Del ser vivo político al animal monitorizado

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Hoy les ofrecemos este extracto del libro «Del ser vivo político al animal monitorizado» de Engaño y daño del transhumanismo, de Olivier Rey. El autor analiza en este libro uno de los grandes temas de nuestra época, uno de esos temas que, si no está ya en boca de todos, lo estará dentro de poco tiempo. Y lo hace desde una perspectiva inhabitual, huyendo de los tópicos que buena parte de la clase política y de los medios de comunicación han difundido al respecto.

Con estilo pulcro y una notable honestidad intelectual, el filósofo francés escribe sobre el proyecto transhumanista sin dejar ningún cabo suelto. Así, no se limita a describirlo superficialmente, sino que se sumerge tanto en sus antecedentes más remotos (entre los que distingue el gnosticismo, la ruptura protestante o la mentalidad científico-técnica, por ejemplo) como en sus objetivos y probables efectos.

Del ser vivo político al animal monitorizado

Sabemos que, cuánto más de hincha la esfera económica, más se encoge la esfera política. La «medicina personalizada» ha de venir a rematar el sistema, haciendo que todas las insatisfacciones merezcan una aproximación terapéutica. Para esto sirve, entre otras cosas, la retórica del «aumento». Ha de acompañar y disimular la terrible sustracción en curso: la extirpación total de las facultades políticas, para que nada cuestione o enturbie el reino de la economía. El hombre como ser vivo político debe dejar paso al hombre como animal monitorizado. Y, lo que es más, esta decadencia ha de saludarse como un progreso.

Varios trabajos recientes ilustran con patetismo el objetivo de monitorización integral de la vida humana. La explosión demográfica en África alimenta una inmigración masiva hacia Europa, para gran alegría de los economistas y capitalistas, que ven en ello un medio de «dinamizar el crecimiento» y de mantener la «moderación salarial» en un continente rico y envejecido. Sin embargo, los autóctonos se muestran cada vez más dubitativos en cuanto a los beneficios que supuestamente les proporcionan esos movimientos de población. ¿Cómo vencer sus reticencias? Los investigadores se ponen a ello: «Frente a las crecientes tensiones ligadas a las diferencias étnicas, religiosas y culturales, urge concebir estrategias adecuadas para favorecer a la integración social de los refugiados en el seno de las sociedades caucásicas». En este caso, la estrategia propuesta consiste en hacer inhalar oxitocina, una hormona que, según el estudio, aumentaría la capacidad de la gente para adaptarse a «ecosistemas sociales en rápida evolución». Uno piensa primero que se trata de una broma, pero no: el artículo lo publica una revista científica tildada comúnmente de «prestigiosa».

Otro asunto que hay que resolver químicamente: la creciente inestabilidad de las parejas, con la caravana de problemas que acarrean. Algunos «bioeticistas» explican el fenómeno por «la tensión entre tres factores principales:

  1. Las pulsiones profundas y otras realidades de ese orden, pertenecientes a la constitución biológica y psicológica de los seres humanos, que son el resultado de una evolución darwinista a lo largo de millones de generaciones [pulsiones que incitan a los individuos a multiplicar los encuentros sexuales, con el fin de acrecentar su descendencia].
  2. Ciertos ideales sociales y éticos ampliamente compartidos relacionados con dichas pulsiones, que afectan al amor y al matrimonio [por ejemplo, la fidelidad conyugal].
  3. Distintas características de la vida contemporánea y del entorno que es hoy el nuestro, muy distinto de aquel en el que fuimos evolucionando en el marco de la selección natural [es decir, todos los factores, como la desconexión entre sexualidad y procreación, o la desaparición del control comunitario, que hacen más fácil el adulterio o incluso lo fomentan]».

De entrada, el tercer factor se considera intocable: el marco y los modos de vida hay que aceptarlos como son. Por lo tanto, si se quiere preservar el segundo factor (el ideal del matrimonio) solo queda influir sobre el primer factor (las pulsiones) por la vía química. Gracias al consumo de love drugs, dos personas a punto de romper se metamorfosearán en dos enamorados mirándose con ojos de cordero degollado. Los autores del estudio tienen el mérito de ser claros: «Pensamos que ha llegado el momento de no conformarse simplemente con describir los sistemas mentales implicados en el amor, el afecto y el compromiso; ahora deberíamos pensar en intervenir directamente en esos sistemas, para tender al amor una mano amiga». Consideran asimismo que el recurso de las love drugs debería ser obligatorio para prevenir el divorcio de personas con hijos, ya que estos son los primeros en sufrir por la separación de sus padres.

