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Hoy les ofrecemos este extracto del libro La melancolía del cristianismo, de Antonio Ríos. La melancolía ha cautivado muchas mentes a lo largo de la historia, especialmente las de aquellos que se propusieron observar y conocer la naturaleza humana. Así, desde Aristóteles hasta Oscar Wilde, pasando por Guardini y Dante, la lista de pensadores que ha abordado esta cuestión es innumerable. En consecuencia, son innumerables también las interpretaciones de ella: en ocasiones se ha concebido como virtud, otras veces como condena y, en algunos casos, incluso como enfermedad.
De entre todas estas lecturas, ¿cómo saber cuál es la más atinada? Esa es la pregunta a la que responde Antonio Ríos en esta obra repleta de citas que aportan una cuasi inquebrantable solidez a sus argumentos. Una obra en la que el autor nos desvela la estrecha relación entre el alma del hombre y la melancolía y nos explica cómo ha sido el cristianismo el que mejor ha sabido interpretarla.
Miguel ángel y Rafael son quizás los dos genios más influyentes del arte plástico cristiano. Ambos han determinado en gran medida nuestras imágenes e ideas del cristianismo, cincelando, dando forma, otorgando color, moldeando no solo obras de are, sino mentes y almas. Es curioso que ninguno de los dos haya sugestionado nuestra imagen de Cristo, pero en cambio sí han ejercido enorme influencia en nuestra imagen de Dios Padre (Miguel Ángel) y María (Rafael). La ternura y dulzura con la que Rafael nos muestra a la Virgen, así como el poder y la autoridad con los que Miguel Ángel nos muestra a la primera persona de la Trinidad hacen que estos dos genios del Renacimiento deban tener un espacio en toda la meditación sobre el cristianismo.
Miguel Ángel vs. Rafael. Combate por la melancolía
Cuando en 1509 Rafael comienza a trabajar en las estancias papales del Vaticano, Miguel Ángel llevaba ya casi un año encerrado en la bóveda de la Capilla Sixtina, trabajando atormentado en soledad día y noche, obcecado en que nadie viera la obra que tenía entre manos. Había llamado en primera instancia a algunos amigos de su etapa florentina que habrían de servirle como ayudantes en el colosal proyecto. Eran antiguos compañeros suyos del taller de Ghirlandaio, y expertos por lo tanto en la pintura al fresco; pero Miguel Ángel, hombre de difícil trato, excesivamente susceptible y solitario hizo que se volvieran a sus hogares para quedarse él en plena soledad ante las entonces oscuras bóvedas de la Capilla papal. A comienzos de 1511, cuando a Miguel Ángel aún le faltaba año y medio de combate en la Sixtina, Rafael está a punto de concluir su obra en la Estancia del Sello Vaticano. Ya ah concluido la Disputa del Sacramento y El Parnaso. La justicia y La escuela de Atenas están casi terminadas; solo falta dar un color más perfecto a la primera e insertar una figura en la segunda. Esta figura estaba reservada al filósofo melancólico por excelencia, Heráclito «el oscuro», y el joven Rafael había encontrado su modelo en aquel vecino de trabajo de la Sixtina, un hombre huidizo y de rudos modales que ya pocos reconocían como el genio sin par de la época. Quizás pensara alguna vez Rafael pedirle a Miguel Ángel que posara un instante para verter mejor su rostro y su alma en los de Heráclito. No lo hizo, consciente de que aquella petición podría haber desatado la erupción volcánica del huraño artista de nariz partida. Sin embargo, ¿quién no tenía en la mente el aspecto de aquel hombre? Y nadie mejor que Rafael habría retenido en su mente aquellos rasgos, aquella nariz rota y achatada, aquellos ojos que extrañamente el retiro a la soledad y la desatada entrega a la ira. ¿No manifestaban también aquellos ojos una escondida ansia de amar y ser amado, un dolor inexpresable?
Y ahí está finalmente Miguel Ángel, sentado en las escaleras del pórtico de La Escuela de Atenas, como el único personaje de la obra que parece desganado en su hacer, casi abatido, con la mirada perdida en el suelo, meditabundo, pero dando a entender la banalidad de la escritura que le ocupa. No se ven sus ojos, como sí dejará Durero ver los de la melancolía misma en su célebre grabado realizado solo tres años más tarde. Durero asigna a la melancolía unas pupilas brillantes, fijas, de pura furia intelectual, pero son pupilas inútiles, pues las alas que le transportarían al cielo no pueden volar. Coronada de guirnaldas que le prometen la felicidad del conocimiento, muestra, sin embargo, un pelo sucio y grasiento. Esas pupilas, nacidas para saber, se topan paradójicamente con la fatalidad de no poder saber. De nada o de poco le sirven los instrumentos geométricos que la rodean y parecen yacer muertos a sus pies. Rafael no se atreve a mostrar las pupilas del Heráclito venido de Florencia al que ha pintado sentado y apesadumbrado, rodeado de todos los hombres seguros de sus saberes y dispuestos a convencer con ellos. Pero sin necesidad de ver los ojos de Miguel Ángel, tan solo con la disposición de su ancho rostro, asoma ya la potencialidad de la ira en el carácter de esta figura que sobresale y resalta por encima de todas las otras. Aunque Platón (representación de Leonardo) y Aristóteles se sitúan en el centro del cuadro, es irresistible la atracción que nos conduce hacia el melancólico de las escaleras, a aquel Heráclito «el oscuro», a Miguel Ángel. Rafael también se ha pintado a sí mismo, a la izquierda, en sociedad y en aparente conversación, no ocultando la mirada, sino dirigiéndola al espectador.
