(Regis Martin en Crisis Magazine)-A menudo se dice que la vida es un problema por resolver. Como la suma de dos más dos, por ejemplo, para cuyo descifrado no hace falta ser un ingeniero aeroespacial. Ni poner a alguien en la luna, para lo que sin duda sería útil saber algo de ingeniería aeroespacial.
Pero la vida no es un problema que haya que resolver. Más bien es un misterio que hay que vivir y, no pocas veces, soportar, que es lo que la convierte en un drama tan profundo y persistente. De hecho, su imprevisibilidad hace que la vida sea a la vez peligrosa y deliciosa. A cada paso, te ves obligado a enfrentarte a un futuro que simplemente no puedes prever.
Es un futuro cargado de promesas, incluso escatológicas, de largo alcance, incluida la perspectiva de pasar la eternidad en compañía de Dios, de sus ángeles y de sus santos. ¿Quién podría imaginar una consumación mayor que esa? Sí, pero supongamos que no te interesa. Muy bien, entonces, aquí está tu alternativa: una odisea interminable del yo egocéntrico, en la que le dices a Dios: «No quiero amar. No quiero ser amado. Solo quiero que me dejen en paz. Para siempre».
Elige, en otras palabras. Paraíso o perdición, dicha o miseria. Y en cada momento de cada día todo el peso de la gloria celestial, o de la pérdida infernal, incide en las decisiones que tomas. La vida, como diría el poeta Keats, «es un valle de fabricación de almas». Es el lugar donde moldeas tu alma para uno u otro resultado.
Ver la vida de ese modo –sub specie aeternitatis-, entenderla como un misterio compacto de conflicto y drama, significa que en cualquier momento El Gran Desconocido puede estrellarse contra el techo de tu mundo, destrozando todos los muebles y la vajilla y todos los planes cuidadosamente trazados para que todo permanezca impecable. Todo saltará por los aires.
Qué perfectamente coherente es esto con la mente de la Iglesia, «cuyo constante cuidado», como nos asegura el poeta Eliot, «no es complacer / sino recordar nuestra maldición y la de Adán / Y que, para ser restaurada, nuestra enfermedad debe empeorar».
Qué otra cosa puede ofrecer la Iglesia sino la verdad, la urgencia de prestar atención a las palabras de Cristo, que nos ordena permanecer siempre despiertos, porque no sabemos ni el día ni la hora en que el Hijo del Hombre puede aparecer de repente. La única certeza real que tenemos es que Él vendrá como un ladrón en la noche. Velad, pues, porque el tiempo del anochecer está siempre ante nosotros; es el fin hacia el que nos encaminamos, sí, incluso mientras brilla el sol y todo parece ir bien. Quién sabe, tal vez llegue incluso antes de que termine de escribir este pequeño blog, ahorrando así a incontables lectores el calvario de tener que terminarlo. Yo, en cambio, habré terminado.
Hay una gran frase de Emily Dickinson, que en una carta a un conocido clérigo, al que sospecho que encontraba un poco pesado, le dijo: «Vivir es tan sorprendente que deja poco espacio para otras ocupaciones». ¿Qué tenía ella en mente sino la muerte, que seguramente será el acontecimiento más radicalmente sorprendente al que nos enfrentaremos jamás? Y nadie puede faltar a esa cita.
Así que asegúrate de que el día que esperas morir no has programado nada más. Porque en ese momento te encontrarás catapultado al «país desconocido» del que habla Shakespeare, «de cuya frontera ningún viajero regresa…». No hay excepciones. Bueno, quizá una o dos. Lázaro, por ejemplo, pero ¿qué demonios podría decirnos a su regreso? Te imaginas a la pobre Marta teniendo que decirle a la hora de comer: «¡Oh, Lázaro, acaba de comer!». Su mente estaba en otra parte.
