En los últimos años, las tensiones dentro de la Iglesia Católica han alcanzado niveles sin precedentes. El Papa Francisco ha sido acusado por muchos católicos conservadores de promover herejías, tolerar contradicciones doctrinales e incluso impulsar agendas contrarias a la enseñanza moral de la Iglesia, como la promoción de la homosexualidad. Frente a este panorama, muchos se preguntan: ¿estamos en las puertas de un cisma?
La realidad, sin embargo, apunta en otra dirección. A pesar de las divisiones y el sufrimiento que experimentan los fieles, el cisma parece una posibilidad remota. Tanto los sectores progresistas de la Iglesia como los católicos fieles a la Tradición tienen razones fundamentales para no romper con Roma, aunque esas razones difieran radicalmente.
Por un lado, la progresía católica, que se identifica con los cambios promovidos desde los altos círculos eclesiales, nunca renunciará a la institucionalidad de la Iglesia. Para ellos, el poder, el dinero y la relevancia en los ámbitos internacionales son clave. La Iglesia les otorga una plataforma global que les permite influir en debates morales y sociales. Sin esta institución, sus voces serían insignificantes. La estructura eclesial es, para ellos, un vehículo de poder, y su participación en la Iglesia no es un asunto de fe, sino de influencia en el escenario mundial.
Por otro lado, están los católicos de verdad, aquellos que sufren con cada contradicción doctrinal, con cada palabra que parece desvirtuar la fe que han recibido. Para ellos, la confusión que ven dentro de la Iglesia es motivo de un dolor profundo. Sin embargo, estos católicos no romperán con Roma. No lo harán porque, a diferencia de los progresistas, su vínculo con la Iglesia no tiene que ver con el poder ni con la influencia. Para ellos, la Iglesia es el lugar donde está Pedro, y donde está Pedro, está la verdadera Iglesia de Cristo. Romper con Roma sería, para ellos, quedar huérfanos y abandonados. No se trata de pragmatismo ni de interés; se trata de una fidelidad visceral a la figura de Pedro.
Este es el gran drama de la Iglesia en nuestros tiempos. La progresía no se irá porque la Iglesia es su fuente de poder, mientras que los verdaderos católicos no se irán porque, aunque sufran, saben que Roma sigue siendo el centro de la Iglesia universal, el único lugar donde, a pesar de los errores humanos, se puede hallar la verdadera sucesión apostólica.
Pero ¿qué pasa cuando Pedro deja de ser Pedro? Aquí yace el dilema más profundo. El Papa es el sucesor de Pedro, pero si su liderazgo se aparta gravemente de las enseñanzas de Cristo, los fieles católicos se enfrentan a una crisis sin precedentes. La pregunta que muchos se hacen en sus corazones es si, en ese caso, la fidelidad a Pedro sigue siendo la fidelidad a Cristo.
La historia de la Iglesia está marcada por grandes pruebas y escándalos, pero siempre ha prevalecido. No porque sus líderes sean infalibles en lo moral, sino porque la promesa de Cristo de que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» sigue vigente. Mientras haya fe en esa promesa, la Iglesia sobrevivirá, incluso a sus peores crisis.