PUBLICIDAD

Los obispos de Orense en el siglo XIX (II)

|

La revista orensana Diversarum Rerum me ha publicado, en dos números, un trabajo sobre los obispos de Orense en el siglo XIX. Supongo que por la extensión, la segunda entrega salió sin notas. No cabía suponer un plagio pues todo lo que era de otros autores estaba entrecomillado pero no se sabía la procedencia. Para corregir eso y para que otros lectores que desconozcan la revista orensana puedan leerlo, si les ineresara, lo traeré al Blog, dividiéndolo por obispos

Dámaso Iglesias Lago (1818-1840)

El sucesor de aquella inmensa figura de la Iglesia hispana y no digamos ya de la auriense, fue un gallego nacido en Redondela, provincia de Pontevedra y diócesis de Tuy, el 30 de agosto de 1768[1]. Aunque era imposible ni siquiera aproximarse a lo que fue el cardenal Quevedo, Orense recibirá en Iglesias a un muy digno pastor que la regirá por más de veinte años y en tiempos sumamente difíciles para la Iglesia.

Doctor en Teología por la Universidad de Santiago[2] será canónigo magistral de Orense de 1794 a 1816 donde tuvo en el obispo de la diócesis un extraordinario maestro para el gobierno del obispado en el que había sido uno de los colaboradores más próximos a Quevedo[3]

En Orense actuó como “sacerdote celoso y caritativo” encargándole Quevedo la enseñanza de Instituciones Teológicas en la cátedra de Prima del Seminario. Actuando también de examinador sinodal y de vocal y vicepresidente de la Junta de Armamento y Defensa de Orense de 1811 a 1813, en los azarosos tiempos de la guerra contra Francia, dando muestra de “su constante adhesión al Rey y a la Nación y su zelo por la buena causa”[4] .

En 1816 obtiene la dignidad de canónigo cardenal en el cabildo compostelano[5]. Y en Santiago “mereció el dictado de “cardenal limosnero” debido a la abundante actividad caritativa desplegada en los años 1817 y 1818”[6].

No puede sorprender que con ese curriculum fuera tenido en consideración para las vacantes episcopales que se produjeran y así fue designado en 1818 para Orense, diócesis que tan bien conocía y que había quedado vacante por el fallecimiento de quien tantos años había sido su obispo Don Pedro de Quevedo y Quintano, cardenal de la S.R.I.[7]

Fue consagrado, hoy se dice ordenado, en la catedral compostelana el 14[8] o el 19[9] de marzo de 1819 por el obispo de Tuy, Juan García Benito, asistido de los obispos de Lugo y Mondoñedo, José Antonio Azpeitia y Bartolomé Cienfuegos.

. Muy pocos meses después, el 4 de julio de ese mismo año de 1819 tenía lugar otra ceremonia que parecía un cambio de cromos de la ordenación de Iglesias Lago. La catedral era esta vez la de Lugo donde su obispo, José Antonio Azpeitia ordenaba como obispo de Tudela a su hermano Ramón María siendo en esta ocasión los asistentes los obispos de Mondoñedo y Orense, Cienfuegos e Iglesias. Será la única ordenación episcopal en la que el orensano participe aunque hay que tener en cuenta que rotas las relaciones de España con Roma, en el Trienio Liberal y tras la muerte de Fernando VII, durante muchos años en España no se dieron esas ceremonias.

Muy poco después de asumir el obispado de Orense el Trienio Liberal interrumpe la pacífica situación eclesial de la restauración fernandina e Iglesias Lago da en esa difícil coyuntura muestras de valor acreditado.

Sus nulas simpatías por la sublevación de Riego quedaron de manifiesto por el hecho de que   una vez producida la insurrección en La Coruña “dirigió a sus diocesanos una exhortación para precaverlos de la seducción que intentaban los revoltosos y manifestarles la obligación en la que se hallaban de ser obedientes a su Rey”. Otro autor lo precisa más: “El obispo de esta ciudad dirigió una pastoral a los alcaldes y párrocos con objeto de fomentar la resistencia al movimiento revolucionario”[10]. Es, sin embargo, Moliner Prada quien nos da una versión más extensa de la actuación del obispo prácticamente recién inaugurado:

“El obispo de Orense en una pastoral fechada el 3 de marzo (1820) invitó a las autoridades civiles y eclesiásticas a desobedecer los dictámenes de la Junta gallega (de La Coruña): “Unos pocos hombres mal hallados con la paz, con la tranquilidad, con el orden, tratan de desorganizarlo todo, de separarse de la obediencia a las leyes establecidas, de nuestro legítimo Soberano, se han erigido en autoridad en la ciudad de La Coruña, dispusieron, y han puesto arrestadas las que había por el Rey, ya militares, ya políticas, y dirigen órdenes a las demás capitales del Reyno, como dueños de un Gobierno que por ningún título les pertenece (…)

Pues es bien sabido que una revolución o levantamiento contra la Autoridad legítima, no sólo es un mal político, sino moral, no sólo se opone al buen orden público y civil, sino al religioso, no sólo acomete a los bienes temporales, y a la vida del cuerpo, sino también la del alma, que es efecto del pecado mortal; y nadie puede dudar que este levantamiento contra la expresa voluntad de nuestro legítimo Soberano y nuestras Leyes, es grave y gravísimo[11]

El simple acatamiento al poder constituido, tantas veces esgrimido por tirios y troyanos, no es regla áurea de nada aunque ciertamente deba ser considerado. España es la patria del jesuita Mariana, referencia obligada ante tantos acatamientos que exigen siempre un cabal discernimiento y no un asentimiento beocio.

No traemos aquí la postura de Iglesias Lago al respecto como paradigmática porque no es regla moral indubitable. El derecho divino de los reyes, también objetado desde España frente a excesos jacobitas, posiblemente fuera en esos días, y más tras la experiencia gaditana tan poco grata a la Iglesia, de aceptación numerosa entre nuestros obispos. Sin entrar en consecuencias que la inmensa mayoría rechazarían. En el testimonio de Iglesias Lago pesaría todo eso y lo que se quiera. No le traigo en apoyo de una tesis que personalmente no profeso, mi respeto al poder constituido es muchísimo más impuesto que cordial pues el afecto personal en tantos casos es totalmente inexistente, sino simplemente como muestra de nula simpatía por el movimiento insurreccional. Y no se le puede negar su clarividencia en la oposición a lo que iba a resultar ser totalmente lesivo para con la Iglesia.

Al aproximarse las tropas sublevadas a Orense el obispo se refugió en San Pedro de Tourem, parroquia de su obispado pero sita en el vecino Portugal[12], que ya hemos visto había servido también de asilo a su inmediato antecesor, Quevedo, en análogas circunstancias de triunfo liberal.

“Fue obligado a presentarse en La Coruña a dar razón de su pastoral, cuyo contenido sostuvo con firmeza; por lo que fue espiado después continuamente y se encargó a las autoridades celasen su conducta. Dos veces le impidieron la visita de la diócesis, le arrancaron de su catedral varios prebendados y causaron otras vejaciones. Receloso de no comprometer su conciencia, hizo varias representaciones sobre las innovaciones eclesiásticas, que fueron desatendidas, como las de los demás Prelados. A unas no recibió contestación y a otra se le dijo era extraño el que un Obispo en el año de 1822 se explicase y apoyase en unas doctrinas que la ilustración del siglo miraba como ultramontanas. No satisfecho con haberse puesto de acuerdo con los Superiores de las órdenes Regulares que había en su diócesis, acudió a Su Santidad para obtener las facultades y jurisdicción sobre ellos. Heredero de la silla y virtudes del Excelentísimo Señor Quevedo y Quintano, ha sostenido los derechos de la Iglesia y el honor de su Clero, como lo manifiestan sus Exposiciones que iremos publicando”[13]

La introducción a su figura que nos hace la Colección Eclesiástica no puede ser más elogiosa pero ahondaremos en testimonios de Iglesias que confirman su carácter de firme defensor de los derechos de la Iglesia.

El 8 de octubre de 1820 dirige al Rey una Exposición para que no sancione el proyecto de Regulares con el que el liberalismo volvía a arremeter y ahora con más dureza que en su etapa gaditana contra los religiosos españoles en un anticipo de lo que iba a ser la desamortización general que llegaría a la muerte de Fernando VII.

Así se expresa Iglesias Lago:

“Meditando en fin el obispo lo que debe a Dios, a la Iglesia, a V. M. y a toda la Nación, cree preciso dirigirse a V. M. con toda la sumisión y respeto que corresponde y representarle que antes de dar su real sanción al citado artículo (el primero, que dispone queden abolidas las Órdenes monacales[14]) y los más aprobados ya, con todo lo perteneciente a reforma de los Ministros del santuario, tenga a bien oír primero y consultar la voz de la Iglesia sobre estos puntos, a la que parece no se la puede privar del derecho que tiene a tomar parte en todo lo que pertenezca a reforma de sus Ministros, como siempre lo han reconocido y hecho los augustos Abuelos y ascendientes de V. M.”[15]

El regalismo, tan propio del absolutismo, era adoptado por los liberales todavía con mayor celo hasta el punto de llevar a la Iglesia a una situación de extrema gravedad que se iba a prolongar, con cumbres y valles, por muchos años.

