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Hoy les ofrecemos este extracto del libro 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo, de Anthony Esolen. ¿Quiere destruir la imaginación de su hijo? Lo tiene fácil. No le deje contemplar el cielo estrellado, aleje lo máximo posible de él cualquier instrumento musical, impídale juguetear con herramientas, no le cuente nada semejante a un cuento de hadas y manténgase, como agente de la KGB, pegado a su chepa. Es importante, en contrapartida, que pase mucho tiempo en el colegio, que no descanse en el manejo del iPad y que vea con asiduidad la televisión. De hacerlo, el éxito está garantizado.
En 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo, Anthony Esolen denuncia uno de los grandes crímenes de las élites de nuestro tiempo: haber privado a los niños de lo más maravilloso de la niñez. Pero no lo hace con el tono pesimista del cenizo que, regodeándose en la añoranza de un tiempo superado, cree que el futuro será inexorablemente oscuro. Al contrario, en cada línea de su ensayo subyace la esperanza de que los niños vuelvan a estremecerse con un paisaje hermoso, a emocionarse con las hazañas de éste u otro caballero o a inventar historias en las que ellos mismos sean los héroes.
Demoniza lo heroico y lo patriótico o Todos somos hoy traidores
A los niños les fascina tanto lo que es pequeño y cercano como lo que está muy, muy lejos; es ese marasmo de autopistas y edificios de oficinas que hay en medio lo que pierde su interés. Y esto es totalmente natural.
En The Back of the North Wind, George MacDonald convierte un vulgar pajar en una escena de prodigios. El henil es el lugar donde su protagonista, un niño pequeño llamado Diamond, duerme cada noche, zigzagueando por laberinto de balas de heno hasta llegar finalmente a su camita, arropándose con las mantas. La familia de Diamond es pobre, pero el muchacho no podría desear una habitación mejor que este rincón en el establo, con el caballo durmiendo en silencio debajo, o mascando su paja, y el frío viento del norte silbando misteriosamente fuera. Incluso la grieta en las delgadas tablas de madera tras su cabeza se hace importante en sus noches, porque a través de ella llega por primera vez el viento, llamándolo para que lo acompañe. Eso hace, y el viento bendecirá sus aventuras con su padre, un taxista en las sórdidas calles de Londres, y lo llevará también lejos, a la tierra de la felicidad más allá del Norte.
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Vemos, pues, que esta devoción por un lugar es un aguardiente fuerte para la mente joven. Es un licor tan potente como un intenso amor familiar, con el que está estrechamente vinculado. Piensen solo lo que ha hecho en el arte. Shakespeare, en su caprichoso Sueño de una noche de verano, envía dos parejas de enamorados cruzados a los bosques a las afueras de Atenas y en seguida hechiza los bosques con un duende inglés llamado Robin Goodfellow poblándolos con una desmadejada compañía de artesanos, recién salidos de un pueblecito de la campiña inglesa, que han ido allí a ensayar un número al estilo inglés sobre Píramo y Tisbe, con todos los trucos simplones y el verso forzado de una obra de teatro con moraleja interpretada por tus vecinos Harry y Ned. Shakespeare está sonriendo aquí, pero podemos oír las verdaderas notas del patriotismo en el famoso monólogo de Juan de Gante en Ricardo II, mientras agoniza, temeroso de que la tierra que ama caiga presa de la violencia y la lucha de facciones.
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El problema de este tipo de devoción es que produce verdaderos patriotas. Chesterton escribió en una ocasión, solo en parte en broma, que si del patriotismo local e incluso de las guerras locales se ha dicho que paralizaron la civilización en la Italia medieval y renacentista, «debemos al menos admitir que esas belicosas ciudades produjeron una serie de paralíticos que figuran con los nombres de Dante y Miguel Ángel, Ariosto y Tiziano, Leonardo y Colón, por no mencionar a Catalina de Siena y Francisco de Asís».
Pero no queremos patriotas. Por lo tanto, no queremos hombres que amen su propio lugar. El propósito mismo del mal llamado multiculturalismo es destruir la cultura, enseñando a los estudiantes a descartar la suya y defender el resto. Por lo tanto, el antídoto al amor de este lugar no es solo un odio hacia este lugar, sino un falso compromiso con cualquier otro lugar. El multiculturalismo en este sentido es como frecuentar meretrices. Fingir amor por cada mujer que uno se encuentra es no amar a ninguna. Tampoco es conocer realmente a ninguna, porque nunca se le ocurre al sujeto que haya profundidades que aprender a apreciar. Si no hay nada en el norte de Georgia que merezca tu devoción, ¿por qué debería haberlo en el sur de Gales? En el mejor de los casos, despertaremos débilmente el interés del turista, que hunde lo que ve en la dimensión plana de una moda social. Acumulan lugares que han visto igual que los avezados cazadores de safari acumulan pieles y cuernos, solo que sin ese peligro que podría despertar el corazón. O se quedan en casa, ya que un lugar es tan aburrido como cualquier otro.
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Este fragmento, ha sido extraído del libro Los centinelas de la humanidad (2021) de Robert Redeker, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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