El cónclave de 2013: manual de psicología grupal, trampa táctica y suicidio estratégico

El cónclave de 2013: manual de psicología grupal, trampa táctica y suicidio estratégico

A veces, para entender cómo se elige un Papa, basta con recordar cómo se elige al delegado de clase: nadie quiere al que tiene demasiado carácter, y al final acaba saliendo el que molesta menos, no el que convence más. El cónclave de 2013 fue eso, pero a lo grande. Y con sotanas rojas.

Cuando Benedicto XVI renunció, muchos pensaron que vendría un sucesor “en continuidad”. Lo pensaron sobre todo los conservadores, que se creyeron más listos de lo que eran. Apostaron por Angelo Scola, arzobispo de Milán, hombre cercano a Ratzinger, formado, elegante, y además de Comunión y Liberación: o sea, todo lo que el progresismo odiaba. Pero los propios conservadores —tan aficionados a dispararse en el pie— se dividieron. Algunos, por el simple hecho de que Scola era de Comunión y Liberación, y eso en Castilla y León olía a competencia. El tribalismo eclesial, ya saben: si no es de “los nuestros”, aunque lo parezca, mejor que no gane nadie.

Y así, mientras unos bloqueaban a Scola por prejuicios y otros se dejaban embaucar por la cortesía vaticana, los progresistas montaron su jugada maestra.

Primero, sacaron al escenario a un espantapájaros: Odilo Pedro Scherer, arzobispo de São Paulo. Empezaron a mover su nombre entre periodistas, con declaraciones filtradas, sonrisas enigmáticas, y ese estilo tan jesuítico de lanzar el anzuelo sin mostrar la caña. Pero Scherer no era un candidato real. Era el comodín para asustar a los conservadores: “Cuidado, que si no os ponéis de acuerdo, sale este”.

Mientras tanto, Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los Obispos, canadiense de buena reputación y piedad probada, cometió el error de dejarse utilizar. Le hicieron creer que tenía posibilidades. Empezó a reunir votos, a sonreír más de la cuenta, a imaginarse en los balcones. Pero era otro peón. Su presencia, lejos de unir al bloque conservador, lo terminó de dividir. Unos con Scola, otros con Ouellet. Y en ese momento, entre el desconcierto, el hartazgo y las ganas de cerrar filas, emergió el tercer hombre: Jorge Mario Bergoglio.

No era nuevo. En 2005 ya había estado cerca. Pero ahora, a sus 76 años, aparecía como el “candidato de compromiso”. No entusiasmaba, pero tampoco ofendía. No venía con bloque propio, pero eso mismo lo hacía menos peligroso. Y sobre todo, no era ni Scola ni Ouellet. Era el que podía salir mientras los demás seguían peleándose. El que unía porque no dividía.

¿Inspiración del Espíritu Santo? Puede ser. Pero lo que sí fue, sin duda, fue una jugada de manual. Una estrategia digna de la mejor escuela política: distraer con Scherer, dividir con Ouellet, y colar a Bergoglio por la puerta del fondo. El resultado está a la vista.

Ahora, mientras se prepara un nuevo cónclave, algunos vuelven a hablar de “ventanas abiertas”, “vientos del Espíritu” y otras metáforas climatológicas. Pero si quieren entender lo que puede pasar, no miren al cielo. Miren a los pasillos. Porque si en 2013 se impuso el candidato de consenso por agotamiento, esta vez podría pasar exactamente lo mismo. Otra vez.

Porque el Espíritu Santo asiste, sí. Pero no vota.

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