Hay heridas que no se ven. No sangran ni se suturan. Pero duelen, y mucho. Y entre los fieles católicos de todo el mundo —sacerdotes, laicos, monjas carmelitas, madres de familia, jóvenes convertidos o viejos adoradores del Santísimo— hay una herida que llevaba más de una década supurando en silencio: la ruptura afectiva con el papado.
Un amor herido
Durante siglos, los católicos hemos profesado un amor filial al Papa. No solo por su autoridad, sino por lo que representa: el dulce Cristo en la tierra, el garante visible de la unidad, el padre común. Por eso, cuando ese lazo afectivo se rompe —no por motivos doctrinales, sino por una percepción creciente de frialdad, de incomprensión, de distancia— el alma se resiente.
Muchos lo vivieron. Muchos lo callaron. Lo contaban en voz baja: «No siento que el Papa me quiera», «parece que está siempre enfadado conmigo», «no sé si sigo siendo parte de su Iglesia», «cada vez que puede me insulta». Como si los que aman la Misa de siempre, la confesión frecuente, la adoración eucarística o simplemente quieren ser padres normales de familia, sin excentricidades, fueran un estorbo, una molestia o una especie en extinción.
El milagro discreto de León XIV
Pero algo ha empezado a cambiar. Y sucede con una rapidez desconcertante. León XIV ha comenzado a devolver al pueblo católico el derecho a sentir afecto a su Papa sin tener que justificarse.
Con pequeños gestos. Con homilías y discursos centradas en Dios y no en la opinión. Sin insultos, sin frivolidades. No es una estrategia de comunicación. Es algo espiritual. Muchos católicos, al mirar a León XIV, sienten por fin paz, y no inquietud. Esperanza, y no vértigo. Confianza, y no sospecha.
Y esa paz no viene solo de las palabras. Viene, lo sabemos, de una asistencia especial del Espíritu Santo que nunca falta al Sucesor de Pedro, pero que en algunos momentos se deja percibir con particular claridad, y en otros se oculta con inquietante misterio.
Aún queda mucho por hacer
Ahora bien, nadie sensato espera milagros inmediatos. Las heridas del alma eclesial son profundas y no se curan con un par de buenas semanas en los titulares. León XIV apenas ha comenzado un camino largo, exigente y lleno de resistencias.
Será necesario mucho más que gestos: hará falta una fuerza sobrenatural, un arraigo diario en la oración, una confianza heroica en la gracia. Y también será necesario que quienes lo miran con renovado afecto recen por él, lo sostengan con su ayuno y oración, lo defiendan sin convertirlo en bandera de parte.
Pero lo importante es que la herida está empezando a cerrarse. Y que millones de católicos han descubierto, con lágrimas en los ojos, que pueden volver a mirar al Papa con ternura, con gratitud, con el corazón tranquilo.
No es poco.
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