Hubo un tiempo en que las iglesias eran auténticos refugios de lo sagrado, espacios que elevaban el alma hacia lo eterno. Entrar en ellas era entrar en la Casa de Dios.
Todo, desde el imponente altar mayor hasta las vidrieras que filtraban la luz celestial, hablaba de un misterio que superaba al hombre. Hoy, muchas de esas iglesias han sido sustituidas por edificios que parecen salidos de un catálogo de oficinas o de un almacén frío y desangelado. Uno entra y no encuentra la grandeza de lo divino, sino la funcionalidad de lo práctico.
¿Qué nos ha pasado? ¿Cuándo dejamos de construir para Dios y comenzamos a construir para los hombres?
Podríamos achacar este fenómeno a varios factores. En parte, la crisis de fe que ha barrido Europa en las últimas décadas ha hecho que muchas comunidades no se sientan capaces de justificar el gasto de una arquitectura bella. ¿Para qué invertir en una cúpula que apunta al cielo si los bancos de la parroquia están vacíos? Pero este argumento no se sostiene del todo. En épocas pasadas, la pobreza de los pueblos no era un obstáculo para construir iglesias magníficas. De hecho, cuanto más humilde era la comunidad, mayor era el sacrificio por levantar un templo que fuera digno del Creador.
Quizá la clave esté en un cambio de mentalidad. Hemos sustituido la trascendencia por lo utilitario. Donde antes había un sentido profundo de lo sagrado, ahora hay un diseño que busca ser «acogedor» y «funcional». Los altares de mármol han dado paso a simples mesas de madera; los confesionarios, antaño lugares de intimidad espiritual, se han convertido en rincones olvidados; y las imágenes de santos han sido desplazadas por paredes desnudas que parecen tener miedo de ofender a alguien.
No es solo una cuestión estética. La fe se transmite también a través de los sentidos. Una iglesia bella nos recuerda que hay algo más grande que nosotros. Cada detalle, cada escultura, cada pintura, es un catecismo visual. Al perder esa belleza, perdemos una parte del alma de nuestra fe.
Pero la nostalgia no es suficiente. Quizá sea momento de plantearnos si este abandono de la belleza es una causa o una consecuencia de la pérdida de lo sagrado. ¿Construimos iglesias feas porque hemos dejado de creer en la presencia real de Dios en ellas? ¿O hemos perdido la fe porque las iglesias ya no nos conducen al cielo?
Al mirar las catedrales del pasado, uno no puede evitar sentirse pequeño, pero también lleno de esperanza. Ellas eran el testimonio de generaciones que sabían que la fe no se reduce a lo útil, que la belleza tiene un valor en sí misma porque nos conecta con lo eterno. Tal vez sea momento de recuperar esa visión y recordar que las iglesias no son simples edificios: son la casa de Dios. Y Dios, como bien sabían nuestros antepasados, merece lo mejor que podemos ofrecerle.
Porque, al final, construir con belleza es construir con amor. ¿Y qué dice de nuestra fe que hoy tengamos miedo de amar a Dios con la misma grandeza que lo hicieron quienes nos precedieron?
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Son de una fealdad enorme. Iglesias en bajos sin ningún arte. Qué pena.
TROLL DEL ABECEDARIO
Tu hablando de belleza, y especialmente de la belleza de los templos es una obscenidad. Por favor no ensucies este buen artículo con tus tonterías.
Siempre que entro en una Iglesia antigua que refleje respeto a lo sagrado, grandeza y solemnidad, no puedo evitar pensar cómo se vivía y se profesaba la fe antes; con qué celo y cuidado se vivía por parte de muchos; con qué devoción y piedad se celebraban y frecuentaban los sacramentos.
Incluso uno se imagina que el sacerdote estuviera celebrando la misa de siempre en ese mismo altar donde ahora todo lo que se celebra es insulso, muy poco profundo, muy poco espiritual, muy poco teológico y cristocéntrico, desvirtuado a su vez por cantos a golpe de guitarra que no mueven ni elevan.
Y uno mantiene la esperanza, aún así, de que esa misa volverá algún día a ser celebrada en esos bellos templos, y cambiará al mundo de nuevo, acercándole a Dios y llamándole a la verdadera santidad.
Si piensas eso de la Eucaristía es por qie tu fe se cimienta sobre lo material, lo externo.
¿Pero qué dice usted de acción de gracias, Probe Migue? El comentarista al que contesta habla de la Santa Misa, y de fe, piedad, devoción, santidad… ¿Eso es material y externo? Usted sí que es externo: vive fuera de la realidad y no se entera jamás de nada.
¿Donde has leído tu acción de gracias? Yo he hablado de Eucaristía
Ya no solo mientes si ni que inventas lo que decimos los demás.
Si, ha hablado de Santa Misa, y de fe, piedad, devoción, santidad… pero cimentada no en la fe si no en los adornos de las iglesias. Una fe muy pobre que no se cimienta en el amos a dios sino en lo bonita que está la iglesia
«¿Donde has leído tu acción de gracias?»
Aquí: «Si piensas eso de la Eucaristía…».
