“In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas.” La famosa expresión atribuida —aunque probablemente de origen más tardío— a san Agustín resuena con fuerza en este nuevo capítulo de la historia de la Iglesia. Tras años de tensiones acumuladas, de debates amargos y fracturas crecientes, la Providencia ha suscitado un pontífice que podría devolver la unidad sin renunciar a la verdad.
Una elección inesperada… ¿o providencial?
Muchos fieles —y no pocos lectores de este medio— habrían deseado quizás un perfil con mayor visibilidad doctrinal, alguien que se hubiera posicionado con claridad ante las ambigüedades del pontificado anterior. Pero como señalaba recientemente un influyente comentarista, tal vez el momento requería otra cosa: alguien que, sin perder nunca de vista el depósito de la fe, fuera capaz de generar consenso en lo esencial, serenidad en lo pastoral y gobernabilidad en lo concreto.
No era ningún secreto en las congregaciones generales: la palabra más repetida era “unidad”. La Iglesia salía de una etapa marcada por heridas abiertas, tensiones nunca resueltas, bandos irreconciliables y un clima enrarecido que, más allá de las intenciones, fue muchas veces propiciado desde la misma cátedra de Pedro. La tentación era caer en una nueva polarización. Pero León XIV, agustino en alma y en formación, parece haber comprendido que no se trata de borrar el pasado, sino de reconciliarlo.
Un agustino para tiempos agustinianos
La espiritualidad de san Agustín —centrada en la búsqueda de la verdad en la caridad, en la supremacía de la gracia y en la humildad intelectual— aparece como un antídoto providencial para los males de nuestro tiempo eclesial. El nuevo Papa ha dado ya señales de ese estilo: no se presenta como adalid de una facción, ni ha permitido que se lo use como bandera para ajustar cuentas. Tiene la firmeza de quien sabe quién es y para qué ha sido elegido, pero también la prudencia de no prestarse a las dinámicas tribales que han dañado tanto a la Iglesia.
En ese sentido, también nosotros, desde nuestra posición, no hemos caído —ni queremos caer— en el juego de apropiarnos del nuevo Papa regodeándonos en cada gesto que suponga una enmienda implícita al pontificado anterior: sea la bendición respetuosa a los periodistas, el uso sobrio del vestuario papal o la recuperación de símbolos que hablan de continuidad. Sabemos que la unidad no se impone desde fuera ni se logra desde el resentimiento.
Otros, sin embargo, parecen vivir con ansiedad. Basta asomarse a los editoriales de Religión Digital o Vida Nueva para percibir un nerviosismo creciente, como si necesitaran recordarle constantemente al Papa quién lo eligió, o advertirle que no se aparte del guion que ellos imaginaban. No entienden —o no quieren entender— que este pontificado no es de nadie, salvo de la Iglesia y de Cristo.
Una oportunidad para la paz
León XIV hereda una Iglesia cansada, marcada por años de enfrentamiento estéril. Su misión no será fácil, pero es clara: restaurar la unidad de la Iglesia en lo fundamental, reconciliar a sus hijos en torno a la fe recibida, devolver serenidad a las conciencias y firmeza a la doctrina. No desde la imposición, sino desde la convicción. No desde la estrategia, sino desde la verdad.
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