Continúa Iglesias:

“No se mete el Obispo a tratar de lo que puede la potestad civil. Hablen sobre esto otros Prelados de más luces; pero le basta saber que no todo lo que absolutamente se puede hacer es siempre lícito o conveniente y que se debe oír a la Iglesia en lo que la pertenece y que por falta de esta sumisión y respeto tan debido a una madre que se desvela por el bien de sus hijos, ha caído en errores y precipitado a muchos hombres de grandes luces que se levantaron con un partido capaz de trastornar la creencia de un Reino o de un gran pueblo, como hemos visto en casi todos los siglos”[16]

El Obispo expone con toda precisión el alcance de las medidas que se proyectan:

“Abolidos enteramente los Monacales y algunos otros, extinguidos los conventos de los demás Regulares que no tengan un cierto número de individuos, promovidas por el Gobierno las secularizaciones y prohibida la profesión de los novicios y la admisión de otro ninguno, aunque con la adición de por ahora, es de inferir que dentro de pocos años quedará extinguido enteramente en España el estado Regular de uno y otro sexo. Si a esto se añade el minorar y fijar cierto número de eclesiásticos seculares, el edificio se irá desmoronando y llegará a caer por falta de ministros que lo sostengan”[17].

La intención del obispo de Orense, según afirma, no es otra que “el bien de la Religión santa que profesamos y el esplendor del reinado de V, M, por quien hemos suspirado tanto y hecho todos los sacrificios que pudimos para sentarle en el Trono que por tantos títulos le era debido”[18].

Incluso manifiesta al Rey, de modo elegante, los méritos de la Iglesia en la reposición de Fernando en el trono. Pero el obispo se equivocaba de destinatario. No era el Deseado quien buscaba la extinción de los Regulares. A él se la imponían igual que a la Iglesia.

Así como durante las Cortes de Cádiz la gran figura eclesial fue el obispo de Orense Don Pedro de Quevedo y Quintano una vez llegado el Trienio la cabeza moral del episcopado español fue el arzobispo de Valencia Fray Veremundo Arias Teijeiro, benedictino, orensano de nacimiento y fallecido en 1824 apenas desaparecida la pesadilla para la Iglesia que fue el Trienio Liberal. Su valiente resistencia al liberalismo le valió la adhesión de muchos obispos españoles[19] y entre ellas la del obispo de Orense, verdaderamente entusiasta[20].

El obispo de Orense manifiesta su total confianza en el arzobispo valentino y muestra además su voluntad de actuar en todo el asunto de los regulares en total sintonía con Roma para lo cual pidió facultades al Nuncio que hasta entonces carecía de ellas.

A Fray Veremundo le dice: “Hermano y Señor de todo mi aprecio y respeto: Vi y leí el impreso de 20 de octubre (1820) que abraza todos los puntos de un modo que convence y hace fuerza, y cual exigen los apuros en que nos hallamos. Sólo siento no se haya podido disponer el que la firmásemos todos o la mayoría porque se hallaba el trabajo hecho, bien que aún podría llegar caso en que la citemos y suscribamos a ella”[21]

Después expone la situación de su diócesis, lo que ha hecho para no salirse de las disposiciones canónicas y vuelve a mostrarse dispuesto a secundar lo que pudiera hacer ante Roma el arzobispo:

“Los Monjes por acá siguen en sus Monasterios y sólo se van formando inventarios por los comisionados del Crédito Público. Y los demás Regulares siguen por ahora como antes. Tengo entendido que el Gobierno escribió a Roma; en este caso nos gobernaremos por lo que disponga el Vicario del Redentor. Yo a prevención había escrito una carta al Señor Nuncio, por si se hallaba con facultades que pudiesen sacarme de dudas. Me contesta con una atención y agradecimiento particular por la unión y adhesión que manifiesto a la Santa Sede pero que no se halla aún con las facultades que yo deseo para estos casos de tamaña novedad, y que aunque da parte de todo a Su Santidad, me indica lo conveniente que sería el que no dirigiésemos a la misma cátedra de la Madre común los que la miran con tanto amor y celo. Mas esto no sé como podamos hacerlo sin riesgo y sin fruto. Deseo oír sobre esto a los que lo entienden. Yo de buena gana suscribiré al papel que V. pusiese al Santo Padre y creo que no faltarían por acá otros que lo hicieran también”[22].

El 31 de enero de 1821 expone al Gobierno, en respuesta a la circular del 17 en la que se le mandaba hacerse cargo de los Regulares al haber quedado suprimidos sus generales y provinciales que le es imposible hacerlo sin autorización del Papa[23]

Una vez más el obispo es contundente en su expresión:

“Aunque ha sido siempre mi modo de pensar el obedecer las órdenes de toda potestad superior sin poner dificultades ni menos meterme a examinar las causas que las pudieran motivar y las razones en que se apoyan, hallo para la ejecución de esta un embarazo que no puedo superar sino con el consentimiento e intervención del Pastor Supremo de la Iglesia porque se trata de ampliar a los obispos, o sea reasumir estos una jurisdicción espiritual que no sólo los Papas sino también el santo Concilio de Trento les ha coartado; y cuya práctica y costumbre siguió en la Iglesia con consentimiento de todos los obispos católicos por más de seis o siete siglos”[24].

Está claro que el obispo de Orense no era partidario de recuperar las facultades que Roma les había “arrebatado”. Y concluye repitiendo: “No puedo en conciencia tomarme una jurisdicción que me está coartada, ni menos quedarían seguros y sosegados en la suya los mismos Regulares. Espero pues de V. E. inclinará el Real ánimo de S. M. a que dé parte a Su Santidad a fin de que nos habilite a los Obispos para la ejecución de los referidos artículos 9 y 10 de la ley de 25 de octubre; y si para esta hubiese algún inconveniente nos permita a lo menos a los obispos el que recurramos por nosotros mismos a fin de asegurar nuestras conciencias y las de los Regulares”[25].

Pero la CEE nos informa que Iglesias ya había acudido por su cuenta al Papa “celoso de evitar cualquier turbación de conciencia o de escándalo en los fieles”[26]. Era Don Dámaso obispo absolutamente romano y nada propicio a la antigua disciplina de la Iglesia hispana que en esos días, como en los precedentes de las Cortes gaditanas, algunos pretendían resucitar. Incluso escribió a Pío VII el 25 de enero de 1821 pidiéndole instrucciones sobre cómo actuar en tal coyuntura[27].

La carta en cuestión merece que nos detengamos en algunos párrafos de la misma pues revela sin lugar a dudas el pensamiento del obispo de Orense. Por ejemplo sobre el concepto que le merecía su predecesor el cardenal Quevedo y Quintano. A él y al mismísimo Pío VII:

“Beatísimo Padre: Cuando en el 7 de abril de 1819, con aquella reverencia hija del amor, obediencia y veneración que siempre he profesado al supremo Vicario de J. C., escribí a V. Santidad, manifestándole mi venida a tomar el régimen de esta Iglesia de Orense, para la que V. Beatitud se dignó aprobar el nombramiento que de mí había hecho el Rey Católico, con el mayor rendimiento que pude supliqué a V. Santidad no se olvidase de este hijo el menor, sí, de todos sus hermanos, pero el más sumiso al mismo tiempo, y el más obediente de corazón a los mandatos y doctrina del Jefe de la santa Iglesia católica, que si por la malicia de los tiempos en alguna ocasión ignorase el modo de conducirme, y dirigir con seguridad la nave a mí confiada al puerto de la salud por entre tantos escollos y peligros, consultaría desde luego al oráculo de la Iglesia, y suplicaría por las entrañas de misericordia de nuestro Dios se dignase indicarme el camino que debería seguir, y dirigir mis pasos para sin envolverme en las tinieblas del error, salir a salvo de él.

  1. Beatitud se dignó acogerme con la benignidad y caridad propia suya y en carta llena de amor y benevolencia me alentó entonces, excitó, y exhortó a cumplir tan elevado encargo, poniéndome a la vista los ejemplos y costumbres de mi predecesor en el Episcopado el señor Cardenal Don Pedro Quevedo, cuyos loores repetirá incesantemente la posteridad. Yo en efecto, procuré desde luego y me propuse imitarle en lo que fuese posible; y por singular beneficio de Dios me lisonjeaba no haber tomado un trabajo vano; y no me era de poco consuelo el ocuparme con personas que por el largo espacio de cuarenta y dos años habían estado morándose en las virtudes de aquel vigilantísimo Pastor, y a cuyos mandatos les era delicia obedecer”[28].

De su constante preocupación por las órdenes religiosas de su diócesis es una muestra más la Exposición que el 9 de noviembre de 1820 dirige al Rey Fernando VII pidiendo que se conservara el convento de dominicos de la ciudad de Orense[29].

En ella refiere al monarca la situación en la que había quedado la diócesis tras las medidas adoptadas por el Gobierno: “Abolidos seis monasterios de PP. Benedictinos y Bernardos, que en sus respectivas distancias y situaciones proporcionaban un auxilio muy considerable a los habitantes de la diócesis, tanto en lo espiritual como en lo temporal, no quedan ya en toda ella más casas Regulares que cuatro de la orden de San Francisco, una en esta ciudad, otra en Rivadavia (sic) a distancia de cuatro leguas, y dos en el Buen-Jesús (sic) y Monte-Rey (sic) hacia el mediodía y en mucha más distancia; de modo que el auxilio que podían recibir los fieles para el desahogo de sus conciencias en los puntos de Osera, Rivas del Sil, Junquilla (sic) de Espadañedo, Montederramo y Celanova, todos los cinco a la parte del norte y naciente, tienen que venir a buscarlo a esta capital, sin embargo de distar el que menos más de tres leguas”[30].

