Mi respetada y querida Mrs Mildred Martínez de Prevost:
Pienso en el pensamiento de esa mujer, con todo su inagotable caudal de afectividad e intuición femeninas, recordando siempre a su hijo y como estimulándolo a distancia y sosteniéndolo espiritualmente.
Gracias, Doña Mildred, por haber educado a su pequeño Robert Francis en la hombría de bien, en la cabalidad, en el dominio de sí y en todo ese cortejo de virtudes humanas que manifiesta su contenida pero sincera sonrisa, seguramente aprendida de usted y de su esposo.
Gracias por enseñarle usted, señora licenciada en biblioteconomía, organizadora de la biblioteca de la parroquia y del obispado, a amar los libros y a ser así otro buscador de Dios, y de Dios en el alma del hombre, como Agustín de Hipona.
Gracias por haberle enseñado a servir a la Iglesia en el culto divino en las mil actividades parroquiales, en el coro y en la catequesis, y en la generosa atención a los sacerdotes que, en el hogar de los Prevost, encontraban siempre su casa y su familia, un plato caliente y una acogida más cálida aún.
Gracias por velar por él y aportar a su celibato la carga de ternura y compañía femeninas que sabe y puede poner, mejor que ninguna otra mujer del mundo, una madre.
Usted lo vio marchar a la Orden Agustina con su flamante título de matemático bajo el brazo. Y derramó algunas lágrimas a escondidas, para no entristecer a su esposo y a sus otros dos hijos. ¡Era el pequeño, su benjamín, a quien usted había dado a luz ya con cuarenta y cuatro años!
Poco a poco, cada vez fue recibiendo usted más felicitaciones de amistades y familiares: ¡Robert era doctor en Teología y sacerdote! Y poco después, a sus 30 años vio usted partir a su Robert hacia el Perú como misionero. Desde entonces gozaría usted muy poco de su compañía: sólo cinco años después, en 1990, usted voló al cielo.
Desde allí contempló a Robert como un entregado y celoso misionero en Perú, connaturalizado con aquella bendita tierra y sus buenísimas gentes.
Después le vio recibir cargos de responsabilidad en su Orden y llegar a prior general. Y ser consagrado obispo de la diócesis de Chiclayo. Y ser creado cardenal con un encargo de especial confianza del Papa en Roma. Y por fin, ser elegido Papa él mismo, sorprendiendo al mundo entero no solo su nombre, sino, sobre todo, su talante, su sonrisa y su firmeza, su verdad y su voz hablándonos de Dios y de Jesucristo como único Salvador.
Estamos muy contentos con él, señora Mildred. Y pensamos constantemente en usted: en su alegría infinita porque vive usted en Dios. No caemos en la torpeza de decir «qué pena que no lo vea su madre», porque usted lo ve mucho más y mejor que si estuviese en la tierra. Lo ve mejor que nosotros: lo ve en Dios. Por eso sabe mejor que nadie cómo ayudarle. Unida a la Madre de todas las madres, María, usted desde el cielo le irá enseñando cada día a ser Papa. Con sabiduría y humildad. Con prudencia y fortaleza. Con valentía y amor a la cruz.
Él tiene que curar a la Iglesia, herida por mil divisiones zarandeada por mil confusiones, enfriada por mil cobardías, desnortada por mil mundanidades. Tiene que recuperar su infancia y recordar lo que le enseñaron usted y su esposo, y lo que parece que aprendió muy bien: amar a Dios sobre todas las cosas, obedecerle a Él antes que a los hombres, denunciar el pecado acogiendo al pecador, señalarnos el camino del cielo y avisarnos de las tentaciones que llevan al infierno. En definitiva: actualizar para el hombre de hoy todo lo que de niño aprendió de usted, que hoy sabrá recordárselo desde ese cielo donde le ha escrito la preciosa carta que ha tenido el detalle de confiarnos para que también nosotros nos emocionemos con ella.
¡Gracias, señora Mildred, gracias! Presente nuestros respetos a su esposo y espérenos en ese Paraíso donde esperamos reunirnos un día con ustedes, con su hijo y con todos los hijos de la Iglesia, Una, Santa, Católica Apostólica y Romana. La Iglesia cuya cabeza visible es hoy su hijo, que usted un día le regaló. ¡Gracias, gracias, señora Mildred!
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