Mientras en el Vaticano se desarrollan las Congregaciones Generales, ese periodo previo al cónclave en que los cardenales se reúnen para deliberar sobre el estado de la Iglesia, vale la pena recordar unas palabras que, hace ya cuatro décadas, pronunció quien sería Benedicto XVI.
Eduard Habsburg, actual embajador de Hungría ante la Santa Sede, ha compartido en sus redes sociales una anécdota que vivió con el entonces cardenal Joseph Ratzinger, allá por 1985. Habsburg, por aquel entonces apenas un joven alumno, se atrevió a preguntarle al futuro Papa cómo se elegía al sucesor de Pedro. ¿Era acaso una cuestión de sentarse frente a un papel y rezar hasta que viniera un nombre a la mente?
Ratzinger sonrió antes de responder: “Muy importantes son las Congregaciones Generales, donde todos los cardenales discuten libremente todo lo relacionado con la Iglesia. Tú miras y escuchas. Entonces, recibes una chispa. Y luego, esa chispa se transmite por los pasillos en penumbra del Vaticano”.
Una respuesta breve, pero reveladora. En la Iglesia católica, la elección de un Papa no es fruto de una simple iluminación privada, ni de una estrategia puramente humana. Es un proceso en el que la oración, el diálogo y la escucha cobran un papel esencial. Las Congregaciones Generales no son un mero trámite, sino el espacio donde se forma el juicio colectivo del Colegio Cardenalicio. Allí, en ese intercambio libre de pareceres, en ese clima de comunión (o de tensiones), empieza a vislumbrarse la figura del próximo Pontífice.
La “chispa” de la que hablaba Ratzinger no es magia ni intriga: es ese destello de claridad que surge de la reflexión compartida y de la acción de la gracia. Y, sin embargo, es innegable que —como añadía con ironía el cardenal alemán— esa chispa también corre por “los pasillos en sombra del Vaticano”, en alusión al inevitable componente humano de toda elección.
En estos días de Congregaciones Generales, cuando los cardenales del mundo entero tratan de discernir quién deberá guiar la barca de Pedro, vale la pena recordar estas palabras de Ratzinger. Porque, más allá de cábalas y quinielas, la clave está en ese misterioso equilibrio entre la gracia y la naturaleza, entre la acción del Espíritu Santo y la responsabilidad de los hombres.
¿Será capaz esta generación de cardenales de reconocer la chispa? ¿O se apagará en los laberintos de las estrategias humanas?
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Lo que se reconoce en este artículo es que si hay un cardenal que prefiere el silencio o es tímido lo lleva crudo para salir
Silencio y timidez + oración y estudio = Ratzinger.
Estos días me he leído la autobiografía de Ratzinger (“Mi vida”) y “La sal de la tierra”, el libro-entrevista que le hizo Peter Seewald en 1997. Madre mía, qué gran personaje, qué gigante, qué altura (y que conste que, siendo Ratzinger como fue un teólogo “progre” hasta que le nombraron arzobispo de Munich, no es mi gran santo de devoción), es que dan ganas de llorar sólo de pensar que su sitio como prefecto lo ha llegado a ocupar un personaje del nivel del Tucho. ¿En qué se ha convertido la Iglesia?