A Henry James, ese maestro de la narración, una mujer muy tonta una vez le preguntó: «Dígame qué piensa de la vida». A lo que él respondió: «Creo, señora, que es un predicamento que precede a la muerte». Supongo que eso la hizo callar, permitiéndole así volver a escribir más historias sobre ese mismo predicamento.
Lo que me trae a la memoria un consejo maravillosamente instructivo del mundo pagano: respice finem (mira hasta el final). Es útil saberlo incluso para los no paganos. Por supuesto, para la mayoría de la gente eso no es lo que les interesa en ese momento. Lo irónico es que, cuando por fin se pongan a mirar, puede que sea el final y ya será demasiado tarde para hacerlo.
«El último acto es siempre sangriento», advierte Pascal, «por muy agradables que sean las partes anteriores de la obra. Corremos temerariamente hacia el abismo después de ponernos algo delante para impedir que lo veamos». Me gusta cómo lo expresa Eliot en Cuatro cuartetos: «Distraídos de la distracción por la distracción». O: «La especie humana no puede soportar mucha realidad». La muerte es la realidad que no podemos soportar, y cuando llegue no será la forma que tiene la naturaleza de decirnos que vayamos más despacio.
¿No es por eso que la virtud de la esperanza es tan vitalmente importante para la vida cristiana? Sobre todo cuando se trata del resultado, es decir, de la esperanza de que seremos abrazados para siempre por los brazos de Dios. Porque finalmente no dependerá de nosotros. ¿Por qué si no la llamamos esperanza? Si conociéramos el resultado, lo habríamos llamado conocimiento.
Immanuel Kant, en su Crítica de la razón pura -no recomendable, por cierto, a menos que te guste nadar entre arena mojada, que es como uno de mis profesores caracterizaba a los filósofos alemanes; él no era alemán-, dice que todo el interés de la inteligencia humana, ya sea especulativo o práctico, confluye en las tres preguntas siguientes: ¿qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Cuando uno está a punto de morir, no tiene mucho sentido plantearse la primera o la segunda, ¿verdad?
Cuentan que cuando León Tolstoi agonizaba, se volvió hacia su mujer, a la que no había tratado demasiado bien durante su vida en común, y le dijo: «Sabes, realmente no sé qué se supone que debo hacer ahora». «Leo», replicó ella, «se supone que tienes que morir. Y me gustaría que te pusieras a ello». Puede haber sido apócrifo, pero si no, ciertamente ella obtuvo su venganza.
Si, como nos dice san Juan de la Cruz, «en la tarde de nuestras vidas seremos examinados sobre el amor», entonces la pregunta tres es realmente la única que importa. «¿Qué podemos esperar?». La salvación no es una empresa de autoayuda, por lo que puede que necesitemos abandonarnos a la enorme misericordia de Dios, con la esperanza de superar de algún modo esa última y temible prueba.
«El Dragón se sienta al borde del camino», dice san Cirilo de Jerusalén, «mirando pasar a las almas. Vamos al Padre de las almas, pero es necesario pasar junto al Dragón». Ahí está el verdadero drama, el momento supremo, culminante, en el que descubrimos si seremos devorados por el pecado o liberados por la gracia. Y sencillamente no conocemos el resultado, por lo que (una vez más) todo depende de la esperanza. «La esperanza es la cosa con plumas», como nos dice Emily Dickinson, «Que se posa en el alma, / Y canta la melodía sin las palabras, / Y nunca se detiene del todo».
Sin embargo, hay algo que sí sabemos, en cuya fuerza todo lo que esperamos puede encontrar su ancla más segura: a saber, la certeza de que la voluntad absoluta de Dios es la salvación del mundo, y que solo la negativa más obstinada por nuestra parte puede frustrar Su deseo de darnos la alegría de la vida eterna. «Todo el propósito de la vida», como solía decir Leon Bloy, «es esperar la resurrección de los muertos». El único memento mori que necesitamos, pues, es el que podemos contemplar todos los días de nuestra vida, que es la Cruz de Jesucristo, que con su muerte nos libra de una muerte definitiva e interminable.
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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