En estos últimos años se ha venido imponiendo dentro de las instituciones de la Iglesia Católica una corriente de pensamiento por la cual resultaría que eso que se ha venido en llamar “cultura cristiana” debe ser algo indefinido, maleable, esto es, relativo.
Incluso se ha llegado a decir que se ha de evitar caer “en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador”1.
Ni que decir tiene que la palabra “cultura” proviene del latín cultus, esto es, “culto”, “aquello que se cultiva o que habitualmente se practica”. ¿Hay acaso un término con mayores connotaciones religiosas que este? ¿No es la religio todo aquello que “religa” al “culto”? Teniendo esto en cuenta, no resultaría nada contradictorio que a la relativización de la cultura cristiana correspondiera la desvalorización de su culto y ritual religioso. Y viceversa, además.
Esta negación de la necesidad de reconocer a la cultura cristiana en su rica determinación y en su realidad civilacional se infiere del llamado historicismo progresista, ideología moderna que proclama que históricamente, todo lo anterior a nuestro presente es oscuridad, dogmatismo supersticioso, hipocresía moral, opresión cultural, política y social. Esto implicaría, de manera congruente, por otro lado, el desprecio a esa etapa de la historia de occidente en que más floreció y verdeció la cultura cristiana, esto es, la Edad Media. El historicismo progresista, decimos, se ha instalado casi hegemónicamente en los claustros de los más destacados centros católicos, con lo que esa mirada suspicaz y oscura sobre el Medievo es prácticamente oficial.
Podemos definir la Cultura como “toda aquella forma organizada de la vida social”2. En esta son varios elementos los que confluyen a la hora de dar a luz a esa realidad cultural, que siempre es ínsita en un “ahí histórico” y en un “dónde geográfico”. Sin embargo, y por sobre todas sus cualificaciones adjetivables, la “cultura” fomenta y labra la formación de una “realidad radical” (que diría Ortega y Gasset) que podemos denominar comunidad espiritual. Esta realidad histórico-social, tan pregnante de significaciones, queda singularizada y determinada por una serie de creencias y valores ético-religiosos que cristalizan constituyendo lo que conocemos como Tradición.
Habiendo llegado a este punto teórico, ¿no podría uno decir que, en la medida que la Tradición en Europa ha sido (si ya no es) cristiana, no lo es su cultura también? Cabría incluso afirmarse que el cristianismo no es una religión, sino que es más que una religión, esto es, más que un conjunto de ritos eclesiásticos o que creencias dogmáticas. Estas suponen una realidad mayor, que es la que da vida y fecunda todo el tronco del cristianismo, que es el encuentro con Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
Al salirnos al paso, el Señor quiere impregnar nuestra vida con su Res Divina, con todo lo que ello implica, a nivel del espíritu inmortal y a nivel de la cotidianidad positiva. Su amor nos invita a su “culto”, a su adoración, y haciendo precisamente eso, haciendo “cultura”, el cristiano está llamado a dar la noticia de esta formidable Verdad que es Dios aquí y ahora, con nosotros.
El cristianismo está llamado, siempre y en todo lugar, a seguir siendo levadura y sal, a seguir dando frutos y enriquecer el suelo de nuestra existencia, para ser feraces en obras y merecer la salvación. No puede haber cristianismo sin cultura, porque no puede haber cristianismo sin “culto” ni adoración. Los que consideran que la “tradición es custodia de las cenizas”3 (de un pasado disgregado e inerte) deberían preguntarse hacia dónde quieren ir con sus milenarismos políticos secularizantes, si no es hacia la desdivinización del hombre, esto es, al rechazo del culto a Cristo, Nuestro Señor y Salvador.
Por Luis F. Prado Hidalgo
1-Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 117-118, 24 de noviembre de 2013.
2- Christopher Dawson, Historia de la cultura cristiana, Introducción, 1950-1960.
3-Papa Francisco, Discurso del Papa Francisco con ocasión de la clausura del Sínodo sobre la Amazonía, 27 de octubre de 2019.
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