Después de señalar la utilidad de los religiosos en la ayuda de los párrocos, sobre todo en el sacramento de la penitencia y de ponderar las virtudes de estos hijos de Santo Domingo, “todos ellos de grande utilidad por su celo, laboriosidad, ejemplar conducta, instrucción y más virtudes que los distinguen y los hacen del mayor aprecio, tanto en la ciudad, como en el resto de la diócesis, de modo que sería difícil suplir su falta”[31], el obispo ruega al Rey que disponga la conservación de este convento, “en bien de los fieles de esta ciudad y diócesis, y en honra y gloria de Dios”[32].

Pazos reconoce la línea de Quevedo en su sucesor y así nos lo manifiesta: “siguió en todo las huellas de su ilustre predecesor, incluso en el sufrir las calamidades de aquellos azarosos tiempos”[33]

El 8 se mayo de 1821 ve como su secretario, Pablo Grandona, es deportado a las Islas Canarias por “servil”[34]. No sería el único clérigo perseguido por los liberales que no eran precisamente garantes de la libertad como tantos curas y frailes sufrieron del liberalismo. El paúl Eligio Rivas nos menciona otros casos: “Mais trastornos causaron as revoltas de 1820, cando no trienio liberal o rector (del Santuario de los Milagros) señor Nieto Losada foi preso e deportado, o mesmo co abade de Montederramo, o deán da catedral de Ourense e outros eclesiásticos, todos levados à cadea no castelo de San Antón da Coruña, en espera de ser enviados ò desterró en América”[35].

El 16 de marzo de 1822 dirige una Exposición al Rey sobre algunos artículos de Código penal que es una muestra más de su carácter a la vez franco y libre y de que no ponía nada por encima de su conciencia de obispo[36].

Después de profesarse “el más fiel observante de la ley fundamental que nos rige, el más sumiso a la autoridad soberana[37], no vacila en señalar “las heridas que recibe la disciplina eclesiástica por las innovaciones que con amargura de su corazón nota se admiten progresivamente con la mayor rapidez y facilidad en las cosas de la Iglesia, y en puntos los más substanciales y sobre todo al advertir la licencia con que se esparcen por los enemigos de Dios y del orden doctrinas falsas, o cuando menos peligrosas, con que intentan corromper la pureza de la fe y santidad de las costumbres, exponiendo la salud espiritual de los fieles”[38]. Por todo ello el obispo se ve obligado “a reclamar los derechos hollados de la Iglesia”[39].

“La jurisdicción e inmunidades de la Iglesia se atacan tan de firme y procuran reducir a tan angostos límites, que a poco quedarán extinguidas del todo”[40]. Y añade el Obispo:

“Obligar a la Iglesia de España a renunciar las doctrinas y sentencias que hasta ahora ha adoptado, y hacer entrar a la Nación en unas ideas que se la resisten y la han sido hasta ahora forasteras, aparece poco equitativo y menos conforme a la voluntad general”[41]. Nótese que de manera sutil el obispo asienta que la voluntad general, la verdadera, la del pueblo, está con la Iglesia y con él y no con quienes se reclaman sus detentadores.

Y ahora comienza con sus reservas a los nuevos artículos del Código penal que alteraban la disciplina hasta entonces observada y que el pueblo español aceptaba sin problema alguno.

“Por el artículo 186 se sujetan los eclesiásticos en todas las causas criminales a los jueces y tribunales civiles, igualándolos con los legos, y sin más reserva a los Prelados respectivos, que del conocimiento de las culpas o delitos en que por razón de su estado incurran contra la disciplina eclesiástica. Y he aquí, Señor, derogada, y del todo abolida, la inmunidad personal de los eclesiásticos tan religiosamente guardada hasta el presente”[42]. Quedaba pues “despojada la Iglesia de la jurisdicción que hasta aquí estuvo ejerciendo respecto de sus súbditos, juzgando de todos sus delitos hasta de los más enormes”[43].

Prosigue Iglesias:

“Las Cortes sin embargo por el citado artículo 186 y decretos anteriores no sólo alteran del todo este orden tan constantemente observado, sino que por el artículo 328 del mismo Código se priva bajo graves penas a todo eclesiástico, y aun sin restricción alguna, el contradecir y calificar las operaciones y providencias de cualquier autoridad pública. Terrible privación, habiendo tantos que esperan hacer su fortuna declamando contra los que son, o imaginan ser excesos del Clero, sin perder ocasión de satirizarle; y encomendándose a las justicias de las villas y aldeas la ejecución de las órdenes y decretos públicos, ¿no hallarán aquí aquellos un manantial inagotable para llenar su objeto, condenando por delito de estado todo lo que no es conforme con sus ideas?”[44].

Y remacha la situación de la Iglesia: “Esta es la suerte del Clero de España, que vive hoy lleno de amargura y confusión, al verse tratado de un modo tan indecoroso, y hasta insultado personalmente y con harta frecuencia en sus individuos. Su estado, a diferencia de otras clases, parece llega a ser tenido por tan despreciable, que apenas habrá quien en lo sucesivo se atreva a abrazarlo”[45].

Continúa el obispo descalificando artículos: “Las Cortes en el artículo 329 del mismo Código penal reservan a la suprema potestad civil en imperio sobre todo el Clero, y la autoridad en materias de disciplina exterior de la Iglesia de España. Y establecido un principio tan general, ¿qué funestas consecuencias no deben seguirse? De luego a luego queda campo abierto para que la potestad civil se introduzca y mezcle en lo más peculiar y sagrado de la Iglesia”[46].

Con las consecuencias lógicas de todo ello:

“Los Príncipes seculares, que de protectores y defensores de su fe y disciplina, título glorioso que hasta aquí con tanta razón merecieron, vendrían a ser sus legisladores; y en lugar del auxilio apoyo y seguridad con que contaba la Iglesia para la observancia de sus leyes y reglamentos, tendrá que sufrir la variación, modificación o revocación que se quiera hacer como sujeta a la dominación secular, y privada de toda gobernación sensible y externa. A este extremo se llegará. Tal desgracia tocó a otras naciones y la española debe prevenirla”[47].

“Dese al César lo que es del César, pero no se despoje a la Iglesia de lo que es privativamente suyo, de la potestad que recibió de su divino Fundador, de aquella potestad de que hicieron uso los santos Apóstoles, y que continuó ejerciendo en todos tiempos sin dependencia de los Príncipes soberanos. Ni subordinación a la autoridad civil”[48]. Y el obispo concluye: “No se puede negar a la Iglesia su autoridad y aquella potestad propia de toda sociedad”[49].

Y sigue reclamando: “Guárdese equilibrio, Señor. Si el poder civil tiene derecho a reclamar contra una nueva disciplina cuando cree que perjudica a sus regalías, y retiene por este motivo las Bulas en que se establece, atiéndanse también las reclamaciones de la Iglesia y sus Pastores”[50].

Iglesias señala también una cuestión que más tarde confirmó la historia pero que entonces sólo espíritus muy despiertos daban ya por hecho probado: “al paso que mengua el honor del sacerdocio peligra la seguridad y salud de las naciones[51]. Es que un pueblo con arraigados sentimientos religiosos no es pasto fácil de revolucionarios insensatos que llaman a romper con todo.

Su advertencia se iba a hacer realidad pocos meses después y condicionó muchos años posteriores: “Es sobradamente cierto, como generalmente reconocido, que existe un partido contra la Constitución, despreciable al parecer por la impotencia de sus esfuerzos y recursos, pero que no lo es tanto si se atiende a su número, y más a los estallidos en que rompe por tantas partes y designan su espantosa progresión ¿Cuál podrá ser la causa de que se aumente el desafecto al sistema? La encuentra el Obispo y la encuentra con la seguridad de no engañarse en la condición del pueblo español, que amando eminentemente su Religión, ama también a sus ministros y no sabe convertirse en pacífico espectador de sus desgracias”[52].

El párrafo es meridianamente claro en su sentido pero por si alguna expresión pudiera confundir a un lector muy poco avisado, el editor hace una llamada a pie de página, a continuación de la palabra “partido” que dice exactamente: “Era preciso hablar así para que diesen oídos a las reclamaciones pero partido por fortuna que se integraba en la totalidad de la Nación”[53].

¿Quiénes eran los principales perjudicados con ese despojo a la Iglesia? El obispo lo tenía claro: “el infeliz menestral, el pupilo, la viuda y todo menesteroso en quienes principalmente refluían (las riquezas de la Iglesia desaparecidas) son también los principales a resentirse de su desaparición”[54]. La desamortización fue un pingüe negocio para los ricos y una tragedia para los pobres.

El obispo de Orense ve en todo esto un ataque a la Iglesia en la persona de sus ministros, “llega aun a temer por la conservación de la Religión y reputa ilusorios los artículos que la protegen”[55].

Todos esos ataques al Clero, acusado de atacar al sistema según el obispo con absoluta injustica y carencia de pruebas “no ya sólo por unos periodistas familiarizados con la patraña e impostura, no ya sólo por otros maldicientes , en quienes por hábito envejecido camina el delirio a par de la malignidad, (sino por) personas constituidas al frente del público, no por mala fe sin duda pero sí por una ligereza e indiscreción imperdonable en su dignidad (que) no han recelado desdorarla, remedando en sus escritos y palabras el lenguaje y las maneras de los primeros”[56]. El salvar la buena fe de esas personas no pasa en Iglesias Lago de un recurso retórico que verdaderamente no disimulaba nada. Porque todo lo que quería decir estaba dicho.

