(Ermes Dovico/La Nuova Bussola Quotidiana)-Puede que nunca sean canonizados, pero Alberto Beretta (1881-1942) y su esposa Maria De Micheli (1887-1942) fueron sin duda dos padres santos, que nos recuerdan lo importante que es redescubrir la familia según el plan de Dios.
Dos padres a la antigua, se diría hoy, terciarios franciscanos, que comenzaban sus días yendo juntos a misa -la primera del día (o iban uno detrás de otro, cuando sus apretadas agendas lo dictaban)- y los terminaban rezando el santo rosario por la noche, después de cenar. En estos dos momentos cotidianos, en medio de las muchas ocupaciones para él y para ella, participaban también los hijos: 8 (de 13), los que llegaron a la edad adulta.
Por consiguiente, no es casualidad que en la familia Beretta haya surgido una multiplicidad de vocaciones que han dado gloria a Dios en diferentes estados de vida: desde el matrimonio hasta las vocaciones religiosas y sacerdotales (dos hijos fueron sacerdotes y una monja). Y no es casualidad que esta familia cuente ya con una santa con todas las de la ley, Gianna Beretta Molla (1922-1962), pediatra, esposa y madre heroica, canonizada por Juan Pablo II en 2004. Y cuenta con otro miembro que ya va por el mismo camino que santa Gianna, su hermano Enrico, en religión padre Alberto María Beretta (1916-2001), nombre que tomó en honor de sus padres cuando ingresó, inicialmente como simple oblato, en los capuchinos.
El pasado 14 de diciembre, el Dicasterio para las Causas de los Santos promulgó el decreto por el que se reconocen las virtudes heroicas del padre Alberto, que pasa así a tener el título de Venerable, paso previo al de Beato, para el que se requerirá el reconocimiento de un milagro por su intercesión.
Nació en Milán el 28 de agosto de 1916. De joven se unió a la Acción Católica, tratando de educar y atraer a otros jóvenes al servicio de Cristo. Gracias a un encuentro con algunos capuchinos, en primer lugar con el padre Adriano da Zanica, misionero en Brasil, maduró la decisión de hacerse sacerdote y partir también un día para Sudamérica, a fin de servir como médico en la misión de los capuchinos lombardos en el estado brasileño de Maranhão. A los 26 años se licenció en Medicina, en Milán. Los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial amenazaron con dar al traste con los sueños del joven Enrico: en 1943 fue llamado a las armas, pero para escapar al alistamiento forzoso en la República de Salò se refugió primero en Piamonte y luego en Suiza, donde comenzó sus estudios de teología.
Al final del conflicto, pudo regresar a Italia. Fue a San Giovanni Rotondo, donde sirvió misa al padre Pío de Pietrelcina, que le confirmó en su vocación de misionero entre los capuchinos. En 1948 fue ordenado sacerdote por el beato cardenal Alfredo Ildefonso Schuster. Al año siguiente, cuando aún no tenía 33 años, llegó por fin a Brasil, a la misión de Grajaú. Pocos días después de su llegada, se inauguró su ambulatorio, instalado provisionalmente en el edificio del convento.
Así recordaba aquel momento crucial el propio padre Alberto, en una carta a sus familiares, fechada el 8 de agosto de 1949: «El obispo bendijo el local [del ambulatorio, n.d.e.] y yo dije algunas palabras a la multitud, en portugués, dije solo esto, a saber: que todos los enfermos y sanos recuerden siempre que el verdadero médico no soy yo, sino Nuestro Señor que vive en esta misma casa, así que aprovechen la ocasión, cuando vengan a recibir medicinas, o a ser tratados, no se olviden de hacer una visita a Nuestro Señor y recibir sus remedios que sirven no solo para el cuerpo, sino también para el alma, por lo tanto son mucho más valiosos que los míos».
Como en Brasil no reconocían su título, tuvo que reanudar sus estudios de medicina y volver a presentarse a varios exámenes, profundizando sobre todo en el conocimiento de las enfermedades tropicales. Una vez homologado su título, pudo dedicarse en cuerpo y alma a la empresa de construir un hospital, que más tarde llevaría el nombre de San Francisco. La correspondencia de este periodo de su vida -estamos en los años cincuenta-, atestigua la gran confianza que el padre Alberto tenía en la Divina Providencia, una presencia constante en sus escritos. «Veo realmente que la Providencia nos ayuda, porque hasta ahora, para el hospital, puedo decir que las cosas van bien, aunque solo dentro de dos o tres meses podremos recibir la ayuda y continuar la obra», escribía, por ejemplo, el 7 de marzo de 1956 a su cuñado Pietro Molla (1912-2010), el marido de santa Gianna. El hospital se terminó -también gracias a la ayuda de sus dos hermanos ingenieros, don Giuseppe y Francesco- y con él también una instalación para acoger y cuidar a los leprosos (Villa San Marino).
