InfoVaticana les ofrece algunos de los mejores extractos de los libros de la editorial Homo Legens. Puede comprar todos los libros en www.homolegens.com
Hoy les ofrecemos este extracto del libro La vida oculta de Jesús de Ana Catalina Emmerick. Pocos pasajes son tan sugerentes como aquel con el que San Juan pone punto final a su Evangelio: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían”. Pues bien, he aquí uno de esos libros.
Su autora, Ana Catalina de Emmerick, es una de las figuras más fascinantes de la historia de la Iglesia. Desde muy niña y hasta su muerte, Dios le señaló con todo tipo de dones sobrenaturales, entre ellos, el de ser testigo directo de episodios del Antiguo y el Nuevo Testamento, y todo sin moverse de la cama, impedida por su frágil salud.
La adoración de los Reyes Magos
Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraha, en el valle, detrás de la Gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes, levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer brillante y muy clara sobre la colina del pesebre, dirigiendo hacia la gruta sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha luz; por eso la miraban con grande asombro. No se veía casa alguna por la densa oscuridad y la colina aparecía en forma de muralla. De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar su respeto y veneración. Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros la habían contemplado en sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros lo que había visto.
En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron que habían venido a adorar al Rey de los Judíos recién nacido, cuya estrella habían observado, y querían ofrecerle sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes. Los Reyes se dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y lo cubrían todo con sus grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas de su familia, además de algunos criados de Mensor que llevaban una pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.
Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron los presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le precedían, tendieron una alfombra sobre el suelo de la gruta, retirándose después hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una rodilla en tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se inclinaban con toda humildad y respeto. Mientras tanto Sair y Teokeno aguardaban cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta, a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido. Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos, cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofreciendo los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manitas juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh, qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al Niño Rey!
Viendo esto pensaba: «Sus corazones son puros y sin mancha; están llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego del amor». Y también: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo, existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios no hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser más que un espíritu». Mientras pensaba estas cosas, oí una voz que me dijo: «¿Qué puede importarte todo esto que piensas? … Contempla y alaba a Dios, que es Eterno, y en Quien todo es eterno».
Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa colgada de la cintura un puñado de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad, que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro puro, porque era sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable. Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; mientras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras. Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos, lleno de pequeños granos resinosos, de color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la voluntad de Dios, de todo, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó largo rato arrodillado, con gran fervor. Se retiró y se adelantó Teokeno, el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era un arbusto precioso, de talle recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas de hermosas flores blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia y las costumbres estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción, estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús. Yo tenía lástima por los que estaban fuera de la gruta esperando para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus dones decían más o menos lo siguiente: «Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros regalos». Estaban como fuera de sí, y en sus simples e inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor. Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones. Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se sentían plenamente felices. Habían llegado hasta aquella estrella, hacia la cual miles de años antes sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus ansias. Había en ellos toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera. María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al principio no decía nada: solo expresaba su reconocimiento con un simple movimiento de cabeza. Después la Virgen dijo palabras humildes y llenas de gracia a los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás. Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable gratitud recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud todos los regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre los pobres.
***
Este fragmento ha sido extraído del libro La vida oculta de Jesús (2019) de Ana Catalina Emmerick, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
Este título y muchos más pueden adquirirse a un precio especial como parte de las ventajas exclusivas del Club del Libro, un servicio de suscripción por el que podrá conseguir hasta veinticuatro libros del catálogo de Bibliotheca Homo Legens —valorados hasta en 500 euros— al año, sin gastos de envío. Puede encontrar más información en https://homolegens.com/club-del-libro/.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando