Ese dinero no vino del Vaticano ni de mecenas extranjeros. Salió de los bolsillos de un pueblo empobrecido, que además acababa de ver cómo se masacraba a sus sacerdotes, a sus monjas, a sus obispos. La Iglesia fue una de las principales beneficiarias de aquella reconstrucción. Pero ahora, vista la desmemoria selectiva de nuestros pastores, parece que también ha decidido desentenderse del recibo.
Así que si de verdad quieren reconciliarse con los nuevos dueños del discurso, si tanto les inquieta la sombra de Franco y su turbio legado, tienen una salida clara: devuelvan el dinero. No hace falta que lo ingresen en la cuenta del Estado —sabemos cómo acabaría—. Bastaría con invertirlo en compensar a los fieles que ustedes mismos han defraudado.
Porque no se puede condenar a quien te rescató de las ruinas mientras disfrutas, sin inmutarte, de los templos que él mandó levantar. No se puede hablar de “valentía profética” mientras se chapotea en una ingratitud obscena.
Y hasta que eso no ocurra, lo suyo no será valentía. Será cobardía con incienso.
