Hace unos días, el blog italiano Duc in altum de Aldo Maria Valli publicó la carta de una madre y doctora, declarando una total adhesión y profunda gratitud a la autora, y pidiendo a los lectores que no solo leyeran el texto, sino que lo meditaran.
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de Elena Martinz
Querido Aldo Maria,
Leyendo las listas de abusos litúrgicos en Duc in altum, reviví mis últimos treinta años de vida en los que, te lo aseguro, no sólo los vi todos, sino también muchísimos peores. Resisto la tentación de elaborar yo misma mi listado personal, incluso porque ya publicaste parte de él hace aproximadamente un año, en una carta anterior.
Al contrario, quisiera compartir contigo una piedrecita con la que tropecé y que me despertó del torpor en el que yo también había caído. Aquella piedrita fue quizás el primero de una serie de regalos de la Providencia que contribuyeron, durante los veinte años siguientes, a sacarme de una especie de hipnosis, un encantamiento diabólico que parece haber afectado a casi todo el orbe católico.
Esa piedrecita tiene un nombre: agonía.
¿Alguna vez has tenido en tus brazos a un niño pequeño en agonía? ¿A un inocente, cuyo cuerpecito es sacudido por los espasmos de la lucha entre la vida y la muerte?
No es algo que se pueda describir con palabras: sólo se puede contemplar en silencio. Puede vivirse como un momento de desesperación o de gracia. No hay otras salidas. Todos los ruidos, las palabras, las filosofías, las ideologías de este mundo se estrellan contra esos estertores que parecen no acabar nunca, contra esa mirada intensa que parece querer escarbar dentro de ti, contra esas manitas que se abren y se cierran alrededor de tus dedos, como un pajarillo que se asoma a su primer vuelo y aún no está listo para cruzar el umbral del nido.
Sucedió hace casi dieciocho años, pero el recuerdo de esas manitas, de ese aliento, de ese abandono está aún vivo en mí cada día.
Sin embargo, sólo hoy puedo escribir sobre ellos: Philipp y Raphael tenían apenas cinco años y una vida inocente detrás de ellos, clavados en un catre, sin ni siquiera el consuelo de una madre y un padre cerca de su cruz. Incluso sus bracitos y piececitos estaban estirados e inmóviles, bloqueados por los dolorosísimos clavos de la espasticidad. El abdomen atravesado por tubos para alimentarlos, la garganta reseca por la imposibilidad de beber. Sus pechos eran sacudidos por los estertores y la jadeante búsqueda de aire, o por los espasmos del vómito… que eran seguidos rápidamente por la inserción de una fina cánula para succionar lo que les impedía respirar. Esta era su vida diaria y yo, junto con unos pocos otros, hice lo mejor que pude para quedarme allí, tratando de cuidarlos casi como una madre. Y os aseguro que siempre me he sentido indigna. Eran unos crucificados, en todos los sentidos.
A pesar del cansancio, poder tenerlos en mis brazos en los raros momentos en que no necesitaban aparatos ni agujas fue uno de los regalos más preciados por los que agradezco a Dios todos los días. Sin embargo, como sabes, Dios siempre exagera en generosidad y quiso darme una gracia aún mayor: la de estar allí el día en que volvieron a Él.
No la defino como una gracia porque creo que el momento de la muerte sea algo «bello»; no comparto en absoluto la idea casi «romántica» de la muerte que muchas novelas y películas actuales quieren inculcar en las frágiles mentes de nuestros hijos. Fue una gracia porque pienso que el tiempo de la agonía, como el del nacimiento, es un tiempo sagrado, un tiempo que pertenece a Dios.
Fue una gracia porque, mientras sostenía esos cuerpecitos temblorosos y exhaustos por la larga batalla, no sólo percibí la presencia del Cielo que se abría para acogerlos, sino que sentí que un misterio similar se cumplía, elevado a la enésima potencia, cada vez que participaba en el Misterio de la Salvación durante la Misa.
Por aquel entonces fue sólo una intuición. Ahora, tras algunos años de asistencia a la Misa de San Gregorio Magno, lo experimento.
¿Un ejemplo? A las palabras: «Recibe, Padre Santo, omnipotente y eterno Dios, esta hostia inmaculada que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, Dios mío, vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los circunstantes, así como también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mí y a ellos nos aproveche para la salvación y vida eterna», no puedo dejar de recordar lo que mi mente sólo podía balbucear cuando, muchos años antes, contemplaba a Raphael y Philipp mientras padecían los dolores de la agonía.
Recuerdo verlos puros e inmaculados, pequeños mártires, víctimas de la violencia sufrida por quienes deberían haberlos amado. Recuerdo que en esas horas le pedí a Dios que los aceptara y que perdonara a quienes les habían hecho tanto daño; de tener piedad de mí, totalmente indigna de tenerlos en mis brazos débiles, negligentes, manchados de pecado; indigna de besar su pequeña frente febril con estos labios míos que tantas veces se habían abierto para ofender o decir cosas inútiles. En esos momentos, me sentía literalmente como una leprosa cubierta de harapos hediondos a quien le habían concedido la gracia de abrazar a la persona más pura.
