Biblia». Es un instrumento ideal para catequistas, sacerdotes que deseen elaborar una sólida síntesis bíblica que enriquezca su oración y predicación y, en definitiva, para cualquier fiel que desee conocer la verdad y unidad de la Palabra de Dios.

[1] Scott Hahn-Jaime Socías, La fe cristiana explicada. Introducción al catolicismo, Edibesa, Madrid 2015.

[2] Scott Hahn, El alimento de la palabra, Nuevo Testamento y Eucaristía en la Iglesia primitiva, Rialp, Madrid 2014; Fe y revelación. Conocer a Dios a través de la Sagrada Escritura, BAC, Madrid 2015; Comprender las Escrituras, BAC, Madrid 2015.

[3] Cf. Joseph Ratzinger-P. Beauchamp-B. Costacurta-I. De la Potterie-K. Stock-A. Vanhoye, Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2003, 39.

[4] Cf. Roberto De Mattei, Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo legens, Madrid 2018, 336.

[5] Cf. Conferencia Episcopal Española, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del concilio Vaticano II, Madrid 2006, 5.

[6] El cardenal se refiere a la autodenominada «teología de la liberación», basada en una lectura comunista de la Biblia. Cf. Ricardo de la Cierva, Las puertas del infierno. La historia de la Iglesia jamás contada, Fénix, Madrid 1995, 808; La hoz y la cruz. Auge y caída del marxismo y la teología de la liberación, Fénix, Madrid 1996, 582 y 596; Historia esencial de la Iglesia Católica en el siglo XX. Asalto y defensa de la roca, Fénix, Madrid 1997, 342; Los signos del Anticristo. Iglesia, masonería y poderes ocultos ante el tercer milenio, Fénix, Madrid 1999, 163; Eduardo Vadillo Romero, Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación en Congregación para la Doctrina de la Fe. Documentos 1966-2007, BAC, Madrid 2008, 297 y 325.

[7] Joseph Ratzinger-Vittorio Messori, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 2005, 82-85.

[8] Ibíd., 182.

[9] Cf. Eloíno Nácar Fuster-Alberto Colunga Cueto, Sagrada Biblia, BAC, Madrid 1944, LIX-XC; Ignacio Schuster-Juan B. Holzammer, Historia bíblica. Exposición documental fundada en las investigaciones científicas modernas. Antiguo Testamento, Editorial litúrgica española, Barcelona 1932, vol. I, 1-9.

[10] Cf. Reginald Garrigou-Lagrange, Las fórmulas dogmáticas, Herder, Barcelona 1965, 7-15;  Manuel de Tuya-José Salguero Introducción a la Biblia. Hermenéutica bíblica. Historia de la interpretación de la Biblia. Instituciones israelitas, geografía de Palestina, BAC, Madrid 1967, vol. II, 251.

[11] La doctrina tomista la encontramos en el Tratado sobre la profecía: S. Th. II-II, q. 171-178; cf. Raphael Sineux, Compendio de la Suma Teológica, Tradición, México D.F.  1976, vol. II, 247;

[12] Cf. Manuel de Tuya-José Salguero, vol. I, 98.

[13] Cf. CEC, 74-83; 101-141; cf. Eduardo Vadillo Romero, El orden de las verdades católicas. Sugerencias para una síntesis teológica, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2010, 26.

[14] «La gracia no anula la naturaleza, sino que la eleva y perfecciona», S. Th. I q. 1, a. 1.

[15] Cf. Miguel Ángel Tábet-Benito Marconcini-Giovanni Boggio, Introducción al Antiguo Testamento. II. Libros proféticos, Palabra, Madrid 2009, 35; Fernando Milán, Libros proféticos, EUNSA, Pamplona 2017, 20.

[16] Pío XII, Divini afflante Spíritu, 1943, n. 19.

[17] Cf. Miguel Ángel Tábet, Introducción general a la Biblia, Palabra, Madrid 2009, 83.

[18] CEC, 105.

[19] Cf. Acción Católica Española, Colección de encíclicas y documentos pontificios, Junta Técnica Nacional, Madrid 1955, 740.

[20] Ibíd., 106; cf. Michael Schmaus-Alois Grillmeier-Leo Scheffczyk, Historia de los dogmas. La inspiración de la Sagrada Escritura, BAC, Madrid 1973, tomo I, cuaderno 3b, 8.

[21] Ibíd., 107; cf. 24-25; Miguel Nicolau, Iniciación a la Teología, Estudio Teológico de San Ildefonso, Toledo 1984, Javier Ibáñez-Fernando Mendoza, Introducción a la Teología, Palabra, Madrid 1989, 166.

