Por alguna extraña razón, cada vez que algún obispo se ve envuelto en una polémica, buena parte del clero —especialmente el de las diócesis afectadas— siente una llamada interior, casi irresistible, a convertirse en su abogado defensor.
No estaría mal si eso se hiciera con sobriedad, con sensatez, con argumentos sólidos o, al menos, con un cierto respeto por la verdad. Pero no: la tentación parece ser la de manipular, tergiversar, dulcificar lo que no tiene defensa o, directamente, inventar lo que no sucedió.
El caso más reciente es el del cardenal Cobo y su intervención —o falta de intervención— en el Valle de los Caídos para facilitar su profanación. No vamos a entrar aquí en el fondo de la cuestión. No hace falta. Porque el problema no es ése. El problema es lo que viene después.
Uno abre las redes y se encuentra a sacerdotes haciendo encaje de bolillos forzado, afilando la retórica como si fuera un arma de guerra, estirando la realidad hasta romperla, todo con tal de salir en defensa del obispo. Como si el cuarto mandamiento hubiera sido reescrito: “Defenderás a tu ordinario, aunque diga barbaridades, y las harás tuyas”. Y no, no hace falta. De verdad.
No es necesario decir lo contrario de lo que ha sucedido. No es necesario reinterpretar las palabras hasta que signifiquen justo lo opuesto. No es necesario convertir un paso atrás en un acto profético, una omisión en prudencia heroica, una claudicación en diálogo evangélico. Una profanación en un éxito. Si el obispo se ha equivocado —o simplemente ha actuado de forma discutible— no pasa nada. Se puede reconocer. O, si eso resulta imposible, hay una opción aún más sencilla: callarse.
Sí, callarse. Porque hay veces en que el silencio no es cobardía, sino decencia. Porque el pueblo de Dios no es idiota, y cuando ve a sus pastores defendiendo lo indefendible, no piensa “qué fidelidad tan admirable”, sino “qué desvergüenza”. Porque la mentira, aunque se vista de clergyman, sigue siendo mentira. Y porque la mejor manera de proteger la autoridad episcopal es no banalizarla.
Así que, sacerdotes tuiteros, defensores de oficio, artistas del relativismo de sacristía: respiren hondo. No hace falta mentir. No hace falta retorcer la realidad. No hace falta manipular. A veces basta con mirar hacia otro lado, rezar, y esperar que pase el temporal. De verdad.