Nadie podrá reprochar al obispo de Orense tibiezas monárquicas pues profundísimas eran sus convicciones al respecto pero por encima de sus lealtades y sus afectos estaba su conciencia de Pastor de la Iglesia a la que no podía traicionar. Lo más curioso es que para todos los que protagonizaban tanto atentado contra la Iglesia, Don Dámaso, y tantos otros obispos que mantenían idénticas o muy similares posturas, eran unos “serviles”.

El obispo concluye ”este humilde recurso con suplicar encarecidamente a V. M. que con presencia de las razones que preceden y demás que podrían acumularse, y no se ocultan a la religiosa penetración de V. M., se digne suspender su soberana sanción al citado Código penal en la parte que toca a las cosas de la Iglesia, u otra cualquiera ley o determinación de igual naturaleza, hasta oír a la misma Iglesia, o a sus primeros Pastores los Obispos en su representación. Consultando así a lo que parece exigir el orden de justicia, el decoro de aquella y la tranquilidad de las conciencias”[57].

Pese a tan rotundo alegato, posiblemente su escrito más enérgico es el que el 10 de abril de 1822 dirige al Ministro de Gracia y Justicia en el que ya se manifiesta verdaderamente irritado y expone su pensamiento sin tapujo alguno y arriesgando muy probables represalias como ya habían padecido no pocos hermanos en el episcopado[58].

El ministro de Gracia y Justicia le había prevenido, “de orden de S.M.”[59], escribiera “una circular a sus diocesanos en que los encomiende y haga ver la mayor utilidad del nuevo sistema constitucional sobre el antiguo y que lejos de oponerse ni disminuir en nada la majestad de la Religión, esta misma se afianza y recomienda mejor en el actual sistema, desengañándolos de los errores y especies equivocadas y perjudiciales que se esparcen, tomando en boca la santa Religión con fines depravados, y en perjuicio de la tranquilidad pública y debida observancia de las leyes, pues aunque conoce S. M. que las doctrinas en que está apoyada mi circular de 15 de febrero son sanas y sus principios ciertos, se observa que son demasiado generales y aplicables a cualquier sistema de gobierno”[60].

Nos encontramos pues con la pretensión del Gobierno de tener a la Iglesia a su servicio obligándola a predicar al pueblo las maravillas del nuevo régimen constitucional y un obispo que no comulgaba con el sistema y que salía del paso con escritos tan inocuos que para nada llenaban las pretensiones del poder. No era poco esa resistencia pasiva del obispo pues con los exaltados instalados y todavía muy lejos de la segunda invasión francesa que en esta ocasión en lugar de encontrar un pueblo alzado en armas contra el invasor hallaría un recibimiento triunfal, Iglesias Lago arriesgaba el exilio o la prisión.

Pero incluso el obispo se atreve a alzar ante el Ministro pensando tal vez ya que la sumisión no conducía a nada y así osa decirle que “nadie conoce mejor que su prelado las doctrinas que aprovechan más bien a sus diocesanos para mantenerlos unidos en la observancia de las leyes de Dios y de los hombres”[61]. Suavemente pero sin vacilación alguna sostiene la independencia de la Iglesia en la predicación. Quien sabe lo que ha de predicarse al pueblo desde el altar es el obispo.

Que además protesta de la conducta gubernamental que se venía siguiendo en Orense como en otras muchas diócesis de España:

“La proclama del Jefe Político del distrito de 7 de febrero, de que acompaño un ejemplar, es injuriosa al Clero, al que presenta ante el público como delincuente sin el menor motivo; pues además de ser notorio y constante que ni un solo eclesiástico apareció acompañando a los alborotadores, tampoco aparece alguno que hubiese influido directa ni indirectamente, a pesar de las exquisitas diligencias y proceso jurídico que se está formando desde mediados de febrero. Así el Clero de mi diócesis reclama con justicia, y exige satisfacción por la injuria atroz que se le hace presentándolo como altamente criminal en un escrito oficial y público, y la reclama no menos por el contenido del bando del Jefe Superior de 11 del mismo febrero, de que también incluyo copia, en el que si bien no se nombra con cuidadosa afectación al Clero, se le dirigen palpablemente sus expresiones denigrativas y calumniosas imputaciones”[62]. Iglesias aprovecha incluso para reivindicarse del ataque de un diputado en las Cortes: “Pudiera también quejarme yo de la nota con que me ha presentado ante el supremo Congreso un señor diputado, diciendo que el Obispo de Orense había dado gracias por haberse desarmado la milicia nacional, según se lee en un periódico”[63].

Y manifiesta al Ministro que por todo ello “no podía yo en mi circular reprender ni amenazar con providencias al Clero de mi diócesis, de cuya conducta estaba seguro”[64]. Refiere después todas las incidencias con el Jefe local, justificando su conducta y reconociendo solamente que apenas tenía razón la autoridad gubernativa en que el obispo en su circular no mencionaba la Constitución[65]. No deja de ser significativo pero es que era más que evidente que a la gran mayoría de la jerarquía y del clero hispano no le entusiasmaba la Carta Magna de Cádiz que había vuelto a entrar en vigor.

Y todavía se declara más el obispo: “Sobre esto último (las ventajas del nuevo sistema político) tengo instruidos a mis diocesanos en este punto… mas para repetir y extenderme sobre ello en estos últimos tiempos hallo inconveniente, y el temor de que sea desatendida y aun despreciada mi exhortación, que es el mal peor para un pastor de almas, mayormente habiendo tenido el consuelo de que mis diocesanos hayan oído hasta ahora con aprecio mi voz. Mis recelos los he indicado ya en una representación a S. M. por manos de S. E. de 16 del último. El común de los fieles ve que sus Iglesias en gran parte van a quedar cerradas porque no hay con qué sostener el culto; sus ministros reducidos ya en mucha parte y en muchas parroquias al solo Párroco anciano o achacoso y en un estado de miseria y de mendiguez; cerrados tantos conventos que proporcionaban un grande auxilio en lo espiritual y en lo temporal; los ministros del Altar, en fin, despreciados y abandonados sin distinción, sin los privilegios propios de su estado y sin alimentos[66].

“Ya se publica en papeles el proyecto de extinguir las comunidades religiosas que quedaron, el de extinguir el medio diezmo, que es decir, quitar por entero uno de los cinco Mandamientos de la Iglesia por la potestad civil (…) ¿mas entretanto será oportuno tratar de afirmar ventajas del sistema, y su omnímoda conformidad con la Religión Católica, Apostólica, Romana? Para tratar y decidir esta cuestión se necesita de una teoría sublime que no está al alcance del común de los fieles. Y mucho más advirtiendo estos que entre los que quieren llevar el privilegio exclusivo de constitucionales, se encuentran muchos que no confiesan, ni comulgan, ni asisten a la Misa, que su vida es inmoral y que les oyen expresiones las más escandalosas e impías”[67].

Creo que no se podía manifestar lo que pensaba el obispo de Orense ni más claro ni más alto. Y hasta se permitió un rasgo de ironía muy propio de su idiosincrasia galaica nativa:

“Si por mi debilidad, consecuencia precisa de una grave indisposición, hallase V.E. en este escrito alguna expresión que parezca de menos respeto y aprecio a S.M. y Gobierno, sírvase disimularla como involuntaria”[68].

El 23 de noviembre de ese mismo año de 1822 vuelve a reclamar por lo expuesto anteriormente y una vez más invoca el riesgo de una guerra civil si se sigue atacando sentimientos muy arraigados de los españoles. Esto manifiesta el obispo:

“Señor: El Obispo de Orense animado de aquella confianza que inspira el sistema y régimen de una Nación culta que protege y asegura a sus individuos una libertad razonable para manifestar sus opiniones y representar con decoro y franqueza lo que crean conveniente al bien de su Nación, y sobre esto, en desempeño de las obligaciones que le impone su ministerio, recurre a V. M. con el mayor respeto para exponer los inconvenientes que se pueden seguir de llevar a efecto en todas sus partes lo decretado por las Cortes en 29 último acerca de la adicción a la medida 18 sobre Regulares; que si bien pudo tener algún principio en los sucesos funestos que ocurrieron, y aún siguen en algunos puntos de la Península, no parece haya igual motivo para hacer extensiva la providencia a esta y otras diócesis; Particularmente al Colegio de Padres Misioneros de Herbón en el Arzobispado de Santiago, único de esta clase en Galicia, y asilo especial para enmienda y conversión de pecadores”[69].

Iglesias Lago hace gala de su galleguismo nativo una vez más en la sorna con la que comienza este escrito: “animado por aquella confianza que inspira el sistema y régimen” liberal. Pero más que esa “libertad razonable” de la que goza, sigue la ironía campeando en el obispo, es “sobre todo” su obligación de Pastor la que le impele, y aquí ya ha desaparecido ese toque de humor galaico, a la protesta.

Y del ejemplo franciscano y extradiocesano aducido con el caso de Herbón pasa a su triste realidad orensana amenazada por la disposición de suprimir todos los conventos de Regulares en poblaciones de menos de 450 vecinos [70].

La justificación de tan rigurosa disposición está, según el Gobierno, “en que en tales casas se fomenta la rebelión o ideas subversivas, que no puede impedir fácilmente la autoridad superior que no las tiene tan a la vista ni puede celar como en las poblaciones mayores”[71]. Y de nuevo encontramos a Iglesias en ese estilo tan suyo y tan gallego:

“No es el intento del Obispo, Señor, dirigir aquí sus quejas al ver que parece se pretende presentar ante el público al estado Eclesiástico con un carácter de desconfianza, y enemigo de la paz y de la prosperidad de la Nación, y que los delitos de algunos particulares o personales no deben influir en la clase general” [72].