Tales modos de pensar pueden parecer ajenos al transhumanismo, e incluso contrarios a su espíritu individualista. Si no fuera porque el transhumanismo participa de un mismo movimiento de disolución de la política en la tecnología, de un mismo espíritu de control de los cuerpos mediante dispositivos y porque las facultades sobrehumanas con las que atraen a los individuos como medios de emancipación no tendrían otro efecto, en realidad, que hacerlos más susceptibles a las presiones que sufren, radicalizando así su alienación.

No hay más que observar lo que ya ha tenido lugar. El metilfenidato —comercializado con el nombre de Ritalin (Ritaline en francés)—, está siendo masivamente utilizado, desde los años 90, para tratar los trastornos de atención de los niños. Los transhumanistas, que preconizan el uso no terapéutico de medicamentos con el fin de obtener, gracias a ellos, una mejora de nuestras capacidades, en particular intelectuales (cognitive enhacement), estiman que el Ritaline puede ayudarnos a aumentar la atención y la concentración. Hay que destacar, no obstante, que el número de niños que padecen trastornos de atención ha crecido enormemente en los últimos años y que, en lugar de intentar detectar cuáles son los factores responsables del hecho, se prescribe una sustancia para contrarrestar sus efectos. A la vista de todo ello, ¿no serán de este orden muchos de los «aumentos» que nos prometen? No el acceso a una condición superior, sino el mantenimiento cueste lo que cueste de antiguas capacidades degradadas por el entorno en el que se nos obliga a vivir.

[…]

Otro aspecto que el transhumanismo contribuye a introducir sin la menor oposición, de lo inofensivo que parece al lado de las revoluciones anunciadas, es la procreación artificial. Desde el punto de vista económico, era inconcebible que un sector tan importante como la producción de seres humanos siguiera siendo una arcaica artesanía, practicada sin asistencia tecnológica y sin dar lugar a transacción financiera alguna. Tras la medicalización del embarazo, el parto y la infancia, la concepción debía ser a su vez tecnificada. La fecundación in vitro empezó practicándose para remediar ciertas infertilidades, cuyo número aumentaba cada año debido a la evolución del entorno y del modo de vida. Rápidamente ciertos centros de países con una legislación tolerante propusieron este procedimiento a mujeres que querían tener un hijo sin tener relaciones sexuales con un hombre o apersonas deseosas de seleccionar determinadas características del futuro niño mediante el «diagnóstico preimplantacional» del que son objeto los embriones formados en probeta. […]. De ahí que esta práctica esté llamada a generalizarse. Dado que para la mayoría de las características individuales solo es posible establecer un nexo con las configuraciones genéticas sobre una base estadística, podemos imaginar hasta qué punto son cruciales la posesión y el tratamiento de datos: es un inmenso mercado en el que invertir.

Para hacerlo, hay que vencer la repugnancia que a gran parte de la población le provoca ver cómo entra la concepción de los hijos en la esfera tecnológico-comercial. Y es aquí donde el transhumanismo juega su papel. Propagando la idea de que los humanos están abocados a tecnologizarse, inscribe la tecnologización de su producción en el orden de las cosas. Por añadidura, debido a su maximalismo intervencionista sobre el material humano, el transhumanismo permite a las instancias supuestamente reguladoras darse aires moderados, cuando en realidad avalan casi todo lo que es tecnológicamente realizable. Porque para los comités de ética creados en los últimos decenios, no se trata de hacer respetar ningún límite: podríamos decir que la «bioética» consiste en aprobar los que la ética reprueba. Como tranquilamente confiesa, en el caso francés, el presidente del Comité Consultivo Nacional de Ética para las Ciencias de la Vida y la Salud: «Considero que uno de los objetivos es llegar a un equilibrio entre los avances de la ciencia y los avances de la sociedad. A veces es la ciencia la que avanza muy deprisa y la sociedad la que va por detrás; a veces, la sociedad avanza más deprisa. Entre las innovaciones de la ciencia y las de la sociedad, no hay bien ni mal. Hay un equilibrio que hay que encontrar y que ha de inscribirse en la noción de progeso».

***

Este fragmento, ha sido extraído del libro Engaño y daño del transhumanismo (2019) de Olivier Rey, publicado por Bibliotheca Homo Legens.

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