Temblé ante ese misterio. Sólo muchos años después descubrí que justo palabras del Santo Sacrificio, tal como fueron escritas a lo largo de los siglos bajo la verdadera guía del Espíritu Santo (léase el Ofertorio y el Canon preconciliares), logran por fin expresar lo que sentí entonces.
Raphi (y así fue también para Philipp), durante las largas horas de agonía, jadeaba y boqueaba de una manera que me resulta difícil de describir: casi parecía como si su diminuto pecho estallara bajo el mono coloreado. Durante todo ese tiempo, ninguno de los presentes en la habitación tuvo el valor de hablar, excepto para susurrar oraciones. Habíamos colocado un cartel de no molestar en la puerta, para que nadie entrara sin motivo y sin el debido respeto. Sólo aparecieron un par de médicos, sin hacer ruido alguno, casi inclinándose ante aquel cuerpecito. Nadie se atrevía a mover las manos, salvo para acariciar con extrema delicadeza el rostro de Raphael, secando el sudor. Quien estuvo presente conmigo ese día se arrodilló en el suelo: para suplicar a Dios que acortara ese sufrimiento indescriptible, porque era la agonía de un niño inocente; para intentar que nuestro cuerpo fuese lo más acogedor posible para el de Raphi, completamente abandonado a nuestro abrazo, con la esperanza de aliviar su dolor; para pedir perdón a Dios por la propia indignidad. Cada uno de nuestros movimientos se hacía muy lentamente, con una atención, una tensión, que me atrevería a definir como litúrgica. Todo esto nos surgió de forma absolutamente espontánea en ese momento.
Años más tarde, durante una de las primeras Misas Vetus Ordo a las que asistí, en el momento de la consagración celebrada ad Orientem, fui catapultada nuevamente a esa pequeña habitación y entendí. Fue como una fulguración y lloré. Ese día comprendí la gracia que Dios me había hecho tantos años antes. Ese día me di cuenta de lo que estaba presenciando durante cada Misa: un Misterio verdaderamente grande, sagrado, separado de las cosas y ocupaciones efímeras de este mundo.
En el momento de la elevación, el sacerdote sostiene entre sus dedos el corazón agonizante de Cristo, como lo confirman, entre otras cosas, numerosos milagros eucarísticos.
Si fuéramos conscientes de esto, no necesitaríamos ser liturgistas para quedarnos de rodillas, en profundo silencio, sintiéndonos indignos… como sienten quienes se encuentran presenciando la agonía de un niño inocente.
En el momento en que Raphael exhaló su último aliento nos invadió una profunda emoción: era la certeza de que su Vida había comenzado en ese instante. La eternidad nos había rozado. Lo mismo sucedió con Philipp.
Si esto es cierto para con unos niños, aunque inocentes, ¡cuánto más nuestro corazón debería rebosar de gratitud al poder recibir dentro de nosotros el cuerpo inocente y agonizante de nuestro Señor Jesucristo! ¡Ese mismo cuerpo que ha Resucitado y ahora está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso!
El abuso surge en parte de la mala fe, pero a menudo también de una completa ignorancia de lo que es la Misa católica.
Si el sacerdote y los fieles fueran conscientes, aunque sea mínimamente, de lo que sucede durante la Misa, los abusos desaparecerían en el acto.
Por eso comparto contigo esta pobre experiencia mía que para mí fue similar a la del apóstol Tomás. Tocó el cuerpo de Cristo, literalmente metiendo el dedo en el Misterio de la Salvación. «Señor mío y Dios mío» es el tratado teológico que nos legó este Apóstol y estas palabras suyas son las que repito en cada Misa, en el momento de la elevación.
En los casi treinta años de abusos de los he sido testigo, al principio inerte, luego cada vez más afligida, se me ocurrió explicar mi estado de ánimo precisamente en estos términos a mi hijo mayor, que lleva el nombre de uno de esos hijos que tuve el privilegio de acunar en la hora de la agonía.
Aquella pequeña habitación en la que primero Raphi y luego Philipp vivieron los últimos momentos de esta vida fue para mí un lugar sagrado. Nadie debería haberse atrevido a cruzar el umbral charlando, indiferente y apresuradamente, sin el más mínimo signo de respeto por lo que allí ocurría. De lo contrario, el desafortunado se habría encontrado ante una muchacha de poco más de veinte años que lo habría echado con una mirada severa. Gracias a Dios no hubo necesidad porque nadie se atrevió a profanar ese lugar y ese momento.
