En una reciente entrevista en El País, el cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, ha dejado claro que no solo quiere blindar el legado de Francisco, sino que, de paso, pretende hurtar al próximo Papa el poder que Cristo mismo le otorgó: el de «atar y desatar» (Mt 16,19).
«Las medidas de Francisco son irreversibles», insiste Cobo, como si el Papa que venga no fuera el Vicario de Cristo, sino apenas el albacea de un difunto. Para el arzobispo de Madrid, el nuevo pontífice deberá limitarse a «acoger lo que ha aportado Francisco» y, por supuesto, seguir adelante sin corregir nada, porque —afirma— «esto no tiene marcha atrás».
No parece preocuparle que el poder de atar y desatar, conferido por el mismo Jesús a Pedro y a sus sucesores, implique precisamente la libertad de revisar, corregir, confirmar o incluso anular decisiones humanas anteriores. Ni que ningún Papa esté atado de manos por su predecesor más de lo que se atan por mutuo respeto, nunca por obligación divina.
Pero Cobo prefiere la continuidad automática, incluso si esta contradijera las necesidades de la Iglesia o la voz del Espíritu Santo. «Francisco ha hecho unas reformas irrenunciables», proclama, como si Francisco hubiera sido legislador infalible en todo cuanto tocó, y no un Papa como todos, humano y falible, cuyo magisterio ordinario puede ser —y a veces debe ser— matizado, corregido o abandonado.
Cobo habla de «escucha», «pluralidad» y «libertad», pero al mismo tiempo impone un marco restrictivo: el próximo Papa no podrá actuar «como hace 80 años», no podrá «volver atrás», no podrá corregir lo que, según él, ya ha quedado escrito en piedra. ¿Libertad? Solo para seguir la senda ya trazada. ¿Pluralidad? Solo para elegir entre matices de una misma ideología.
Hasta el mismísimo Espíritu Santo parece quedar en entredicho. Si sus inspiraciones condujeran a un futuro Papa a reformar las reformas, Cobo ya ha dictado sentencia: eso no es posible. Como si el Espíritu estuviera también atado por actas notariales del pontificado anterior.
De paso, Cobo desautoriza de antemano a voces críticas como las del cardenal Müller, que reclaman un examen honesto del rumbo eclesial.
El cónclave que se avecina será «plural y universal», con 71 nacionalidades distintas, y, según Cobo, no será fácil alcanzar un acuerdo. Tal vez sea providencial que así sea: un largo discernimiento puede recordar a los cardenales que no están allí para ratificar la agenda de un difunto, sino para elegir a un nuevo Pedro, libre para atar y desatar según la voz del Espíritu Santo, no según la voz de El País