No es intento pero vaya si lo es. Y ahora respecto a la diócesis propia: “Cinco son los conventos que han quedado en esta dilatada diócesis”[73], de los que sale garante así como de otros muchos en obispados distintos del suyo: “en su diócesis, como en otras muchas ,no hay el motivo que pudo dar impulso a la resolución de las Cortes”[74].

Porque “es bien constante el buen porte y conducta de los moradores de estos conventos, tanto en lo moral como en lo político; y que lejos de subvertir, trabajan con el mayor esmero en el confesonario, en el púlpito y en la asistencia de enfermos, manteniendo de este modo a los fieles en la mejor unión y observancia de las leyes, haciéndose por esto acreedores a la gratitud del Estado y de todos los que gobiernan; sin que hasta hoy haya habido queja alguna, ni motivo para darla de ninguno de dichos conventos . ¿Por qué, Señor, se ha de extender una providencia, que se puede mirar como verdadero castigo, a unos conventos que hacen un servicio tan útil a la Iglesia y al Estado, y que los pueblos de sus contornos miran con la mayor estimación y respeto y en donde hallan los mayores consuelos espirituales y aun mucho auxilio en lo temporal?” [75] Y el Obispo afirma tajante: “Los conventos de esta y otras diócesis no han delinquido. No parece pues que deba recaer sobre ellos un castigo que sólo tendría lugar en el caso de declararse o aparecer opuestos al bien de la Nación” [76] El obispo, asumiendo un riesgo propio con la defensa de una clase, los religiosos, con la que el Gobierno quería acabar, se muestra aquí como padre amantísimo de esos hijos perseguidos injustamente y por los que no vacila en contrariar a un Gobierno tan beligerante contra ellos.

Y, también muy en su estilo, insinúa amenazas por esa conducta gubernamental que contrariaba el sentir de mucha parte del pueblo español. “¿No extrañarán (los pueblos) el que se les quiten de la vista unas casas de oración y de refugio que han mirado siempre con tanto aprecio y reconocidas por la Iglesia como tan conformes a los consejos evangélicos?”[77]. El Trienio Liberal ya se tambaleaba y los pueblos de España iban a recibir enseguida al ejército francés que mandaría Angulema como unos auténticos liberadores en absoluto contraste con la conducta observada hacía sólo quince años antes con el ejército, también francés, de Napoleón. Lo que entonces fue sangre y fuego ahora serían arcos triunfales.

Pero en esta ocasión el obispo, que parece cada vez más harto ante tanto ataque a la Iglesia, da un paso más en las insinuaciones que pierden cautelas anteriores:

“El Obispo ama su Patria y teme verla envuelta en los horrores de una guerra intestina, más cruel y asoladora que la extranjera. Y se estremece al ver el calor con que se toma ya en algunos puntos de la Monarquía y la sangre que se vierte. Desea con la mayor ansia el que se conserven las vidas de los españoles; y esto no se podrá conseguir si no se evitan los motivos de descontento; mayormente cuando nada influyen en el bien del Estado”[78].

Y prosigue con su razonamiento amenazante: “No es fácil acallar las quejas del pueblo. Los españoles son por carácter y educación piadosos y católicos; y temen por la Religión si se les quita de la vista unos establecimientos que ésta ha mirado desde mucho tiempo como una gran parte de su apoyo”[79]. Y remacha “la grande impresión que hacen entre las gentes ciertas variaciones o reformas en cosas pertenecientes a la Iglesia y sus ministros; y que no es fácil persuadirlas a que estén conformes con lo que nos asegura y prescribe la Constitución de la Monarquía y que no hay por lo mismo motivo de temer en esta parte. No le mueven, Señor, al Obispo los intereses temporales. Debe a Dios, con particularidad, la gracia de contentarse con poco; pero no puede prescindir del respeto y decoro de la Iglesia y de sus establecimientos ni del bien y felicidad del Estado. Y esto solo es lo que le impele a dirigirse en derechura a V. M. para suplicarle, como lo hace con el mayor encarecimiento, tenga a bien suspender la sanción a la ley que prescribe la supresión de conventos de Regulares situados en pueblos que no pasen de cuatrocientos cincuenta vecinos, a lo menos hasta averiguar la falta que hacen en Galicia, especialmente en esta diócesis”[80].

Iglesias Lago está anunciando no sólo la caída del Trienio, ya agonizante, sino la posterior historia sangrienta de España, desde los Agraviados con Fernando VII, las guerras carlistas y la última explosión, especialmente sangrienta, ya en la primera mitad del siglo XX.

En esa línea de oposición a los principios del liberalismo que se había hecho de nuevo con el poder en el Trienio, desaparecida la Inquisición, el Obispo de Orense publicó, al igual que otros hermanos en el episcopado, un edicto sobre los malos libros que volvían a circular libremente por España[81].

Fue Iglesias Lago, en la estela de su predecesor en la diócesis, el egregio cardenal Quevedo, uno de los obispos más distinguidos en su oposición al liberalismo antieclesial del Trienio haciendo gala de una valentía verdaderamente notable. El exaltado Romero Alpuente era consciente de ello cuando escribía: “Los obispos de León, Galicia y Extremadura no estaban descubiertos en tanta manera, pero no por eso eran los que menos trabajaban en nuestra ruina por medio de las conspiraciones que aparecieron aunque duraran poco en Extremadura y Galicia”[82].

Ciento cincuenta años después seguían achacándole a Iglesias Lago sus nulas simpatías liberales: “También hubo movimientos sediciosos en Galicia (1821) (donde la opinión liberal culpó a los obispos de Orense y Mondoñedo y a algunos canónigos y sacerdotes de Santiago y La Coruña)” [83]

Si durante el Trienio Liberal Iglesias Lago dio sobradas muestras de adhesión al Altar y al Trono, una vez caído aquel efímero sistema con la colaboración inestimable de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis, que fueron bastantes menos, en la que los liberales calificaron de ominosa década, el obispo de Orense no desmintió su anterior conducta y así el 18 de mayo de 1824 publica como edicto la Ecclesiam Christi contra la masonería, “aunque afirmaba que el mal no se hallaba muy extendido en su diócesis pero que era necesario trabajar porque era enfermedad que se extendía insensiblemente”[84] Solicitada su opinión sobre el estado de España en 1825 no la disimula con frases adulatorias. Reprocha la excesiva libertad que se permite a los liberales [85]así como la persecución a quienes habían sostenido, con tanto riesgo, los derechos del Rey y de la Iglesia[86].

Expresa sus reservas ante la actuación de la policía que entonces comenzaba a importunar a los realistas [87], señala como ante todo eso decaen los ánimos de los adictos[88] al contemplar la impunidad de los liberales, al tiempo que advierte contra la masonería y reclama el restablecimiento de la Inquisición[89].

También es inequívoca muestra del modo de pensar del obispo el encontrarle entre los suscriptores de las Cartas del Filósofo Rancio, el crítico más acerado de las Cortes de Cádiz y su entorno. Podemos dar por seguro que Don Dámaso las leyó en absoluta conformidad con las mismas[90].

En 1829 es trasladado a la diócesis de Coria por Fernando VII pero Iglesias renuncia el nombramiento y seguirá de obispo de Orense hasta su fallecimiento[91]. En 1830 es comisionado para hacer la tradicional ofrenda al Apóstol[92].

La desamortización le mueve a intentar salvar los conventos que todavía quedaban en su diócesis [93] y, ante el desamparo total de los exclaustrados, termina aceptando presidir la Junta diocesana de regulares[94].

Ernesto Zaragoza Pascual transcribe dos escritos, a la Reina y al ministro de Gracia y Justicia, con motivo del gravísimo atentado contra la Iglesia que fue la supresión de monasterios y conventos y en el que el obispo intenta salvar las cinco últimas casas de frailes, cuatro de franciscanos y una de mercedarios, que quedaban en su diócesis. Los años transcurridos desde el Trienio no disminuyeron los arrestos de Iglesias Lago en defensa de los intereses de la Iglesia.

La carta a la Reina, fechada el 25 de noviembre de 1835, es del siguiente tenor:

“Señora: El obispo de Orense se ve precisado a recurrir a V. M. lleno del mayor respeto y confianza en el piadoso corazón y religiosos sentimientos que animan a V. M. para que no se lleve a efecto una orden y mandato de la Junta de Armamento y Defensa de La Coruña por la cual suprime todos los conventos existentes en las cuatro provincias de Galicia no comprendidos en los Reales Decretos de 25 de julio y 11 de octubre últimos, apoyada en un dictamen del Consejo de Ministros a representación de la misma Junta y que V. M. se sirvió aprobar con fecha de 31 de septiembre, sin que se haya comunicado esta resolución de V. M. a las autoridades eclesiástica y civil de la Provincia, según acostumbra hacerlo el Gobierno de V. M. en casos de esta naturaleza y de tanta importancia.