Aparte de la Sagrada Forma, la eucaristía o acción de gracias es uno de los fines (el último de ellos) de la Santa Misa. Se lo he explicado cien veces, Probe Migue; pero como no se entera usted de nada… Y no sea usted descarado: acusa falsamente de mentir a otro, y concluye su deposición mintiendo (porque el comentarista al que alude no ha hecho tal cosa).
No, troll. Mi fe no se «cimienta» sobre lo «externo». La sacralidad en la Iglesia Católica también se manifiesta en su arquitectura y en su escultura. De ahí que haya cánones que convenga seguir.
En definitiva, no todo vale, aunque muchos creáis que, de cara a lo sagrado, cualquier cosa es buena, adecuada o licita.
Además, ¿Tú quién eres para darle lecciones sobre fe a nadie? Si no eres más que un pobre diablo anticatólico que se las da de lo que no es.
Decia Chesterton que el abandono de la estetica lleva al abandono de la etica. Mi impresión es que es una labor diabolica. Toda la deconstrucción del arte del último siglo, no es mas que eso. Es privar al hombre de un referente que eleva. Si despreciamos el arte, por maldad o ignorancia, al final estamos despreciando la belleza, y por tanto a Dios.
Esa falta de belleza lleva a banalizar el sentido de lo Sagrado. Si adoramos a Dios de cualquier manera y en cualquier lugar, estamos perdiendo de vista su significado profundo.
En general, la arquitectura eclesiástica posterior al Vaticano II, sin que falten ciertamente ejemplos detestables, sufre más por la devastación litúrgica que lo que contribuye a ella. Me explico.
La arquitectura eclesiástica de mediados del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX ya no mostraba la vitalidad del pasado católico, donde se habían sucedido muchos gloriosos estilos diferentes (¿qué semejanza entre una catedral gótica y la basílica de El Escorial?).
Prevaleció entonces el gusto por la reproducción de los estilos clásicos, en forma de neorrománico, neogótico, neobizantino o neomudéjar, a veces con resultados notables, muchas veces con resultados indignos, pero poniendo siempre de manifiesto una esclerosis evidente.
Especialmente las construcciones modestas, que intentaban imitar aquellos estilos clásicos con poco dinero, daban con frecuencia por resultado unos pastiches relamidos.
Edificar a la manera, por ejemplo, de los maestros del gótico se había hecho económicamente inalcanzable.
Qué decir de la comparación entre la imaginería clásica y las imágenes relamidas, sea de Olot en España o de estilo sansulpiciano en Francia, que llenaron las iglesias.
Pero esos males estéticos se salvaban, o al menos se mitigaban extraordinariamente, por la nobleza y dignidad del culto en el inmemorial rito romano.
El contenido esencial (la nobleza y dignidad de los ritos, el latín, el canto gregoriano, los ornamentos y vasos sagrados etc. ) salvaba al continente.
En cambio, la arquitectura eclesiástica posterior al Vaticano II es, en general, intrínsecamente más valiosa. Pero sufre a causa de la revolución litúrgica por varias razones extrínsecas:
– Por las instrucciones oficiales relativas al altar mayor exento y supresión de los demás altares, localización del sagrario etc.
– Por la tendencia al empobrecimiento de la decoración, ornamentos, vasos sagrados etc., marcada también por algunas instrucciones oficiales y agudizada, mucho más allá de esas instrucciones, por el modernismo religioso triunfante.
– Y, sobre todo, por la banalización y desacralización inherentes a la misa nueva en lengua vulgar.
En suma, el contenido esencial ya no salva, sino que degrada, al continente.
«la arquitectura eclesiástica posterior al Vaticano II es, en general, intrínsecamente más valiosa»
¿No cree que eso va en gustos? Salvo que se refiera al valor económico, claro: el minimalismo, el feísmo y el pobrísimo siempre han sido carísimos.
Desearía dejar adicionalmente constancia de un hecho que está pasado desapercibido y que, sibilina y peligrosamente, se está extendiendo.
En iglesias bellas, ejemplos del arte románico, gótico… se están introduciendo de forma disimulada otros usos, con la modificación estética que estos conllevan, y que influyen negativamente en el recogimiento y devoción que esos templos inspiran.
En unos se acota un espacio al final de la nave con sillas, sillones, mesitas… para reunirse y debatir cómodamente sobre la integración social. En otros, con la disculpa de una exposición sobre el románico, se panelan y ocultan arcos, inscripciones y otros elementos románicos… ¡para explicar el arte románico! Y esto no de forma temporal. O se expone en los muros de toda una catedral una amplia serie de retratos y/o fotografías profanos que, naturalmente, encierran un mensaje; tan profundo que, si se expusieran en una sala a ese fin destinada, no iría nadie.
Precisamente de eso se trata: desacralizar los templos y quitarles su aspecto sagrado para que nadie se acuerde para qué se construyeron.
El plan está minuciosamente planeado hasta los últimos detalles.
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» Y la verdad es que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz al lidiar con el mundo que los rodea «. San Lucas 16:8-9
Las iglesias cartujas son siempre absolutamente maravillosas, sea cual sea su estilo artístico, en lo que se ve como en lo que no se ve (porque no lo ves tú , pero lo ve Dios) por ejemplo la parte de atrás de imágenes de retablos, el interior de cajones o la parte de abajo de las mesas,