Roma, bajo un sol inusualmente claro para esta época, ha sido hoy escenario de una jornada que ha dejado huella. Las congregaciones generales han terminado por hoy y los cardenales se han dispersado, algunos en pequeños grupos, otros en soledad, rumiando lo que se ha dicho y, sobre todo, lo que se ha dejado entrever.
Hasta ahora, el debate venía girando en torno a tres frentes ya conocidos: el moral, donde se exige claridad frente a la confusión doctrinal; el de gobierno, donde se reclama eficacia frente al caos organizativo; y el jurídico, donde urge restaurar la justicia frente a la arbitrariedad en las decisiones.
Sin embargo, hoy ha emergido con fuerza un cuarto frente, que hasta ahora apenas se mencionaba abiertamente y que podría ser determinante: la necesidad de oponer la evangelización a la deriva sinodalista.
Ya no se trata solo de mejorar lo que no funciona; se trata de cambiar de rumbo. Muchos cardenales, cansados de sínodos interminables y de procesos que consumen tiempo sin dar frutos, han puesto sobre la mesa que la Iglesia debe volver a su misión esencial: anunciar a Jesucristo. Sin complejos, sin diluirse en debates interminables sobre estructuras o procedimientos. La sinodalidad, convertida en fin en sí mismo, ha dejado las iglesias vacías. La evangelización es el único camino que puede devolver vida al cuerpo exhausto.
Hoy también ha quedado patente otro fenómeno: los sectores más identificados con el pontificado anterior se muestran visiblemente avergonzados. Ya no defienden, apenas se justifican. Saben que no tienen argumentos ni resultados que exhibir, y optan por el silencio o el repliegue.
Nombres hay, aunque no se aireen aún. Se tantean, se prueban, se miden. Algunos empiezan a perfilarse como verdaderos candidatos, mientras otros solo sobreviven en los despachos.
Y no conviene olvidarlo: no todos han venido a Roma para elegir Papa; algunos han venido para impedirlo. El humo blanco todavía está lejos. Pero las cartas empiezan a verse sobre la mesa.
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