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Hoy les ofrecemos este extracto del libro La restauración de la cultura cristiana, de John Senior. El despertar de la señorita Prim, una de las novelas más leídas de la pasada década, le debe mucho a este libro. Pero, ¿qué misterio conecta una señorita contemporánea en busca de sentido con un profesor de la universidad de Kansas, empeñado en restaurar «la cultura cristiana»? Quizá la perspectiva de Senior tiene tanto de universal —o sea, de católica— que su influencia es capaz de extenderse mucho más allá de lógicas espaciales o temporales, redescubriendo con asombrosa sencillez verdades permanentes de nuestra civilización.
La agenda católica:
La primera cuestión que tenemos que tener en cuenta si queremos rezar es prestar atención al tiempo. ¿A dónde se va el tiempo? Se va en trabajos inútiles y en tratar de llegar al trabajo en medio del tráfico de las ciudades. Y, más tarde, tratando de escaparnos del trabajo con distracciones complicadas y costosas, en las que desperdiciamos el tiempo en actividades improductivas y destructivas. En cuanto al trabajo, recomiendo leer Lo pequeño es hermoso y, si tienen a mano una buena librería o biblioteca, lean las obras de los grandes cruzados de la generación que nos precedió: Hilaire Belloc, por ejemplo, cuyo librito La restauración de la propiedad es el principal escrito económico y social del catolicismo. Y también los libros de su amigo G. K. Chesterton, que escribió ampliamente y bien, con ingenio y humor, sobre la descentralización y la restauración del orden social. En cuanto a la diversión, que es una subdivisión del trabajo puesto que es descanso del trabajo, si quieren cavar en el jardín y plantar flores y verduras, llenarán la mesa, embellecerán sus vidas, perderán peso y ganarán fuerza física y espiritual, y también la suficiente alegría para cancelar el viaje a las montañas y abandonar el absurdo y dañino exhibicionismo de salir a caminar o a correr. Si no restauramos el orden en el trabajo y la diversión, por supuesto que nunca tendremos tiempo para la oración.
Si, como sugerí en el capítulo anterior, encontráramos modos de restaurar las pequeñas comunidades o pueblitos, podríamos comprar e incluso trabajar en el mismo lugar por donde los niños irían caminando al colegio; y las mujeres se quedarían en casa, el tiempo se estiraría, se haría más flexible; nuestros nervios se relajarían y las presiones serían menores. Debido a que nuestro trabajo es desordenado, no hay tiempo para la oración y, porque no hay tiempo para la oración, nuestro trabajo es cada vez peor. La oración es el fin próximo de todo trabajo inmediato. Es el suelo humilde, el humus de la naturaleza humana, regada por las lágrimas de la contrición. El trabajo sin oración está muerto. Oración y trabajo no son la misma cosa. No se puede usar una como sustituto de la otra: eso conduciría al activismo o al quietismo. El trabajo necesita oración, así como el cuero resquebrajado necesita aceite. La oración llena los poros del trabajo y lo hace flexible y útil para Dios.
Cualquiera que esté atrapado en esos malos trabajos, como son el negocio inmobiliario o la construcción para el Estado, debe considerar de qué manera diligente los ateos trabajaron, con qué imaginación construyeron desarrollos inmobiliarios y edificios públicos para fomentar su religión. Mientras tanto, los cristianos tenemos a nuestras espaldas los mejores y más hermosos desarrollos urbanísticos de la historia en los pueblos católicos de Europa y somos incapaces de reproducirlos. Los visitamos, tomamos fotografías, pero nunca soñamos en que podríamos vivir en ellos, cuando, de hecho, es viable e incluso rentable construir algo similar en los suburbios de Nueva York o de San Francisco, publicitándolos como ¡Altos de Cristo! Propongo que se considere seriamente, incluso por aquellos que viven en los alrededores de las grandes ciudades, restablecer los que alguna vez fueron llamado «ghettos católicos». Para los jóvenes o almas más aventureras existe la enorme y aún virgen tierra salvaje del norte esperando por hombres santos. Hay, por supuesto, dificultades peores que aquellas que los sitios salvajes tenían tiempo atrás, y me refiero al Estado burocrático, que al verse amenazado por el ejercicio de la propia libertad religiosa los acosará con la necesidad de permisos para la construcción, certificaciones de escolaridad e impuestos. Los Amish, los Dunkards y otras sectas han luchado contra todo esto mejor que nosotros y viven sus pobres religiones mejor de lo que nosotros hemos vivido la nuestra.
Pero supongamos que hemos ordenado nuestras vidas materiales para poder pagar el diezmo de la oración, ¿cómo lo hacemos? ¿Existe algún manual? Por supuesto, hay muchos. San Felipe Neri, cuando alguno le pedía consejo de lecturas, le decía: «Lee cualquier cosa de cualquier autor que tenga la palabra Santo antes de su nombre». Tomen el santo que quieran. Todos dicen lo mismo con casi las mismas palabras, y esto es lo que dicen: Primero, la oración es silencio. Sin duda alguna, todo lo que sea ruido, inquietud, gritos y zapateos; todo lo que esté acompañado de guitarras eléctricas y micrófonos, no es oración. La viejecita que en una iglesia oscura no deja de rezar, que no sabe nuestro nombre, nunca pregunta, a veces sonríe, pero más frecuentemente aún solloza cerca de un cirio encendido ante la Santísima Virgen o san José, o sus otros santos amigos, ella sabe cómo rezar. Ella ha permanecido por mucho tiempo en la celda del conocimiento de sí y ha alcanzado también el conocimiento de nosotros mismos. Ella nos conoce, aunque probablemente nunca sepa nuestros nombres, y reza por nosotros. Los hombres se hacen más cercanos a través de la oración silenciosa que de otra manera. Se acercan unos a otros porque están cerca de Nuestro Padre del Cielo y porque el Reino de los Cielos está dentro del alma de cada uno. Y mientras más nos acercamos al cielo que está dentro de nosotros, más nos acercamos al alma de los otros. El ermitaño en su celda, perdido en medio del desierto, dice su misa privada con más eficacia que los sacerdotes, obispos y el mismo Papa en las grandes basílicas, porque está más concentrado en el Dios solitario. Cuando María, solitaria en su pequeña habitación, dijo Fiat mihi secundum verbum tuum, estuvo más cerca y fue la mejor amiga de todo el género humano. ¿Cuántos asistieron a la crucifixión? Solamente cuatro, tres de los cuales se llamaban María. Como descubrió el profeta Elías, Dios no está en el trueno sino en el susurro de la brisa.
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Este fragmento ha sido extraído del libro La restauración de la cultura cristiana (2018) de John Senior, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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