Un mundo sin misterio

Por Pedro Abelló Presencia de Dios
|

Los cielos cuentan la gloria de Dios,

Y el firmamento anuncia la obra de sus manos.

Un día emite palabra a otro día,

Y una noche a otra noche declara sabiduría.

(Salmos 19, 1-2)

Lo terrible del mundo de hoy es que ha destruido el sentido del misterio en el hombre, ha convertido nuestro universo en un plano de dos dimensiones, sin altura ni profundidad, una hoja de papel sin dimensión vertical.

Para el hombre de hoy no existe el misterio, a pesar de vivir rodeado de misterio. Todo lo que le rodea es misterio, pero es incapaz de verlo. Por eso no ve a Dios.

Es incapaz de ver el misterio que hay en el hecho de que una pequeña semilla se convierta en un árbol gigantesco. Simplemente lo da por sentado, sin llegar a preguntarse cómo es eso posible, qué es lo que obra ese milagro cotidiano que se desarrolla constantemente ante sus ojos sin que sea capaz de verlo, qué inteligencia prodigiosa es capaz de hacer que de ahí surjan células que se van especializando, cada una según su cometido: unas para formar las raíces capaces de tomar las sustancias de la tierra, otras para transformarlas en savia nutritiva, otras para formar la madera del tronco, otras las ramas, otras las hojas, otras los brotes y las flores, que a su vez se convierten en frutos que contienen nuevas semillas… ¿De dónde ha surgido esa inteligencia dentro de esa pequeña semilla?

La evolución, nos dirá. Pero ningún evolucionista ha sido capaz de explicar el origen de la vida, el principio de todo que sigue oculto en el misterio. Y, como afirma Michael J. Behe en Darwin Devolves, “la explosión de información sobre la estructura y las funciones de la célula, la elegante y detallada organización de los componentes celulares y su capacidad para funcionar como un todo y llevar a cabo las funciones vitales, tornan imposible cualquier proceso no guiado y aleatorio.”

Le han enseñado que el cuerpo humano está formado por células (75 billones de ellas en un cuerpo adulto), pero ni siquiera se pregunta cómo es posible que, de dos células iniciales, surjan esos miles de millones que se van especializando según su cometido: la piel, los músculos, los huesos, los cartílagos, los vasos sanguíneos y linfáticos, la sangre, la linfa… Y no hablemos de las super especializaciones: los nervios, las neuronas, cada una de las partes del ojo o del oído interno… 

Con algo más de suerte, puede haber escuchado que cada célula contiene material genético (DNA), empaquetado en una doble hélice, que es el “libro de instrucciones” de la célula, y que contiene unos tres mil quinientos millones de nucleótidos base que forman los treinta mil genes, cada uno de los cuales produce una molécula específica, una proteína, de las que el cuerpo fabrica unas 2000 por segundo, para organizar unos 150 trillones de aminoácidos.

Ya es más improbable que le hayan informado de que el DNA utiliza un código formado por cuatro letras para elaborar sus instrucciones, con un sistema infinitamente más complejo que el de cualquier programa que el hombre sea capaz de elaborar.

En su libro The Hidden Face of God, y hablando del funcionamiento interno de una célula, Gerald L. Schroeder comenta: “… moléculas leyendo otras moléculas, moléculas seleccionando otras moléculas, moléculas transportando otras moléculas (…) No hay ahí personas pequeñas trabajando. Son simples moléculas que, de alguna manera, parecen actuar como pequeñas personas inteligentes, como si tuvieran conocimiento propio. Y lo tienen (…) Algo ha de dirigir esta danza sincronizada de las moléculas. En algún lugar dentro de la célula hay una mente molecular sintonizada con un reloj molecular (…) No puedo imaginarme esta complejidad evolucionando sin unos poderosos controles y catalizadores impulsándola desde el inicio hacia su conclusión.”

Pero seguimos sin verlo, seguimos dándolo por sentado sin preguntarnos cómo ni por qué. Al morir el misterio, muere también la necesidad de entender, y ahí muere el motor de la inteligencia humana: la necesidad de preguntarse qué soy yo, de dónde vengo, qué hago aquí y dónde voy.

Vemos cada día girar el cielo sobre nuestras cabezas y no nos preguntamos por qué esas órbitas son estables, por qué los cuerpos celestes no caen unos sobre otros. También lo damos por sentado sin más.

No nos preguntamos por qué hay algo en vez de nada, por qué hay orden en vez de caos, toda vez que, como la física sabe muy bien, la materia dejada a su propio impulso conduce al caos y no al orden.

Nos emocionamos al ver algo bello e incluso somos capaces de amar, pero no nos preguntamos por qué amamos y sentimos si la materia no ama ni siente. Simples reacciones químicas, respondemos.

La muerte del misterio es la mayor tragedia en la vida humana, lo que nos convierte en ciegos, sordos e insensibles a todo lo que nos rodea.

Rozamos la superficie de la realidad, pero nos contentamos con eso, sin ser capaces de entrar en ella. Vagamos por la superficie de todo sin llegar nunca a entender, sin esforzarnos siquiera por hacerlo.

Decimos que la tecnología ha conseguido dominar las fuerzas de la naturaleza, pero si nos preguntamos qué es la energía, no tenemos respuesta; jugamos con ella, pero no sabemos nada sobre ella. Creemos en ella, pero no la conocemos, del mismo modo que creemos en la conciencia, pero no sabemos qué es. La utilizamos, pero no la entendemos, y a pesar de no entenderla creemos en ella, y, sin embargo, rehusamos tajantemente creer en Dios “porque no lo entendemos”.

¿Cómo podemos pretender “entender” a Dios, que está, por definición, por encima de toda comprensión humana, cuando no somos capaces de entender qué es la energía, con la que jugamos cada día?

Un mundo del que el misterio ha sido excluido es un mundo inhumano, porque el hombre es hijo del misterio, ha nacido del misterio y vive para el misterio, para intentar profundizar en él y arrancar de él las respuestas a unas preguntas que ni siquiera se plantea y que, sin embargo, son las que justificarían su existencia.

El hombre que no ve el misterio oculto tras todo lo que le rodea es tanto más incapaz de ver a Dios. Para ver a Dios, debe primero intentar ver el misterio tras un amanecer, tras un bello paisaje o una puesta de sol, tras la sonrisa de un niño, tras una semilla que germina, tras un mar tranquilo o tras una tormenta, tras el pequeño insecto que construye un nido que exigiría para el ser humano una complicada aplicación de cálculo diferencial…

Para ver a Dios, debe ser capaz de romper la superficie de las cosas y entrar en ellas, adentrarse en su complejidad, maravillarse ante lo que va encontrando, sentir la inteligencia que desborda en todo lo creado, captar las líneas de su diseño y no cansarse nunca de buscar al Diseñador.

Diseño y designio son dos palabras muy relacionadas: todo diseño tiene un designio, y es necesario buscar el designio tras cada diseño, porque el diseño conduce al designio.

En su Epístola a los Romanos, San Pablo habla de la culpabilidad del hombre que se excusa de no conocer la verdad: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad;  porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó.  Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.  Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.  Profesando ser sabios, se hicieron necios,  y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles.” (Romanos 1, 18-23)

Ayuda a Infovaticana a seguir informando

Comentarios
2 comentarios en “Un mundo sin misterio

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

 caracteres disponibles