[22] Pío XII, Divino afflante Spiritu, 1943, n. 20.

[23] Cf. Justo Collantes, La fe de la Iglesia Católica. las ideas y los hombres en los documentos doctrinales del Magisterio, BAC, Madrid 2001, 120.

[24] CEC, 109.

[25] Cf. Francisco Varo, Moisés y Elías hablan con Jesús. pentateuco y libros históricos: de su composición a su recepción en el Nuevo Testamento, Verbo divino, Pamplona 2016, 84.

[26] Cf. Miguel Ángel Tábet, Introducción al Antiguo Testamento. I. Pentateuco y libros históricos, Palabra, Madrid 2008, 40.

[27] Cf. José Morales, Leer y comprender la Biblia, Rialp, Madrid 2011, 252.

[28] Cf. Manuel de Tuya-José Salguero, Introducción a la Biblia. Inspiración bíblica. Canon. Texto. versiones, Madrid 1966, vol. I, 155; Cardenal José Siri, Reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo, CETE, Toledo 1981, 57 y 72; Ramón García de Haro, Historia teológica del modernismo, EUNSA, Pamplona 1972, 135; cf. Cornelio Fabro, La aventura de la teología progresista, EUNSA, Pamplona 1976, 114; Eduardo Vadillo Romero, Breve síntesis académica de Teología, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2009, 207.

[29] Cf. María B. Daiber, Manual de Estudios bíblicos católicos, Librería salesiana, Barcelona 1961, 49.

[30] CEC, 110.

[31] Ibíd., 111.

[32] Ibíd., 85.

[33] Ibíd., 86.

[34] Cf. Eduardo Vadillo Romero, Breve síntesis académica de Teología, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2009, 160.

[35] CEC, 112.

[36] Ibíd., 113.

[37] Cf. Brunero Gherardini, Vaticano II: una explicación pendiente, Peripecia, Larraya 2011, 119; Carlos Granados-Luis Sánchez Navarro, En la escuela de la Palabra. Del Nuevo al Antiguo Testamento, Verbo divino, Pamplona 2016, 84.

[38] CEC, 114.

[39] Ibíd., 95.

[40] Ibíd., 115.

[41] Cf. José Caba, Teología joánea. Salvación ofrecida por Dios y acogida por el hombre, BAC, Madrid 2007, 264; Scott Hahn, Comprender las Escrituras. Curso completo para el estudio de la Biblia, Midwest theological fórum, Illinois 2010, 525; Juan Chapa (Ed.), Introducción a los escritos de San Juan. Evangelio, Cartas y Apocalipsis, EUNSA, Pamplona 2011, 308; Juan Chapa-Pablo González Alonso, Escritos joáneos y cartas católicas, EUNSA, Pamplona 2018, 133.

[42] Cf. Leonardo Castellani, El Apocalipsis de San Juan, Homo legens, Madrid 2010, 103; Alfredo Sáenz, El Apocalipsis según Leonardo Castellani, Gratis Date, Pamplona 2005, 4.

[43] Cf. Francisco Varo, Pentateuco y libros históricos, EUNSA, Pamplona 2016, 32-37.

[44] Cf. Francisco Canals Vidal, Historia de la Filosofía medieval. Curso de filosofía tomista, Herder, Barcelona 1992, 167; Fraile-Urdanoz, Historia de la Filosofía. Filosofía judía y musulmana. Alta escolástica: desarrollo y decadencia, BAC, Madrid 2005, vol. II, tomo 2, 85; Giovanni Reale-Dario Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico. Antigüedad y Edad Media, Herder, Barcelona 2010, vol. I, 466; Historia de la Filosofía. De la antigüedad a la Edad Media. Patrística y Escolástica, vol. I, tomo 2, 198; Josep-Ignasi Saranyana, Breve historia de la Filosofía medieval, EUNSA, Pamplona 2010, 74; Frederick Copleston, Historia de la Filosofía. De la Grecia antigua al mundo cristiano, Ariel, Barcelona 2011, vol. II, tomo 2, 166; Rafael Gambra, Rialp, Historia sencilla de la Filosofía, Madrid 2016, 154; Anthony Kenny, Breve historia de la Filosofía occidental, Paidós, Barcelona 2018, 185.

[45] Cf. Ricardo García Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, BAC, Madrid 1969, 104; Martín Lutero. En lucha contra Roma, BAC, Madrid 2017, vol. II, 392; José Ramón Ayllón-Marcial Izquierdo-Carlos Díaz, Historia de la filosofía, Ariel, Barcelona 2012, 148; Ángela Pelliccari, La verdad sobre Lutero, Voz de papel, Madrid 2016, 26-27.

