Hubo un tiempo en que los concilios se convocaban para defender la verdad. Pero luego llegó el tiempo en que se convocó uno para pedir disculpas por haberla defendido.
A esa voluntad de resetear la tradición la llamaron aggiornamento, y hoy todavía son legión los cardenales que perseveran en ella. En una reciente entrevista de la COPE, por ejemplo, el cardenal Omella, arzobispo de Barcelona, afirmaba que «La fidelidad al Evangelio se encarnó en los tiempos modernos, a través del Concilio Vaticano II, con el aggiornamento».
Son palabras difíciles de entender. Podríamos calificarlas, incluso, de alarde de confusión, de voluntad de cambiar el sentido de los términos. ¿Acaso no consiste la fidelidad en adherirse a una verdad que no envejece ni se marchita, y no en adaptarse a los tiempos? ¿Hemos de entender que Cristo se encarnó para negociar con los fariseos, para ponerse al día con Herodes, para dialogar con los mercaderes del Templo?
Pero no estamos solo ante una confusión semántica, en esa frase se falsifica el concepto mismo de «fidelidad» haciendo pasar por ella su exacta negación. Mientras que la fidelidad implica la firmeza de quien permanece fiel en la Verdad eterna, el aggiornamento supone lo contrario: una búsqueda infatigable del consenso, es decir, de eso que tan bien describió Gómez Dávila al decir que «El consenso es el lugar de encuentro de los hombres sin principios».
Equiparando aggiornamento con Encarnación, el hecho esencial cristiano se convierte en un acto de mimetismo cultural. Cristo no se hizo carne para integrarse discretamente en el paisaje moral de su tiempo, sino para levantar un estandarte de contradicción. El orden de los factores altera el producto, cardenal: es la Iglesia quien eleva al Mundo hacia la luz del Evangelio, no el Mundo quien adapta el mensaje del evangélico a sus antojos.
Si en lugar de transformar el mundo, apostamos por que el mundo transforme la fe. ¿Somos conscientes de que estamos invirtiendo la lógica del Evangelio? Inquietante resulta, asimismo, la implicación histórica: si la verdadera fidelidad empezó con el aggiornamento, ¿debemos concluir que diecinueve siglos de cristianismo estaban equivocados o incompletos? Asombroso olvido del Espíritu Santo.
Sin embargo, cabe decir que Omella sí acierta al señalar el origen de este desatino, al recordarnos que desde el Concilio Vaticano II todos los Papas, con mayor o menor convencimiento, han seguido ese camino.
Decíamos que cada concilio había sido un acto de combate, un levantamiento en defensa de la Verdad. Nicea contra el arrianismo; Letrán IV contra el gnosticismo albigense; Trento contra el protestantismo, etc. Mas en dramático contraste, el Vaticano II no condenó la herejía a la sazón dominante, el modernismo, sino que hizo de ella la nueva ortodoxia, dejando extramuros, paradójicamente, aquello que hasta entonces había impedido su despliegue: la tradición de la Iglesia. El aggiornamento nació como una rendición vestida de cortesía, una adaptación liberal de la religión al gusto del siglo.
Concedamos que algún promotor de la idea albergase en su día alguna sana intención, y que creyese de buena fe que, rindiendo la Iglesia al Mundo, el mundo iba a caer rendido a sus pies. Mas hoy, con la perspectiva de seis décadas, las evidencias en contrario son abrumadoras: el aggiornamento ha sido a la Iglesia lo que la pedagogía progresista al sistema educativo: un hermoso suicidio con sonrisa en los labios. Así que resulta extraordinariamente difícil entender cómo tantos cardenales pueden seguir sosteniendo esa ficción.
En el mundo desencantado que advirtió Max Weber, el aggiornamento ha impedido que la Iglesia se yerga como la portadora de la Verdad, la custodia del Misterio revelado, para convertirla en un eco amable de la sociedad secular. Desde una perspectiva teológica, no debe escapársenos la gravedad del acto: el aggiornamento supone en la práctica la claudicación de la Iglesia frente a uno de los tres enemigos del alma: el Mundo. Desde una perspectiva filosófica, supone la integración plácida en lo que Giorgio Agamben llamó la «nuda vida»: una existencia meramente biológica, carente de densidad espiritual, reducida a su supervivencia animal. Una Iglesia que renuncia a lo trascendente para hacerse amable a un mundo desencantado no salva almas: las adiestra para la jaula dorada de una vida zoológica, mientras olvida que su misión no era fomentar la «buena vida», sino señalar el camino hacia la «vida buena». Ese camino de apertura ya no es solo estrategia pastoral: es teología de la demolición. Ya no se trata de «acompañar» al mundo moderno: se trata de disolverse en él como un azúcar en café tibio.
Pero lleva razón Omella: durante estos sesenta años, ningún Papa, ni siquiera los considerados «conservadores», ha querido, sabido o podido decir en voz alta que el aggiornamento fue un error. San Juan Pablo II, Benedicto XVI, incluso ellos optaron por una estrategia de administración melancólica del desastre. Ciertamente el papa Francisco, ciudadano jesuita Jorge Mario Bergoglio, no causa la enfermedad, sólo la llevó a su paroxismo.
Y tras su fallecimiento, llega el momento crucial, el próximo Cónclave. En él se decidirá si la Iglesia puede —en las dos acepciones del verbo «poder»— recuperar su esencia frente a un mundo que la niega. O si, por el contrario, seguirá cavando su propia tumba, convencida de que el éxito llegará, esta vez sí, con más reuniones de sinodalidad, más discursos sobre la escucha, más liturgias creativas con globos de colores.
La historia enseña que no basta con buenas intenciones. El aggiornamento quiso transformar la fe en una «experiencia religiosa» moldeable a gusto del consumidor. Craso error: en el momento en que la fe se reduce a experiencia subjetiva, deja de ser un acto de asentimiento a la Verdad revelada. Como dejó escrito Romano Guardini, en La esencia del cristianismo: «La fe no es una experiencia, sino una obediencia a la realidad que nos precede y nos trasciende».
Frente a la modernidad desencantada, el Concilio Vaticano II quiso desencantar también a la Iglesia; en un mundo que perdía el sentido de lo sagrado, la Iglesia optó por mimetizarse renunciando a su último tesoro: la custodia de lo Sagrado.
Pero ese aggiornamento, en el que persevera Omella, ha dejado ya demasiadas almas tibias, demasiadas iglesias frías, demasiados altares mudos. Es vital abandonar esa idea perversa. La Iglesia no puede seguir negando su fundamento.
Cuando uno está en un agujero, dicen los ingleses, lo primero que debe hacer es dejar de cavar. La pregunta es si la Iglesia tiene aún manos libres, en la más amplia acepción del término, para soltar la pala.
Pedro Gómez Carrizo
Ayuda a Infovaticana a seguir informando