El Obispo, Señora, quedó suspendido al ver esta resolución de la Junta de Armamento de La Coruña que de orden suya le comunicó a este provisor el intendente con fecha 16 de los corrientes, para que se hiciese cargo de las iglesias y sus alhajas y ha extrañado el abuso que se hace de los términos del dictamen del Consejo de Ministros contestando por medio de su secretario a la representación de la Junta. Dice así: “El Consejo hecho cargo de las razones en que apoya la Junta esta medida fue de dictamen que no debe subsistir ningún convento cuya permanencia sea de todo punto incompatible con la seguridad del país, en razón del abrigo y recursos que tales corporaciones prestan a las facciones”

Es visto que la Junta de La Coruña no ha reflexionado ni se gobernó por lo resuelto en el Consejo de Ministros. En toda esta provincia de Orense no ha habido ni hay facción alguna, así no pudieron sus conventos darles abrigo. Tampoco pudieron contribuir con recursos, atento a que los cinco conventos que quedaron, cuatro son del Orden de San Francisco, que apenas juntan la limosna precisa para la subsistencia de sus individuos y conservación del culto, y el 5º de mercedarios posee tan cortos bienes, que sus religiosos se sostienen con tanta estrechura que ya raya en miseria. Ninguno de ellos se haya situado en despoblado sino en esta ciudad, en villa de Ribadavia, en las de Monterrey y Verín y otro a la inmediación de la villa de Ginzo. Sus moradores son amados y respetados del pueblo, por su conducta, por su celo, laboriosidad y auxilios que prestan no sólo es lo espiritual sino en lo temporal. Así por ningún título pueden considerarse los conventos de esta Provincia incompatibles con la seguridad pública, antes bien su total supresión podría perjudicarla, por el descontento del pueblo al verse sin estos auxilios de piedad y religión, que miraron siempre con tanto aprecio y respeto.

Podía el Obispo extenderse sobre este punto, pero teme ofender la piedad ilustrada de V. M. que comprende la fuerza de esta verdad en toda su extensión. Así se limita a rogar a V. M. y pedirle con el mayor encarecimiento, tenga a bien declarar que la resolución de V. M. del 31 de septiembre que se cita en el oficio de la Junta de Armamento de La Coruña no tiene lugar ni se entiende con los cinco conventos que quedaron en esta fiel provincia de Orense, y que subsistan con arreglo al decreto posterior del 11 de octubre; y no se les inquiete a estos pacíficos moradores en el claustro, de quienes no hay el menor motivo de queja; y lo sería por lo mismo de extrañeza y dolor al ver a muchos ancianos y enfermos sin arrimo de parientes o casa en que recogerse y como abandonados.

La compasión y bondad de V. M. hacen esperar al Obispo con la mayor confianza esta gracia, que será un nuevo motivo para redoblar nuestras oraciones por la felicidad de nuestra Reina, su augusta madre, la real familia y de todo el Reino.

Dios guarde la C. y Rl. Persona de V. M. muchos años. Orense y noviembre 25 de 1835.

(Autógrafo); Señora: A. S. R. P. de V. M., el más reverente y fiel vasallo y capellán de V. M. Dámaso, Obispo de Orense” [95]De la misma fecha y más breve es la carta que el mismo obispo dirige al ministro:

“Excmo Sr: Muy Sr mío, se todo mi respeto. La conservación de los cinco conventos que quedaron en esta fiel y leal Provincia de Orense por los muchos auxilios que prestan al público en todos los sentidos y cuya falta sería dolorosa, me dan margen para tomarme la satisfacción de dirigirme en derechura a V. E. y rogarle como lo hago con el mayor interés tenga a bien enterar a S. M. la Reina Gobernadora de la representación que acompaño e inclinar su real ánimo a que acceda a una petición que creo justa y en todos los sentidos arreglada a lo dispuesto por S. M. en su real decreto de 11 de octubre último, atento a que no hubo ni hay facción en esta Provincia ni motivo alguno para suprimir estos conventos que quedaron subsistentes por dicho real decreto. Espero que V. E. acogerá benignamente esta mi petición que creo es la de todos los habitantes de esta diócesis y  .

Aprovecho esta ocasión para ofrecer a V. S. mis respetos y pronta obediencia a cuanto guste mandarme.

Dios guarde a V. E. muchos años. Orense y noviembre 25 de 1835. (Autógrafo): Excmo Sr. B. L. M. de V. E. su más atento servidor y reverente capellán. Dámaso, Obispo de Orense”[96]

El ministro era Joaquín Díaz Caneja. No había nada que hacer. La suerte estaba echada contra el clero regular pero por parte del obispo no iba a quedar e hizo cuanto pudo aunque sin éxito para salvar a los religiosos de una desaparición que estaba decidida en el programa del liberalismo.

Severo Andriani, obispo de Pamplona (1830-1861), fue otra de las figuras señeras de un episcopado dignísimo que arrostró con valentía más que notable unos tiempos muy duros para la Iglesia española. Su Juicio analítico del discurso canónico legal que dio a luz el Excmo. e Ilmo. Sr. D. Pedro González Vallejo, arzobispo presentado para Toledo sobre el intrusismo episcopal, que el liberalismo intentó con bien escaso éxito, sienta la verdadera doctrina eclesial al respecto frente a las obsequiosidades de escasísimos prelados benevolentes. Lo que a muchos les costó prisiones, destierros y exilios. A Andriani en dos ocasiones[97].

 

“La figura del obispo de Pamplona, que había saltado a la prensa en más de una ocasión por otros escritos suyos, ahora adquirió una dimensión nacional. No solamente daba una asombrosa muestra de erudición histórico-canónica, de facilidad de pluma y de valentía frente al Gobierno; no sólo hacía una apología del clero, perseguido con saña desde el estallido de la guerra carlista. Había algo más importante, Era el sensus catholicus de que estaba impregnado el libro, la reacción contra el regalismo borbónico, el ansia de libertad e independencia para la Iglesia”[98]. Fueron muchísimos los obispos españoles que se solidarizaron con el de Pamplona con motivo de su Juicio analítico y entre ellos pese a su edad y a estar ya muy próximo a dejar este mundo no podía faltar Iglesias Lago en coherencia con todo lo que había sido su vida[99].

En 1839 es insultado públicamente y apedreado su palacio por haber advertido a sus fieles contra una compañía de cómicos que iba a actuar en Orense[100]. Y como es muy poco creíble que el pueblo orensano espontáneamente se indignara por la advertencia episcopal no es arriesgado suponer que había una mano oculta que organizaba tales protestas y que contaba con la pasividad de las autoridades. Si es que no se trataba de las mismas autoridades.

En ese mismo año (1839) no firma la carta que el Episcopado español dirigió a Gregorio XVI “por motivos de salud y edad avanzada”[101]. El mismo Cárcel había ahondado en el hecho algunos años antes: “Entre los quince que no firmaron hay que distinguir dos grupos. Uno de seis, que podrían llamarse colaboracionistas adictos al Gobierno, y otro de nueve, de quienes desconozco las razones que le movieron o les impidieron firmar la carta y por consiguiente es difícil adelantar hipótesis sobre su ausencia en el documento colectivo” [102]

Y añade:

“Hubo cinco obispos que probablemente no firmaron por impedirlo su avanzada edad y grave estado de salud pues fallecieron al poco tiempo. Adurriaga, de Ávila, tenía 84 años; Delgado, de Badajoz, 85; Vraga (sic), de Guadix, 68; Iglesias Lago, de Orense, 71; y Azpeitia, de Tudela, 69 [103]

Sin embargo, y el mismo Cárcel lo reconoce, fue uno de los numerosos obispos (26) que se solidarizaron con el de Pamplona, Andriani, con motivo de su Juicio analítico[104].

De lo que no puede dudarse es de la total identificación de Iglesias con la carta pues todo su pontificado, de comienzo a fin, lo confirma. Seguro que de todo corazón estaba con los firmantes. La ausencia de hecho sólo nos permite conjeturas: la edad, una indisposición de salud, la proximidad del fallecimiento, la dificultad entonces de las comunicaciones y la lejanía de Orense…

El Católico, revista de indudable fidelidad a la Iglesia y meritorísima en aquella coyuntura tan difícil nos da cuenta del que posiblemente fue el último disgusto que padeció Don Dámaso pues en su número del 14 de octubre nos da cuenta de que la Junta (revolucionaria) expulsa de la provincia a Francisco de la Hera, “capellán del ilustrísimo señor obispo y su vicesecretario de cámara”. Y ello sirve para darnos más noticias del incidente mencionado con los cómicos por tener relación con él. “Dícese por unos, con respecto a esta expulsión, que la ha motivado un edicto de S.S. Ilustrísima, que se fijó el año pasado al llegar aquí una compañía de cómicos en los parajes públicos, con el objeto de arredrar de estas diversiones a los eclesiásticos, conminándolos con penas eclesiásticas; y a los legos concediendo indulgencias a los que no asistiesen a ellas; de cuyo edicto habló la prensa periódica, y también se habló aquí hasta la saciedad, atribuyéndolo algunos a la instigación de dicho capellán. Otros opinan que se habrá tomado esta medida por la Junta por haber influido y trabajado en las elecciones, y otros por otras varias razones”[105].

Y añade la revista: “En las presentes críticas circunstancias, en que el Ilmo postrado en una cama de dolor, y agobiado con el peso de una infinidad de achaques está todo próximo a la muerte, debió (la Junta) suspenderla por las leyes de la humanidad” [106].

En 1840, poco antes de su muerte, los progresistas denuncian el conciliábulo de moderados y tradicionales que al fin serían derrotados por los más radicales. José Segundo Flórez nos lo relata así: En Orense “la elección la hicieron el clero y los voluntarios realistas en unión con los sectarios de D. Carlos. Del palacio episcopal se circuló a los curas la candidatura del ministerio, expresando en ella que las intenciones de éste eran las mismas que las del clero, a quien se conservarían sus rentas”[107]. Descontadas por supuesto las simpatías del autor por el “héroe de Luchana” no deja de ser curioso como para la Iglesia un Pérez de Castro había llegado a ser algo deseable. Y no estaban desacertados. Su caída supuso un empeoramiento notable de la situación de la Iglesia aunque el obispo de Orense ya no la iba a padecer.

Nos parece cicatera la semblanza que del obispo nos deja José Ramón Rodríguez Lago: “El nuevo obispo, Dámaso Iglesias Lago (1818-1840), se mostrará muy pronto como firme partidario de la obra de su antecesor, Con el pronunciamiento liberal de 1820 debe refugiarse en Portugal” [108]. Nada que objetar hasta el momento. Es lo siguiente lo que tal vez precisaría más matizaciones y no juzgar el pasado con criterios de hoy.

“En 1823 la caída de los liberales excita el ánimo de los absolutistas y comienza una etapa de persecución contra todos los elementos liberales existentes en la diócesis. Diez años más tarde, a la muerte de Fernando VII, el obispo tarda en jurar fidelidad a Isabel II, y los levantamientos carlistas en Orense estarán protagonizados por personas de relación estrechísima con el obispo, como José Muiños, canónigo y secretario personal, y Juan Manuel Bouza y Vasadre, perteneciente a la familia de la curia. Especialmente destacado será el rector del seminario, Teodoro Mosquera, que tras animar el levantamiento de 200 seminaristas será llevado al destierro”[109].

Las simpatías del obispo de Orense es seguro que estaban con Don Carlos como las de la inmensa mayoría de los obispos españoles y la casi totalidad de su clero. Los acontecimientos posteriores vinieron a dar razón de lo acertados que estaban al ver como se trató a la Iglesia pero me parece demasiado beligerante el relato. Hubo clérigos que incluso tomaron las armas en favor del Pretendiente, y hasta es muy posible que sus obispos les miraran con simpatía pero los palacios episcopales no fueron las cajas de reclutamiento ni el Estado Mayor de las operaciones.

De su Seminario, “reedificó parte del edificio fundacional, destruido por un incendio, implantando la enseñanza completa de la Teología e incorporando el centro a la Universidad de Santiago” según versión de García Cortés [110]o, en la de Guzmán, “terminó la reedificación de la parte destruida por el incendio, implantó la enseñanza completa de la Teología, consiguiendo incorporar el seminario a la Universidad pontificia de Santiago”[111]. Con lo que parece evidente que uno es deudor del otro. Respecto al incendio ocurrido durante la ocupación francesa cfr. también Rodríguez Lago [112]

Obispo de tanta presencia en la diócesis y de más que notables cualidades personales estuvo a punto de causar un daño irreparable a su catedral. Llevado por los gustos de la época que se reflejaban en la frialdad del neoclásico frente a la calidez exuberante del barroco, no le gustaba a Iglesias el magnífico retablo del siglo XVI que adornaba la catedral de Orense y en tiempos dificilísimos, de gravísimas carencias económicas, quitándoselo incluso de lo necesario, fue ahorrando una cantidad importante con la que quería sustituir el verdaderamente extraordinario telón escultórico que adornaba el presbiterio catedralicio por otro más acorde con los gustos de la época que paradójicamente en eso eran también los de ese obispo que en todo lo demás los rechazaba.

No eran los días de la Regencia de María Cristina los más favorables para que el auriense pudiera llevar a cabo lo que hoy nos parecería un desaguisado artístico y dejó la cantidad que con tanto sacrificio había ido acumulando a sus sucesores para que llevaran a cabo la empresa. Afortunadamente para la catedral y para el arte se impuso el buen criterio y su tercer sucesor, Ávila Lamas, invirtió esos fondos en la limpieza y restauración del retablo mayor y en otras obras de la catedral[113].

El mismo autor, sin duda la mayor autoridad diocesana en arte sacro y celoso custodio como canónigo encargado del mismo en la catedral, se extiende sobre esta cuestión en un artículo de comienzos del presente siglo en el que fecha la entrega al Cabildo catedralicio de los 8.000 duros que con tanto sacrificio había ahorrado para ese fin y que sin duda se encontraba ya incapaz de realizarlo personalmente dada su edad y sus achaques[114].

“Convencido el último Señor Obispo de la necesidad de un nuevo retablo pensó desde que vino al obispado remediar esta falta con los pequeños ahorros que cada año le permitiesen la cortedad de sus rentas y las necesidades de los pobres, y habiéndole concedido el Señor más de veinte años de pontificado, se halló en disposición de poner a la del Cabildo bastantes meses antes de morir una razonable cantidad para este objeto” [115].

El Católico, un mes y una semana después de la noticia que hemos transcrito publicaba la siguiente:

“Orense, 15.- Anteayer por la noche falleció en el inmediato pueblo de Sobrado el ilustrísimo Sr. Obispo de esta diócesis D. Dámaso Iglesias y Lago, a los 72 años de edad y 20 de pontificado, después de una corta y nada penosa enfermedad aunque achacoso desde hace tiempo por efecto de los sinsabores que lleva sufridos; uno de ellos en el año último en que vio arrancados y pisoteados sus edictos puramente eclesiásticos, en que prevenía a los sacerdotes que no asistiesen al teatro, etc.; desacato que le ha sido tanto más sensible cuanto fue cometido por quien debiera dar ejemplo de respeto a las leyes. Su vida ha sido edificante y ejemplar como dulce su muerte, y deja una grata memoria en este obispado. No podía suceder otra cosa habiendo sido propuesto al rey para la mitra por su mismo antecesor el memorable y benéfico cardenal Quevedo y Quintano” [116].

Sobre sus visitas pastorales entre 1819 y 1836 cfr. el citado artículo de González García[117]. Hernández Figueiredo nos ha dejado también un amplio análisis de los escritos pastorales[118]

Esa fecha, el 13 de noviembre de 1840, la dan todos los demás autores posteriores[119].

Creemos que tan notable obispo queda brevísima y perfectamente definido en las palabras de González García: “Fue el obispo Iglesias Lago de gran virtud y destacado celo apostólico” [120]. Sería justo añadir que fue fiel seguidor de la señaladísima senda marcada por su predecesor el insigne cardenal Quevedo y Quintano.

[1] Colección Eclesiástica Española comprensiva de los Breves de S.S., Notas del M. R. Nuncio, Representaciones de los Obispos a las Cortes, Pastorales, Edictos, etc., con otros documentos relativos a las innovaciones hechas por los constitucionales en materias eclesiásticas desde el 7 de marzo de 1820 (en adelante CEE). T. IV. Imprenta de E. Aguado, Madrid, 1824, p. 219; Pazos, Manuel R. OFM: Episcopologio Gallego. Obispos de Tuy y Orense. CSIC, Madrid, 1946, p. 529; Guitarte Izquierdo, Vidal: Episcopologio español (1700-1867). Ayuntamiento de Castellón de la Plana, Castellón, 1992, p. 137; Vilanova Rodríguez, Alberto: Enciclopedia Gallega, XVII, p. 210. ; García Cortés, Carlos: Obispos y Deanes del Cabildo Catedral de Santiago. Siglos XI-XXI. Catedral de Santiago y Xerión, Aranjuez, 2017, p. 152; Barreiro Mallón, Baudilio: La diócesis de Orense en la Edad Moderna, en Historia de las diócesis españolas, 15, Lugo, Mondoñedo Ferrol, Orense. BAC, Madrid, 2002, p. 497; González García, Miguel Ángel: La visita pastoral de la diócesis de Ourense del obispo Dámaso Iglesias Lago (1818-1840), en Memoria Ecclesiae, XV, 1998, p. 387

[2] Pazos: Op. cit., p. 529; Vilanova: Op. cit. p. 210; García Cortés, Op. cit., p. 152

[3] Pazos: Op. cit., p. 529; Vilanova: Op. cit. p. 210; García Cortés, Op. cit., p. 152, Vilanova, Op. cit., p. 210, Hernández Figueiredo, José Ramón: El cardenal Pedro de Quevedo y Quintano en las Cortes de Cádiz. BAC, Madrid, 2012, p. 62; García Cortés: Op. cit. p. 152; González García, La visita…, p. 387))

[4] Hz. Figueiredo: Op. cit., p. 62

[5] Pazos: Op. cit., p. 329; Hz. Figueiredo, Op. cit., p. 62; Gª Cortés: Op. cit., p. 152

[6] Hz. Figueiredo: Op. cit., p. 62.

[7] Pazos:Op. cit., pp. 529-532

[8] Pazos: Op. cit., p. 533

[9] Guitarte: Op. cit., p. 137

[10] Martí Gilabert, Francisco: Iglesia y Estado en el reinado de Fernando VII. EUNSA, Pamplona, 1994, p. 52

 

[11] Moliner Prada, Antonio: Las Juntas durante el Trienio Liberal. Hispania, LVII/1, 1997, nº 195, pp. 154-155); Pazos: Op. cit., p. 534

[12] CEE, IV, p. 219; Pazos: Op. cit., p. 534

[13] CEE, IV, pp. 219-220

[14] CEE, IV, p. 219

[15] CEE, IV, p. 221; Pazos: Op. cit., pp.534-535

[16] CEE, IV, pp. 221-222.

[17] CEE, IV, p. 224.

[18] CEE, cit., IV, p. 224.

[19] CEE, IV, pp. 77-107.

[20] CEE, IV, pp.96-98; Pazos: Op. cit., p. 534; Revuelta González, Manuel: Política religiosa de los liberales en el siglo XIX. CSIC, Madrid, 1973, p. 188

[21] CEE, IV, pp.96-97.