Años más tarde, sin embargo, experimentaría cada vez más esa falta de respeto tanto en la Iglesia como en los hospitales (por poner un ejemplo que me concierne de cerca), me atrevo a decir, en paralelo. Y, al mismo tiempo, también aumentó mi indignación y mi malestar. Mi intolerancia hacia quienes tratan a Cristo (o, en el ámbito laboral, a un paciente) con esa ligereza presuntuosa propia de muchos «abusadores», está alimentada sólo y siempre por un dolor punzante. Es como si cada vez alguien me arrebatara el cuerpecito de Philipp de mis brazos y luego lo arrojara brusca y apresuradamente sobre la cama, dejándolo allí para sufrir solo, sin piedad.
¿A dónde se ha ido la piedad? Esa pietas que ennoblece al ser humano y lo distingue de las bestias o, para usar un término bíblico, de los impíos.
Demasiadas veces hoy en día se viola en muchos hospitales la sacralidad de la agonía: ¿cuántos médicos se sienten dueños de la vida y la muerte de los pacientes (incluso de los que no han nacido), negándoles ese espacio, ese tiempo y esa presencia que este momento decisivo de la vida requiere? De la misma manera, demasiados sacerdotes actúan como presidentes de una asamblea, como anfitriones, organizadores ocupados y protagonistas indiscutibles de un banquete (más o menos) alegre, durante el cual se sientan (por no decir se apoltronan) en un trono, incluso dando la espalda al Novio al que creen que están sirviendo.
Si incluso nosotros, que nos llamamos cristianos, permanecemos indiferentes y hasta despectivos ante el Misterio de esa Cruz que nos distingue, ¿cómo podremos ser testigos creíbles y no parecer actores que desempeñan un papel inútil y vano en una comedia en el teatro del absurdo? Sí, porque es así como nos ven «los lejanos», cuando nuestra pietas, nuestra religiosidad se reduce a una ficción y no es auténtica.
La Cruz es algo serio, como lo es la agonía de un niño inocente, incluso (y quizás especialmente) si nunca ha corrido, hablado o sonreído en su vida (como Philipp o Raphael).
El Misterio de la Salvación encerrado en esa Hostia inmaculada, en ese Sagrado Corazón agonizante, abraza todas las cosas creadas, visibles e invisibles. No es un accesorio en lo que uno puede creer o no, según sus elecciones. No: es algo que concierne a toda la creación, sin excepciones.
Por esto es urgente que de los sucesores de los Apóstoles se eleve un nuevo trepidante «Señor mío y Dios mío», mientras tocan con temor y temblor las llagas de Cristo Crucificado. Es urgente que vuelvan a transmitir la conciencia de participar en el Santo Sacrificio y no en una fiestecilla que intentan por todos los medios, en vano, hacer «instagrameable», es decir, atractiva para este mundo.
Mientras esto no suceda con una conciencia cada vez mayor, no creo que sea posible exigir a la humanidad herida e incrédula ese respeto por la sacralidad de la vida capaz de detener todo tipo de guerra con el consiguiente exterminio (incluidos, por ejemplo, el aborto y la eutanasia).
Por tanto, es inútil organizar vigilias por la paz, durante las cuales la gente corretea incesantemente de una nave a otra de la iglesia sin siquiera inclinarse ante el altar, totalmente indiferentes a la presencia del sagrario, casi como si quisieran ser coreógrafos ensayando la coordinación de un grupo de actores y músicos aficionados, preparándose para representar una obra teatral, con incluso el aplauso final.
Volvamos a fijarnos en el sagrario cuando entramos en una Iglesia, buscando esa lucecita encendida que nos recuerda que en esa habitación angosta late un Corazón traspasado. Sólo creyendo tendremos la Paz, aquella vivificante, aquella eterna, que sólo tiene su fuente en ese Corazón.
Cor Jesu Sacratissimum, miserere nobis!
(Traducción de María Teresa Moretti)
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¡Pero para cortar el turbión de abusos están los obispos, los arzobispos, los cardenales, y está el papa! Ay, calla, que…
Donde hay un sacerdote santo esto sucede …el ritmo pausado de la santa misa la homilia desmenuzada como pan para ser comido la liturgia sin cantos …el silencio…y la consagracion de un sacerdote q le mira con amor …aun siendo una misa novus ordo es magnifica al final una silenciosa accion de gracias y un avemaria pausado …los hay ,los hay…yo los conozco …mis queridos hermanos sacerdotes , alter christus…
El problema es que en la misa nueva es imposible tener esa conciencia, porque, como dijo cierto sacerdote misericordiado por su obispo, el Novus Ordo es una carrera de obstáculos para el encuentro con Dios. Es irrelevante que se cometan «abusos» en ella porque ella misma es el verdadero abuso. Se pueden poner muchos ejemplos, como la posición del sacerdote dando la espalda a Dios, la “presentación de dones” que sustituye al ofertorio tradicional, la supresión por parte del sacerdote de la genuflexión inmediatamente después de consagrar…
Sólo en la misa tradicional es posible tener conciencia de lo que realmente es la Santa Misa.
Lo mismo pienso