El cuidado de los enfermos iba acompañado del ejercicio devoto de su ministerio sacerdotal. El padre Alberto viajaba por los medios más variados, tomando el avión o montando en una simple mula, para llegar a las numerosas aldeas de la prelatura de Grajaú, a fin de celebrar allí la misa al menos una vez al año, oír confesiones, enseñar el catecismo, preparar a los sacramentos, visitar a los enfermos. En medio de este apostolado en tierra brasileña, no dejaba de animar y guiar espiritualmente a los seres queridos y amigos que tenía en Italia. Pocos meses después de la muerte de Gianna, escribió a Pedro lo siguiente: «Pensando en ti, me convenzo una vez más de que no solo eres querido por Nuestro Señor, sino muy querido, porque Él te ha confiado, privándote de Gianna, la misión más elevada, útil y preciosa para salvar a las almas, la misión del dolor, el apostolado del sufrimiento. Jesús ha querido convertirte en apóstol; con tu gran sufrimiento, aceptado con tale disposición de espíritu, puedes hacer más bien a las almas que nosotros con toda nuestra predicación» (carta del 5 de diciembre de 1962). Un cuñado, Pietro, cuya santidad de vida reconocía el padre Alberto y al que volvió a escribir el 20 de enero de 1967, aconsejándole que estuviera «siempre bien, alegre y cada vez más santo».
Del mismo modo, daba consejos a sus sobrinos, que se habían quedado huérfanos; consejos sencillos, llenos de consuelo y esperanza. En una carta a Pierluigi, el hijo mayor de Gianna y Pietro, con motivo de su Primera Comunión, leescribió: «Que la Madre de todos, que está en el cielo, María Santísima, te acompañe siempre hasta su Jesús, y te proteja siempre en todo. Tú, en cambio, recurre siempre a Ella, con la misma sencillez con que hablaste a tu madre aquí en la tierra’.
Después de casi 33 años en tierra brasileña, con la salud notablemente preservada a pesar de su incansable dedicación a tantos enfermos en cuerpo y alma, llegó la Navidad de 1981: aquel 25 de diciembre, el padre Alberto sufrió un derrame cerebral que le causó parálisis en la lengua, en un brazo y en una pierna. Fue el comienzo de su calvario personal, que le obligó a regresar a Italia a principios de 1982, donde vivió otros 19 años y medio entre terapias de recuperación y los cariñosos cuidados de sus hermanos. El 10 de agosto de 2001 regresó a la casa del Padre, después de rezar el rosario. Una vida, hasta el final, en el signo de Jesús y María.
En el proceso diocesano de beatificación (2008-2013) se escucharon los testimonios de 56 testigos, 30 en Brasil y 26 en Italia. Entre ellos estaba su sobrina, Gianna Emanuela Molla: «Recuerdo haber traído llevado a la curia de Bérgamo una vieja fotografía descolorida de cuando yo tenía solo cuatro años, en la que mi tío está a mi lado y con su mano me agarra fuertemente el brazo derecho en un sentido muy protector, y algunas de las hermosas cartas que me había escrito desde Brasil durante mi infancia y juventud, cartas llenas de afecto, fe, espiritualidad y consejos, que me hacían sentir cerca, muy cerca de él a pesar de los miles y miles de kilómetros que nos separaban» (Gianna, sorriso di Dio, año 12, nn. 33-34-35, enero-diciembre de 2013). La última hija de santa Gianna describe así los últimos veinte años de vida terrena de su tío: «De ese largo periodo recuerdo su gran fortaleza de espíritu y voluntad, hasta el punto de que incluso había aprendido a escribir con la mano izquierda porque ya no podía hacerlo con la derecha, el coraje que me transmitía, su serenidad, su oración continua, sus muchos rosarios diarios, sus santas misas celebradas sentado y con mi tío Don Giuseppe, y cómo su mente y su corazón siempre se dirigían a su amado Brasil» (ibid.). Un país donde la fama de santidad de Frei Alberto sigue viva hoy, sobre todo en la región donde trabajó, donde muchos lo invocan para obtener curaciones y otras gracias.
Su cuerpo descansa en la iglesia de San Alejandro in Cattura, de Bérgamo.
Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana
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Hermosa historia de vida.