[22] CEE, IV, p. 97; Revuelta: Op.cit., p. 259.

[23] CEE, IV, pp. 241-244.

[24] CEE, IV, pp. 241-242.

[25] CEE, IV, pp. 243-244.

[26] CEE, II, p. 169; IV, p. 244.

[27] CEE, III, pp. 21-29.

[28] CEE, III, pp. 21-23.

[29] CEE, IV, pp. 244-247.

[30] CEE, IV, pp. 245-246.

[31] CEE, IV, p. 247.

[32] CEE, IV, p. 247.

[33] Pazos: Op. cit.,p. 333

[34] Gil Novales, Alberto: Diccionario biográfico del Trienio Liberal. Madrid, 1991, p. 307.

[35] Rivas Quintas, Eligio C.M.: Historia en torno ò Santuario dos Milagres, en Diversarum Rerum, 5 (2010), p.235.

[36] CEE, VII, pp. 231-249; Pazos: Op. cit., pp. 535-536

[37] CEE, VII, p. 231.

[38] CEE, IV, p. 247.

[39] CEE, VII, p. 232.

[40] CEE, VI, pp.233-234.

[41] CEE, VII, p. 234.

[42] CEE, VII, pp. 234-235.

[43] CE, VII, p. 235.

[44] CEE, VII, p. 236.

[45] CEE, VII, p. 237.

[46] CEE, VII, pp. 237-238.

[47] CEE, VI, pp. 238-239

[48] CEE, VII, p. 239.

[49] CEE, VII, p. 240.

[50] CEE, VII, pp.240-241.

[51] CEE, VII, p. 241.

[52]CEE, VII, p. 244.

[53] CEE, VII, p. 244 en nota a pie de página.

[54] CEE, VII, p. 245.

[55] CEE, VII, p. 246.

[56] CEE, VII, pp. 247-248.

[57] CEE, VII, p. 248.

[58] CTT, VI, pp. 281-290.

[59] CEE, VI, pp. 281-282.

[60] CEE, VI, p. 282.

[61] CEE, VI, p. 282.

[62] CEE, VI, p. 283

[63] CEE, VI, pp. 283-284

[64] CEE, VI, p. 284

[65] CEE, VI, pp. 284-286

[66] CEE, VI, pp. 287-288

[67] CEE, VI, pp. 288-289

[68] CEE. VI, p. 289

[69] CEE, IX, pp. 82-83

[70] CEE, IX, p. 83

[71] CEE, IX, p. 83

 

[72] CEE, IX, p. 83

[73] CEE, IX, p. 84

[74] CEE, IX, p. 84

[75] CEE IX, p, 85

[76] CEE, IX, p.85

[77] CEE, IX, p. 85

[78] CEE, IX, pp. 85-86.

[79] CEE, IX, p. 86

[80] CEE, IX, pp. 86-87

[81] CEE, IX, p. 215

[82] Romero Alpuente, Juan: Historia de la Revolución de España y otros escritos, II. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 281

 

[83] Feliu i Monfort, Gaspar: La clerecia catalana durant el Trienni liberal. Institut d’Estudis Catalans, Barcelona, 1972, p. 52

[84] Olea, Pedro: Iglesia y masonería. El Archivo de la Nunciatura de Madrid 1800-1850, en Masonería, Política y Sociedad, II. Centro de Estudios Históricos de la Masonería Española, Zaragoza, 198, p. 575

 

[85] Documentos del reinado de Fernando VII, II: Informes sobre el estado de España, 1825. Universidad de Navarra, CSIC, Pamplona 1966, p. 214)

[86] Documentos…, II, pp. 214-215

[87] Documentos…, II, pp. 214-215

[88] Documentos…, II, p. 215

[89]Documentos…, II, pp. 215-216

[90] Alvarado, Francisco: Cartas Críticas, III. Madrid, 1825, p. 496

[91] Pazos: Op, cit., p. 536; Vilanova: Op. cit., p. 210; Barreiro: Op. cit., p. 497

 

[92] Pazos: Op. cit. p., 533

[93] Revuelta González, Manuel: La Exclaustración 1833-1840. BAC, Madrid, 1976, p. 375

[94] Revuelta: Op. cit., p. 400

[95] Zaragoza Pascual, Ernesto: Noticias sobre cinco conventos orensanos y dos lucenses suprimidos (1835-1836), en Diversarum Rerum, 2 (2007), pp. 119-120

 

[96] Zaragoza: Op. cit. pp. 120-121

 

[97] Testimonio de los Obispos de España sobre la doctrina del discurso canónico-legal… y que impugnó el Ilmo. Sr, D. Severo Andriani, obispo de Pamplona, en el opúsculo que dio a luz con el título de Juicio analítico. Madrid, E. Aguado, 1841; Cárcel Ortí, Vicente: Política eclesial de los Gobiernos liberales españoles 1830-1840. Ediciones Universidad de Navarra SA, Pamplona, 1975, p. 43; Cárcel Ortí, Vicente: El liberalismo en el poder, Historia de la Iglesia en España, V. BAC, Madrid, 1979, pp. 179, 181-183; Berault-Bercastel (Moreno y Sacristán): Historia general de la Iglesia, VIII, Madrid, 1855, p. 1176; Fuente, Vicente de la Fuente: Historia Eclesiástica de España, III, Barcelona, 1855, p. 494; Balmes, Jaime: Obras completas, VI. BAC, Madrid, 150, p. 579; La Voz de la Religión: Remitido sobre el efecto que ha causado en las provincias la lectura del Juicio analítico, Cuarta época, I, enero-febrero, 1840, pp. 181-185; ídem, VI, diciembre,1840, p. 290; ídem, quinta época, II, marzo-abril. 1841, pp-306-307: Goñi Gaztambide, José: Historia de los obispos de Navarra, IX, Pamplona, 1991, pp. 517-520; Aguirre, Joaquín: Curso de disciplina eclesiástica general y particular de España por el Dr. D. Joaquín Aguirre, catedrático de esta asignatura en la Universidad de Madrid, I. Establecimiento Literario-Tipográfico de D. Saavedra y Comp., Madrid, 1848, p.252

 

[98] Goñi: Op. cit.. p. 519

[99] Goñi: Op. cit., p. 518

 

[100] El Genio del Cristianismo, Vol. III, Madrid 1839, p.74

[101] Cárcel Ortí, Vicente: El liberalismo en el poder; en Historia de la Iglesia en España, V. BAC, Madrid, 1979, p. 180c

[102] Cárcel Ortí, Vicente: El primer documento colectivo del Episcopado español. Carta al Papa en 1839 sobre la situación nacional, en Scriptorium Victoriense. 21 (1974), pp. 162-163

 

[103] Cárcel: El primer…, pp. 166-167

[104] Cárcel: Op. cit., p. 186

[105] El Católico, 14/10/1840, III, p. 347

[106] El Católico, 14/10/1840, III, p. 347

 

[107] Flórez, José Segundo: Espartero. Historia de su vida militar y política y de los grandes sucesos contemporáneos, III. Imprenta de D. Wenceslao Ayguals de Izco, Madrid, 1845, p. 214

[108] Rodríguez Lago, José Ramón: La diócesis de Orense desde 1850, 3. El cuadro de la vida religiosa, en Historia de las diócesis española, 15, Lugo. Mondoñedo-Ferrol, Orense. BAC, Madrid, 2002, p. 606

[109] Rodríguez Lago: Op, cit., p. 607

[110] García Cortés, Carlos: Seminarios conciliares, en Gran Enciclopedia Gallega, XXVIII, p. 121

[111] Guzmán, J.: Orense, Diócesis de, Diccionario de Historia Eclesiástica de España, III. CSIC, Madrid, 1973, p. 1833

[112] Rodríguez Lago: Op. cit., p. 601

[113] González García, Miguel Ángel: La diócesis de Orense desde 1850, en Historia de las diócesis españolas, 15, Lugo, Mondoñedo-Ferrol, Orense. BAC, Madrid, 2002, pp. 552-553

[114] González García, Miguel Ángel: El intento de sustitución del Retablo Mayor de la Catedral de Ourense a mediados del siglo XIX, en Porta da Aira, 9, Ourense, 2002

[115] González García, El intento…, p. 38

 

[116] El Católico, 21/XI/1840, p. 653

[117] González García: La visita… pp. 387-394

 

[118] Hernández Figueiredo, José Ramón: Posicionamiento ideológico del obispo Dámaso Iglesias y Lago (1818-1840), a la luz de sus escritos pastorales, en Auriensia, 17, 2014, pp. 147-206 y 18, 2015, pp. 131-196

[119] Pazos: Op. cit., p. 536; Guitarte: Op. cit., p. 137; Vilanova: Op. cit., p. 210; García Cortés: Op. cit., p. 152; González García: La visita…, p. 387

[120] González García: La visita…, p. 387

 

Comentarios
1 comentarios en “Los obispos de Orense en el siglo XIX (II)
  1. Bravísima, inmensa Cigüeña campanil y cameoponil, avant la lettre. Una lección de amor de Dios que es el amor a los hermanos y enseñar al que no sabe o al que no se entera por tarambana o maleado perezoso.
    Gracias D. Pacopepe. ¡Ad multos annos! tras los ya muchos pasados anhiesto sin rendirse ni dejarse esclavizar.
    Con admiración y afecto y gratitud por tantos servicios católicos prestados desde antaño a hogaño. ¡Dios lo quiere! Siempre miitantes alerta.
    Un paisano

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *