A las puertas de un nuevo cónclave, es inevitable la oleada de análisis, presiones y agendas que llegan desde fuera. Los grandes medios, que durante años han ignorado o ridiculizado a la Iglesia, se lanzan ahora a marcarle el paso: que hable de política, de sexo, de poder, de administración. Como si el cónclave fuese una asamblea de tecnócratas, como si los cardenales fueran gestores de una empresa que necesita modernizar su imagen.
Pero el cónclave no es un proceso electoral ni un reparto de cargos. Es un acto de discernimiento espiritual profundo. Y si los cardenales se dejan arrastrar por las urgencias del mundo —algunas reales, otras impuestas— corren el riesgo de olvidar lo más importante: el centro de la fe.
La Iglesia no se revitaliza desde los márgenes, sino desde el corazón. Y ese corazón es la liturgia, especialmente la celebración de la Santa Misa. Ahí se decide todo. Ahí se educa la fe, se sostiene la esperanza, se alimenta el amor. Sin una liturgia viva, reverente, clara y centrada en el misterio, no hay renovación posible.
Hoy, esa liturgia está en crisis. No en los libros ni en los documentos, sino en la realidad cotidiana. Iglesias vacías, celebraciones desordenadas, música irrelevante o directamente profana, homilías sin contenido, signos sin alma. Lo sagrado ha sido sustituido por lo funcional, lo eterno por lo anecdótico. Muchos obispos no celebran con fe. Muchos sacerdotes celebran por inercia, con prisa, sin hondura. Y el pueblo de Dios, cada vez más, deja de confesarse e ir a misa porque no encuentra allí lo que su alma busca.
No se trata de formas externas, sino de una cuestión espiritual de fondo: ¿creemos realmente que Cristo está presente en la Eucaristía? ¿Creemos que se renueva el sacrificio del Calvario? ¿Creemos que allí Dios se nos da entero? Si lo creemos, entonces debemos celebrarlo de forma que eso se note. Si no lo creemos, todo se desmorona.
Este es el tema que no puede faltar en el precónclave. Este es el debate que no puede ser sustituido por ningún otro. Porque poner la Misa en el centro no es una opción pastoral, es la esencia misma del catolicismo. El Papa que se elija recibe un mandato, no un cheque en blanco. Y ese mandato no puede ignorar la urgencia de devolver a la liturgia su lugar central, su belleza, su fuerza transformadora.
Los cardenales deben hablar de muchas cosas, sí. Pero esta es la primera. No se trata de mirar atrás, ni de huir del mundo. Se trata de mirar al centro, que es Cristo hecho pan. Si el próximo pontificado no parte de ahí, todo lo demás será reforma sin alma, cambio sin fruto.
En medio del ruido, que el Espíritu Santo los lleve de vuelta al silencio del altar.
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