Desde el progresismo eclesial se lleva décadas acusando al que prefiere la liturgia tradicional de actuar por ego y orgullo. Se dice que quien necesita gestos de reverencia en el culto lo hace por deseo de destacar, por juzgar a los demás o por aferrarse al pasado. Del otro lado están ellos, los progresistas modernos, presentados como los verdaderos testigos del Evangelio: acogedores, sencillos, tolerantes.
Sin embargo, la mayoría de los fieles que buscan la tradición no lo hacen desde una actitud de superioridad, sino porque lo necesitan. No por creerse mejores, sino precisamente porque se saben débiles. No por querer imponer una estética, sino porque han descubierto que el rito les sostiene. El gesto solemne, el lenguaje sagrado, la estructura estable no son caprichos: son ayudas concretas para vivir la fe. Apoyos que han sostenido a generaciones enteras a lo largo de los siglos, incluso en las épocas más oscuras.
Hoy vivimos en un mundo rápido, disperso, ruidoso. Muchos no encontramos sustento en el tono infantil o excesivamente horizontal de la mayoría de celebraciones. No necesitamos menos forma, sino más sustancia. El silencio, la belleza, el misterio. No para sentirnos distintos ni para mirar por encima del hombro a nadie, sino para no perdernos. Para poder seguir creyendo.
Es preocupante que, en nombre de la inclusión, se excluya precisamente a quienes más necesitan el rito. Que se les ridiculice, se les corrija en público, se les acuse de rigidez o narcisismo espiritual. La verdadera caridad no impone una sola forma de vivir la fe. No se burla de la reverencia. La verdadera caridad escucha y comprende también a quienes dudan y necesitan apoyos más firmes, a quienes encuentran en la tradición una manera concreta y estable de permanecer fieles.
Defender la liturgia tradicional no significa despreciar otras formas válidas del culto. Pero sí significa reconocer que hay muchas almas que no pueden vivir de lo improvisado o de lo puramente emocional. Que necesitan estructura, continuidad, claridad. No porque sean mejores. Tal vez, al contrario, porque son más vulnerables.
Porque hay corazones que pueden abrirse infinitamente incluso en una misa sencilla y mal celebrada. Como esas abuelas que acuden cada día a la parroquia con una fe tan fuerte que hace temblar al infierno; o esas madres que ofrecen en silencio, domingo tras domingo, el sufrimiento de los suyos, aunque la estética del templo sea pobre o la liturgia deficiente. Y también hay otros —es mi caso— que somos más frágiles, más torpes para orar, más necesitados de ayuda. Que necesitamos el rito, la forma, la reverencia, los gestos, los símbolos, no por vanidad, sino porque sin ellos apenas logramos abrir el corazón.
La liturgia no es una bandera para distinguirse ni una trinchera para atrincherarse. Es un apoyo concreto para no caer. Por eso la tradición no se busca para lucirse, sino para sostenerse. Porque los fieles, al aferrarse al rito, no están buscando destacar sino resistir.