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Hoy les ofrecemos este extracto del libro Dios no mola, de Ulrich L. Lehner.
Estamos acostumbrados a que en muchos ámbitos, incluso en los eclesiásticos, se presente a Dios como una suerte de ser dulce y enrollado que resuelve nuestros problemas y que, en el mejor de los casos, nos dicta una serie de normas con las que regir nuestra vida íntima y social. Se trata de un Dios guay, molón, buenecito, moderado… Un Dios que no nos pide cuentas, pero que está siempre dispuesto a recompensar nuestros méritos. Un Dios hecho a nuestra medida que, de vez en cuando, y si lo tenemos a bien, nos dice cómo debemos comportarnos.
En Dios no mola, el teólogo alemán Ulrich L. Lehner se rebela contra esta imagen. Frente al Dios edulcorado de la posmodernidad, reivindica el Dios verdadero de la Biblia; frente al Dios buenecito de los manuales de autoayuda, reivindica el Dios paradójico – iracundo y misericordioso al tiempo – del catolicismo; frente al Dios que nos recompensa por nuestros méritos, reivindica el Dios amoroso que nos ofrece el regalo inmerecido de la gracia; frente al Dios moralista, reivindica el Dios que nos saca de nuestro ámbito de comodidad y nos llama a la aventura, transformándonos.
¿Vale la pena morir por nuestra fe?
Considerando lo que hemos dicho antes, la conclusión es que un Dios amable no puede abrazar el dolor. Tampoco la gente amable puede. Esto debería ser una llamada de alerta para nosotros. ¿Vale la pena morir por la religión que estamos viviendo?
Con suerte, ninguno de nosotros tendrá que enfrentarse a la decisión de elegir entre la fe y la vida. Obviamente, pensamos en los mártires de la antigüedad y en los de la actualidad, pero en última instancia, la pregunta a la que nos enfrentamos es esta: ¿vale la pena que esta fe dé forma a toda mi vida? O, planteándolo con otras palabras, ¿vale la pena sacrificar todo lo que amo en este mundo?
Siempre les digo a mis estudiantes: «Si no vale la pena hacer sacrificios por nuestra fe, más vale encontrar un hobby bonito y no malgastar nuestro tiempo yendo a la Iglesia». En principio mis estudiantes se quedan asombrados al oír esta afirmación por parte de un profesor de teología; pero luego, cuando las palabras ya han penetrado en ellos, se dan cuenta de lo que quiero decir: si una persona no está comprometida con la religión, esta es sólo un ornamento feo e inútil.
En la historia del cristianismo hay innumerables mártires, personas que dieron su vida por la fe. Los sociólogos confirman que los mártires son los exponentes más creíbles del valor de una religión. Quienes son ajenos a la religión, a menudo se preguntan qué puede haberles motivado para renunciar a su vida y no a su fe. Parece algo ilógico seguir una religión que exige un coste tan alto, o el mayor sacrificio de todos: la propia vida.
Un economista nos diría que, mientras otras cosas permanecen iguales, un grupo que impone costes elevados a sus miembros, ya sean estigmas sociales, persecuciones u otras formas de sacrificio, es menos atractivo. Lo interesante con respecto a la religión es que las cosas no permanecen iguales. Cuanto más cuesta la pertenencia, más alto es el nivel de compromiso.
El sociólogo Rodney Stark explica que son dos los elementos responsables de este resultado. El primero es que, al exigir sacrificios, la religión elimina a quienes van por libre, a los que intentan colarse para beneficiarse de ella pero sin comprometerse plenamente. Segundo, los sacrificios incrementan la participación de sus miembros porque la compensación por esta implicación es más alta. Por lo tanto, es contrario a la lógica sociológica disminuir la demanda en los miembros de la iglesia para que sea totalmente inclusiva, y pretender que el propósito de la fe sea una serie de hecho benéficos para los sentidos.
El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es amable cuando les pide a sus seguidores que lleven a cabo su alianza sacrificando sus vidas. Esto incluye vivir según sus expectativas morales, pero requiere, ante todo, poner a Dios en primer lugar, no sólo los domingos, sino cada minuto del día. Este requisito choca con nuestra naturaleza humana y nuestra formación social, que nos insta a ser autónomos, a pensar en nosotros y a considerar a Dios como alguien que nos deja hacer lo que queramos y sólo nos exige unas cuantas oraciones una vez a la semana.
Un dios amable no merecería nuestra atención, no nos podría tomar en serio porque desearía huir del dolor y como ser todopoderoso lo conseguiría con éxito. Un dios amable, por definición, no tendría interés en nuestro sufrimiento, o en nuestra más profunda alegría. Sería como una tostada de leche. Muchas personas viven con este demonio y piensan que es dios. Es mucho más fácil tener un dios-demonio débil en la propia vida que no nos exige mucho; sin embargo, en el momento del gran dolor, el ídolo cae. Entonces nos arrastramos y volvemos a la zarza ardiente con el Dios real, al menos hasta que nos sentimos mejor. O el Dios real o ninguno: el tiempo es demasiado valioso para cualquier otra cosa.
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Este fragmento, ha sido extraído del libro Los centinelas de la humanidad (2021) de Robert Redeker, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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