La pregunta que nos hacemos es esta ¿Es Miguel Ángel el melancólico y el solitario mientras Rafael es el hombre feliz y sociable? Dice Wittkower: «Ni una sola de las gracias, como tampoco la buena apariencia y dulzura que el destino supuestamente había derramado sobre Rafael, suavizó la rudeza del carácter de Miguel Ángel».
Pero siendo cierta esta afirmación de Wittkower, creo que no podemos inferir de ella que Miguel Ángel fuera el melancólico y Rafael el dichoso y complacido. Habremos de ofrecer argumentos acercándonos a las obras de ambos y utilizando nuestro concepto de melancolía. El carácter de Miguel Ángel está demasiado lejos de la definición de la melancolía que venidos dando en este libro. Su carácter está traspasado de ataques de ira, de arrebatos coléricos, de incapacidad nerviosa para el trato. Nos cuenta Vasari la siguiente anécdota que denota un carácter difícilmente asignable a un melancólico. «Una vez terminada ─se refiere Vasari a La Sagrada Familia─ la envió cubierta casa de Agnolo por medio de un mozo, con un recibo en el que pedía setenta ducados en pago. Agnolo, que era persona parca y se resistía a gastar tanto en una pintura ─aunque le constaba que su valor era mayor─ entregó cuarenta ducados al mandadero, añadiendo que bastaban. Entonces Miguel Ángel lo obligó a volver con orden de pedir cien ducados o la restitución de la pintura. Por lo cual, Agnolo, a quien gustaba la obra, dijo: “Yo le pagaré aquellos setenta”. Mas Miguel Ángel, lejos de darse por contento, y en vista de la poca lealtad de Agnolo, quiso el doble de lo pedido al principio, de modo que, como este deseaba la pintura, hubo de enviarle 140 ducados».
Ningún melancólico actuaría de forma tan soberbia. La realidad es que Miguel Ángel despreciaba el dinero, todas sus ganancias iban a un cofre del que iba repartiendo entre familiares, necesitados y allegados, como su sirviente Francesco de Urbino, a quien hizo rico. Así, pues, no fue por apego al dinero, sino solo por ira y soberbia por lo que actuaba de esta manera. La melancolía responde más bien a un sentimiento de pequeñez y de humildad, y se aleja de la soberbia, tal como lo expresa Rafael en sus madonas. Además, los autorretratos de Rafael, siempre buscando los ojos del espectador y quizás nuestra compañía, delatan un rostro inequívocamente melancólico. En realidad, al mirarnos huye de la realidad, de los otros retratados, y busca el ideal, que para el autorretratado es su contemplador. No hay regocijo, sino serena tristeza en su autorretrato de La Escuela de Atenas, donde parece decirnos que estar rodeado de seres humanos no significa dejar de esta solo, como realmente parece estar ahí Rafael, casi tan solitario en compañía como Miguel Ángel separado de ella. Su afabilidad y dulzura en el Autorretrato con amigo de 1520 no le exime a Rafael de unos ojos tristes. La misma tristeza observamos en sus otros autorretratos de 1505 o en La expulsión de Heliodoro del templo de 1512.
Nuestra melancolía está más del lado de Rafael que del de Miguel Ángel. Y si es así, cabe preguntarse de dónde procede esa infelicidad, esa tristeza de Miguel Ángel. Creo que procede precisamente de resistirse a reconocer la pequeñez humana. La inmensidad con que Miguel Ángel concibe al ser humano, el arte y la vida misma es tan desmedida que solo recluyéndose en una lacerante soledad puede atisbarla, temiendo continuamente no ser capaz de expresarla en toda su nobleza y magnificencia infinitas. Ha renunciado a la sociedad, desprecia los títulos y la gloria mundanos, vive en una pobreza y descuido del propio cuerpo semejante al de muchos santos. Pareciera que para llevar a cabo su idea de inmensidad, de potencialidad divina en el ser humano, Miguel Ángel se haya propuesto no entrar en contacto con sus semejantes y con todo lo que ellos veneran, sabedor quizás de que, de hacerlo, se rebajaría o echaría a perder su altísima concepción de la inmensidad. La soledad de Miguel Ángel es fruto de un ideal tan alto del hombre que al verse confrontado con la realidad se transforma en desprecio hacia los seres humanos. «Os baste con tener pan y vivir con Cristo pobremente, como hago yo aquí, que vivo mezquinamente, y no me cuido ni de la vida ni del honor, es decir, del mundo».
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Este fragmento ha sido extraído del libro La melancolía del cristianismo (2020) de Antonio Ríos, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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