Ayer, solemnidad de San Pedro y San Pablo, a la hora en que la Iglesia universal vuelve su mirada a Roma, a la cátedra de Pedro, y al testimonio martirial de Pablo, apóstol de las gentes, no se ha oído en la basílica vaticana la más antigua plegaria eucarística de la tradición occidental: el Canon Romano. En su lugar, otra fórmula más reciente ha sido elegida por el celebrante, el Papa León XIV, para acompañar el momento de la consagración.
Puede parecer un detalle menor, un matiz dentro del gran marco de la liturgia. Pero no lo es. Y no porque otras plegarias carezcan de validez o belleza. Es que el Canon Romano no es simplemente una plegaria eucarística más: es un canal, un hilo de oro que enlaza la Iglesia apostólica con la Iglesia actual. Es, sin exageración, una de las pocas estructuras orantes que se ha mantenido ininterrumpidamente viva durante más de mil quinientos años, quizá más.
En su sobriedad clásica, su lenguaje preciso casi jurídico —romano en el mejor sentido—, el Canon lleva consigo no solo la fe, sino el tono, el aliento y la cadencia de la oración de los cristianos de los primeros siglos. Su mención de Abel, de Abraham, de Melquisedec, teje un vínculo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, haciendo inteligible el sacrificio de Cristo como cumplimiento y plenitud. Su recuerdo de los mártires —Felicidad, Perpetua, Águeda, Inés, Cecilia, Anastasia…— no es mera enumeración litúrgica: es memoria viva de la Iglesia perseguida, de la Iglesia que sobrevivió a Nerón, a Decio, a Domiciano, al Coliseo.
La plegaria fue codificada por San Gregorio Magno en el siglo VI, pero sus raíces se remontan como mínimo al siglo III. No es descabellado afirmar que sus elementos esenciales fueron oídos ya en la Roma preconstantiniana, en las catacumbas, en las casas de los fieles, junto al testimonio sangrante de Pedro y Pablo. Es esta la plegaria de la Iglesia petrina, no por mitología piadosa, sino por la fidelidad histórica de su uso continuado en la sede de Pedro.
Incluso durante el pontificado del Papa Francisco, el uso del Canon Romano en la solemnidad de San Pedro y San Pablo fue lo habitual, en expresión del vínculo espiritual, histórico y sacramental que une a Pedro crucificado cabeza abajo con el altar de mármol donde se celebra la misa hoy. La Iglesia no puede permitirse desatender aquello que más poderosamente encarna su tradición viva: las palabras de la plegaria con que se renueva el sacrificio del Calvario.
Sin embargo, parece una tendencia inevitable —incluso en las grandes solemnidades, incluso en San Pedro del Vaticano— que el Canon Romano se haya vuelto excepcional. Se opta, a menudo por motivos pastorales o de brevedad, por nuevas fórmulas redactadas en los años 60. No son indignas, pero carecen de la densidad teológica, simbólica e histórica del Canon. No sólo son más recientes: son más breves, más funcionales, más adaptadas a la sensibilidad moderna. Pero ¿a qué precio?
Al dejar pasar de largo la gran plegaria apostólica de Roma, perdemos la oportunidad de rezar lo mismo que rezaron nuestros padres en la fe, de escuchar las mismas palabras que oyeron los mártires, de volver a decir lo que dijeron los sacerdotes bajo el Imperio.
No estamos hablando aquí de ornamentos, ni de gestos externos, ni siquiera de lengua litúrgica o de orientación del altar —aunque todo eso tenga su valor—. Estamos hablando de las palabras mismas de la plegaria central de la misa. La forma concreta en que la Iglesia habla a Dios en el momento central de la Misa. ¿Qué puede haber más sagrado, más nuclear, más esencial?
Usar el Canon Romano no es arqueologismo ni nostalgia: es acto de fidelidad, gesto de pertenencia, profesión de fe en la continuidad de la Iglesia. No añade apenas unos minutos a la misa. Y sin embargo, cada vez que el sacerdote lo dice, atravesamos los siglos como quien cruza un puente, y al llegar al otro lado encontramos a Pedro, a Pablo, a Inés, a Cipriano, a León Magno, a Benito, a Tomás de Aquino, a Ignacio de Loyola, a Teresa de Ávila, a tantos y tantos que lo han repetido en los umbrales de la eternidad.
Quizá ha llegado la hora de preguntarnos por qué hemos dejado que se pierda, incluso en los días más solemnes. Y si no ha llegado también el momento de recuperarlo. Porque en tiempos de incertidumbre, no hay mejor ancla que una plegaria que ha resistido al tiempo.
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