A quien perdonéis los pecados…

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Hoy les ofrecemos este extracto del libro Padre Pio: Breve historia de un santo de Gabriele Amorth. Escribe el autor: «Soy sincero: para mí no era ningún esfuerzo. Me gustaba la idea de recorrer la vida de este amadísimo padre espiritual, al que visité durante veintiséis años, de 1942 a 1968; me gusta recordar mis encuentros con él.

No creo que diga nada nuevo, nada que no se haya dicho ya. Pero si puedo ayudar a dar a conocer a un gran santo, animando a leer otros libros sobre él y, sobre todo, sus escritos, con mucho gusto me pongo manos a la obra, aunque sé desde ahora que el resultado será modesto, demasiado desigual al personaje del que habla».

A quien perdonéis los pecados…

«¿Qué hace el Padre Pío?»

«Santidad, quita los pecados del mundo».

Este simple intercambio de frases entre Pío XII y el obispo Manfredonia, mons. Andrea Cesarano, durante la visita ad limina en abril de 1947, nos indica claramente cuál ha sido la principal actividad apostólica del fraile estigmatizado. Estoy convencido de que, en esa revelación de 1903, en la que el joven Francesco, a punto de entrar en los capuchinos, se le preanunció que llevaría a cabo una altísima misión, le fue confiado con anticipación su futura actividad de confesor. Si no es así, difícilmente se explicaría cómo es posible que una persona como Padre Pío, que nada pedía y todo aceptaba de los superiores como voluntad de Dios, aquí hiciera una excepción.

Había sido ordenado sacerdote en 1910. Normalmente no se tarda mucho en dar al nuevo sacerdote la facultad de confesar. En el caso del Padre Pío no fue así. Y esta vez parece ser que el nuevo fraile sentía un gran deseo de poder dedicarse a este ministerio. Basta pensar que en el arco de tiempo que va del mes de abril de 1911 al mes de abril de 1913 escribió dieciocho cartas a su provincial, insistiendo para obtener la facultad de confesar. Su superior temía por su salud física; tampoco estaba seguro de que el Padre Pío tuviera el suficiente conocimiento de teología moral, ya que sus estudios habían sido irregulares debido a sus problemas de salud. Así, ironía de los hechos, el más famoso confesor de nuestra época tuvo que sufrir y esperar antes de obtener la facultad de confesar. Más adelante, esta facultad se le prohibió durante tres años… pero fue recompensado con creces, viviendo en el confesionario la mayor parte de su tiempo, hasta la mañana de su muerte. Para que el lector se haga una idea, el 16 de noviembre de 1919 escribía a su padre espiritual: «Llevo casi diecinueve horas de trabajo, sin descanso. Cuando escribo esto, es la una de la madrugada».

Horas y horas de confesiones, que vivía a menudo como una lucha mano a mano contra Satanás, para arrancarle las almas. Se ha escrito mucho sobre el método de confesión del Padre Pío (si se puede hablar de método), narrando episodios vividos de conversiones, absoluciones pospuestas o negadas del todo. Me limitaré a mencionar algunas de las características más evidentes y a hechos que he visto personalmente.

Primero de todo, es necesario hacer una premisa. Para el Padre Pío confesar era un esfuerzo inmenso, no sólo por la repulsión que sentía hacia el pecado como ofensa a Dios, sino también por sus luchas interiores, que nunca lo abandonaron. Durante toda su vida se sintió un grandísimo pecador y tenía una «obsesión que le taladraba el cerebro y el corazón: el miedo de no estar en gracia de Dios».

Si se mostraba seguro en la guía de las almas, igual de incierto y timorato se sentía hacia sí mismo. Además, también él, hombre como el resto, sufría por el peso de sus debilidades en cuanto se daba cuenta. Es típico el caso que confió al padre Benedetto en 1917, cuando un día se dio cuenta de que, agotado, «sin que yo lo quiera, sufro de impaciencia. Esta es una espía que me atraviesa el corazón».

Cuando el Padre Pío subía al altar, parecía que estaba subiendo al calvario. Y también cuando entraba en el confesionario sufría muchísimo por su indignidad, por temor a su incapacidad. Y, sin embargo, fue precisamente con motivo de las confesiones o, por lo menos, sobre todo en ellas, por lo que el Señor le concedió un carisma grandísimo, el de escrutar las conciencias.

«A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Estas palabras del Evangelio de san Juan (20, 23) estaban firmemente grabadas en el corazón del Padre Pío, junto a la percepción de tener que ser ministro de la misericordia divina. Sabía que podía absolver y no absolver, según las disposiciones del penitente.

Su confesionario no era un dispensador de absoluciones, sino un lugar de conversión. Quería que hubiera arrepentimiento real por todos los pecados, ya fueran mortales o veniales. Su percepción de la absoluta santidad de Dios, de la necesidad de que las almas lleguen al juicio purificadas en esta tierra, además de en estado de gracia, era clara porque era conciente de cuán tremendas eran las penas del purgatorio.

He conocido a varias personas que, al confesarse, se acusaban así: «Padre, he cometido los pecadillos habituales, las tonterías de siempre…». Y él, inexorable: «¿Pecadillos? ¿Tonterías ofender a Dios? Vete de aquí», y por esa vez no había nada que hacer.

Sus confesiones eran como acontecimientos de anuncio y de salvación, de dolor y alegría, de reproche y amor. Lo demuestra una carta escrita en Foggia el 23 de agosto de 1916: «Tiene que saber que no tengo un minuto libre: hay tal multitud de almas sedientas de Jesús que se precipitan sobre mí, que hacen que me tire de los pelos» (Ep. I).

Se entregaba con la conciencia de que el confesionario era el tribunal de la misericordia divina y, al mismo tiempo, la cátedra sufrida de la caridad sacerdotal. A un penitente le tuvo que decir: «¿No ves lo negro que estás? Arregla tus asuntos, cambia de vida y luego vienes y te confiesas».

El padre Tarsicio, que estaba presente en la escena, se quedó asombrado por la respuesta, pero el Padre Pío le dijo: «¡Si tú supieras con qué dardos ha sido atravesado antes mi corazón! Pero si no me comporto así muchos no se convierten a Dios…». A veces repetía: «Te he generado en el amor y en el dolor». «Puedo también atacar a mis hijos, pero ¡ay de quien me los toque!… A fuerza de golpes quiero llevarlos hacia arriba».

Infundía en el corazón de los penitentes esperanza y confianza en el perdón divido. Escribió: «¿No amas desde hace tiempo al Señor? ¿No le sigues amando? ¿No anhelas amarle para siempre? Entonces, ¡fuera miedos! Admitiendo que has cometido todos los pecados de este mundo, Jesús te repite: “te son personados muchos pecados porque has amado mucho”» (Ep. III). Y de nuevo: «Estad seguros de que Dios puede rechazar todo en una criatura concebida en el pecado y que lleva la huella indeleble heredada de Adán, pero no puede en absoluto rechazar el deseo sincero de amarle» (Ep. IV).

A un alma que le preguntó qué es el confesionario, le respondió: «Es el trono donde se sienta la majestad de Dios». A un joven que lloraba, el Padre Pío le preguntó: «¿Por qué lloras?». Respondió: «Porque no me ha dado la absolución». Con ternura el Padre Pío le consoló: «Hijo, si es así, no te he negado la absolución para enviarte al Infierno, sino al Paraíso».

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Este fragmento ha sido extraído del libro Padre Pío: Breve historia de un santo (2018) de Gabriele Amorth, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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