[46] Exeghéomai: guiar, conducir, explicar, exponer, interpretar. Cf. Carlos Granados -Agustín Jiménez (Eds.), Biblia y ciencia de fe, Encuentro, Madrid 2007, 120.

[47] CEC, 116.

[48] S. Th. I q. 1, a. 10.

[49] Mt 2, 11.

[50] Lc 23, 33; cf. Francisco Varo, Rabí Jesús de Nazaret, BAC, Madrid 2007, 188-190.

[51] Gn 2, 21-14

[52] Jn 1, 29.

[53] CEC, 1367; Concilio de Trento, Ses. XXIIª, Doctrina del Santo Sacrificio de la Misa c. 2: DS 1743.

[54] Cf. Francisco Varo, Las claves de la Biblia, Palabra, Madrid 2007, 25.

[55] León XIII, Providentissimus Deus, n. 12.

[56] CEC, 117.

[57] Cf. García M. Colombás, La lectura de Dios. aproximación a la lectio divina, Monte Casino, Zamora 1995, 62.

[58] Cf. Miguel Ángel Tábet, Introducción al Antiguo Testamento. III. Libros poéticos y sapienciales, Palabra, Madrid 2007, 148; Gonzalo Aranda Pérez-Diego Pérez Gondar, Libros poéticos y sapienciales, EUNSA, Pamplona 2017, 100.

[59] Jn 3, 14.

[60] Mt 12, 40.

[61] Jn 6, 31-49.

[62] Benedicto XVI, Verbum Domini (2010) 39.

[63] 1 Cor 10, 11.

[64] Cf. Maximiliano García Cordero, Teología de la Biblia. Antiguo Testamento, BAC, Madrid 1970, vol. I, 622.

[65] Cf. Antonio Fuentes Mendiola, Qué dice la Biblia. Guía para entender los Libros Sagrados, EUNSA, Pamplona 2005, 60.

[66] Ex 21, 23-25; Lev 24, 18-20; Deut 19,21; cf. Salvador Muñoz Iglesias, Comentario al Evangelio según San Mateo, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1998, 72-73; Luis Sánchez Navarro, Testimonios del Reino. Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, Palabra, Madrid 2010, 178; Pablo M. Edo, Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 2016, 79.

[67] Mt 5, 38-42.

[68] Mt 5, 38-48; cf. José Mª Casciaro, Jesús de Nazaret, Alga, Murcia 1994, 122.

[69] Anagó: conducir, subir, levantar.

[70] CEC, 1817-1821.

[71] Cf. Josef Pieper, Sobre la esperanza, Rialp, Madrid 1953, 37; Santiago Ramírez, La esencia de la esperanza cristiana, Punta Europa, Madrid 1960, 205; Thomas Pegues, Catecismo de la Suma Teológica, Homo legens, Madrid 2011, 216.

[72] Cf. Fernando Guerrero (Ed.), El Magisterio pontificio contemporáneo, BAC, Madrid 1996, vol. I, 62; Javier Paredes (Dir.), Diccionario de los Papas y concilios, Ariel, Barcelona 1998, 477-479.

[73] Casi la práctica totalidad de sus obras han dejado de reeditarse en español, hecho sintomático de la decadencia teológica instalada en la Iglesia después del Vaticano II. Algunas de las más importantes son: Dios. La existencia de Dios. Solución tomista de las antinomias gnósticas, Palabra, Madrid 1980, 2 vols.; El sentido común. La filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas, Palabra, Madrid 1980; La providencia y la confianza en Dios, Palabra, Madrid 1980; Las tres edades de la vida interior, Palabra, Madrid 2007, 2 vols.; La unión del sacerdote con Cristo sacerdote y víctima, La hormiga de oro, Barcelona 2001.

[74] Cf. Además de los documentos citados, el motu proprio Prestantia Scripturae Sacre (AAS, 40, 1907, 723-726), que reconocía el carácter normativo, en el plano doctrinal, a numerosos decretos y respuestas de la Pontificia Comisión Bíblica.

[75] Cf. Roberto De Mattei, Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo legens, Madrid 2018, 44-46.

[76] Cf. Romano Amerio, Iota Unum. Estudio de las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX, Criterio, Madrid 2003, 413.

[77] Cf. Salvador Muñoz Iglesias (Ed.), Doctrina pontificia. Documentos bíblicos, BAC, Madrid 1956, vol. I, 414.

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