Cuando yo era un niño, estudiaba en la escuela la “Historia Sagrada”, un resumen de los acontecimientos más señalados del Antiguo y del Nuevo Testamento, es decir, una introducción a las Sagradas Escrituras al nivel de la comprensión de un niño, suficiente, sin embargo, para permitirnos adquirir una elemental cultura bíblica, una semilla capaz de fructificar más adelante en las adecuadas condiciones.
Estudiábamos también “otra Historia”, la de los reyes, las batallas, las conquistas y los imperios, de modo que, corriendo el tiempo, si esa semilla no se regaba adecuadamente, llegábamos a hacernos a la idea de que había una Historia “de verdad”, esa de los reyes y las batallas, y otra que había pasado hace mucho, mucho tiempo, un tiempo que ya no era el nuestro, un tiempo remoto en el que Dios hablaba con los hombres. De ese modo, perdíamos el sentido de la sacralidad de la historia, corriendo el riesgo de quedar anclados en una historia profana, que nos arrebataba la oportunidad de comprender la profundidad del Plan de Dios con nosotros.
Con suerte, puesto que el mundo ha actuado siempre a la contra, la experiencia de la vida, bien aprovechada, puede llevarnos a descubrir que sólo hay una Historia, que esa única Historia ES Sagrada, que vivimos inmersos en ella y que en esa Historia Sagrada se desarrolla el grandioso Plan de Dios, a pesar incluso de nosotros mismos.
Todos corremos el riesgo de no llegar nunca a comprender ese Plan de Dios, un Plan que requiere nuestra colaboración para llegar a su plena realización, de modo que, si no lo comprendemos mínimamente, nos resultará muy difícil entender nuestro papel en esa Historia.
Deberíamos, como mínimo, entender los fundamentos de ese Plan, entender que Dios ha creado unos Cielos y una Tierra, es decir, un mundo espiritual y un mundo material, y que tanto en uno como en otro ha creado seres a Su imagen, seres espirituales en el mundo espiritual y seres en parte materiales y en parte espirituales en el mundo material, es decir, nosotros.
Deberíamos también comprender que, tanto en un caso como en otro, Dios crea personas, es decir, seres dotados de intelecto y de libertad, y que la libertad es un elemento esencial, puesto que Dios es mucho Dios para crear autómatas condicionados a obedecerle. Dios no crea autómatas, crea seres libres, capaces de participar libremente en ese Plan, lo que implica también necesariamente la posibilidad de no participar, de oponerse, de optar por seguir la propia voluntad y no la de Dios, pues sin esa posibilidad, la libertad no sería real. Dios asume el riesgo de nuestra libertad, de nuestra rebeldía, de nuestra oposición, y lleva adelante Su Plan respetando nuestra libertad.
Deberíamos comprender que esos mundos, espiritual y material, no son en realidad mundos separados, sino que es nuestra rebeldía la que nos ha vuelto ciegos a las realidades espirituales, en las que, de hecho, vivimos inmersos sin darnos cuenta.
Dios nos creó capacitados para “convivir” con ese mundo espiritual, pero tanto la libertad de un mundo como la del otro produce rebeldes. Seres espirituales rebeldes consiguieron hacer rebelde al hombre, que desde ese momento perdió todos sus dones innatos y se convirtió en lo que somos, seres sujetos al dolor, a la enfermedad y a la muerte, y particularmente inclinados al mal, y a pesar de ello, el Plan de Dios sigue adelante con nosotros, porque ese Plan incluye nuestro “rescate”.
El Plan de Dios es verdaderamente grandioso, y consiste en unir a todas sus criaturas, las de un mundo y las de otro, en un solo Reino eterno que San Juan describe en Apocalipsis 21: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.”
Sí, ese Plan incluye la posibilidad de que la rebeldía sea tan pertinaz que se niegue a ser rescatada, que se niegue a reconocerse culpable, que excluya de modo tan radical todo arrepentimiento que opte finalmente por quedar excluida del Reino. Dios está dispuesto a perdonarlo todo con la condición de que exista arrepentimiento, reconocimiento del mal realizado, dolor por ese mal y reparación del mismo, sea en esta vida o en la otra. La muerte segunda, la separación definitiva de Dios y de su Reino, es la consecuencia necesaria de esa libertad llevada voluntariamente al límite extremo de excluir radicalmente toda vuelta atrás. Y por desgracia, tanto el odio profundo y radical a Dios (cuyo ejemplo acabamos de ver en París) como la total indiferencia, contaminan en este momento de la historia a gran parte de la humanidad, que corre el riesgo cierto de autoexcluirse del Reino si no es capaz de volver en sí.
El hombre se ve ante una alternativa cortante como el filo de una navaja: colaborar con el Plan de Dios u oponerse al mismo. No hay una tercera posibilidad. La no colaboración equivale a oposición. Nadie puede pretender quedar al margen de esa opción en una neutralidad que no existe, porque “El que no está conmigo está contra mí, y el que no reúne conmigo dispersa” (Lc 11:19).
Es absolutamente necesario vencer la presión del mundo que intenta mantenernos en la ignorancia y en la pasividad, si no en la activa oposición al Plan de Dios, y darnos cuenta de que no podemos librarnos de elegir una de las opciones: con Dios o contra Dios, reuniendo o dispersando. Tertium non datur. La realización del Reino implica una guerra, una guerra fundamentalmente espiritual, aunque sin excluir su contraparte material, puesto que todas las potencias que se oponen al mismo, esas que San Pablo menciona en Efesios 6:12 (*), se han unido para tratar de impedirlo, y aunque finalmente Dios llevará adelante su Plan, el camino será duro y nosotros no tenemos más remedio que recorrerlo, en un lado o en otro, por el Reino o contra el Reino.
Dios encontrará siempre quien esté dispuesto, contra toda la fuerza del mundo, a colaborar en Su Plan para que siga adelante hasta su realización total, y esos serán los vencedores que heredarán todas las cosas. Y colaborar con el Plan de Dios requiere, ante todo, esforzarse por atraer a ese Plan a todas esas almas que viven en la ignorancia y en la pasividad, intoxicadas y cegadas por los poderes del mundo.
La forma más elevada de la caridad, del amor al prójimo, es la que se dirige a infundir vida en el alma que corre el riesgo de perderla. Dios se hizo hombre y murió por nuestro rescate, para reparar las consecuencias de nuestra rebeldía y devolvernos la posibilidad de formar parte del Reino. El Dios hecho hombre es el Camino, la Verdad y la Vida, y la vida del alma pasa por ese Dios-hombre. Su resurrección venció a la muerte y nos dejó marcado el camino para seguirlo. Hacerlo o no depende sólo de nosotros. Y Él nos advierte: “En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn 16:33)
Pedro Abelló
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(*) “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12)
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Si ahora hiciéramos una encuesta entre los bautizados sobe si la Biblia es un libro histórico o no lo es, la mayoría dirían que NO. Esta falta de formación se debe al pecado de OMISIÓN de los consagrados, que desde los púlpitos en la mayoría de los casos se dedican a contarnos cuestiones que nos adormecen, por ese motivo algunos miran tanto el reloj estando en misa dominical. Por ese mismo motivo nos encontramos en apostasía general, porque NO se predican los Novísimos: Cristiano, MUERTE, JUICIO, INFIERNO Y GLORIA, HAS DE TENER SIEMPRE EN TU MEMORIA.
Non Nobis.
Precioso artículo, se echa de menos esa profundidad cristiana, hablar del antiguo testamento, hablar del alma y los combates espirituales que nos acechan y que no vemos. Muy interesante. Me ha gustado mucho.