(Giovanni D’Ercole, obispo emérito de Ascoli Piceno, en la Nuova Bussola Quotidiana)
- El testimonio de Jesús en el diálogo con Pilato
Escribe san Pablo a Timoteo: «Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1Tm 6, 13-14). El testimonio dado por Jesús ante Pilato concierne a la presunta que este le plantea: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Todos los evangelios narran este encuentro: Mt 27,11-26: «‘¿Eres tú el rey de los judíos?’. Jesús respondió: ‘Tú lo dices'». Mc 15,1-15: «‘¿Eres tú el rey de los judíos?’. Él respondió: ‘Tú lo dices'». Lc 23,1-7, 13-25: «‘¿Eres tú el rey de los judíos?’. Él le responde: ‘Tú lo dices'». Sin embargo, solo en Jn 18 el diálogo prosigue sobre la verdad. Pilato le dijo: «‘Entonces, ¿tú eres rey?’. Jesús le contestó: ‘Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz'». Pilato le dice: «Y ¿qué es la verdad?» (Jn 18,37-38). Dado que esta parte del diálogo solo se encuentra en el evangelio de Juan, algunos estudiosos se aventuran a afirmar que se trataría de un hecho histórico inverosímil, al presentar a la máxima autoridad romana Poncio Pilato, conocido por su crueldad con los judíos, entrando y saliendo del pretorio al menos seis veces, actuando como portavoz entre Jesús y los dirigentes judíos. Sin embargo, desde el principio este es, para la tradición cristiana, uno de los acontecimientos más importantes de la vida de Jesús y está históricamente bien fundamentado. Quizá por ello, en más de dos mil años de historia, muchos han dedicado su atención a la pregunta que Pilato formuló a Jesús de Nazaret. Quid est veritas?
Junto a los historiadores del cristianismo, han mostrado interés un gran número de evangelios apócrifos de autores de los últimos siglos. Se trata de un género sorprendentemente extendido, en el que la figura de Pilato goza de gran éxito: entre estos autores basta citar a Michail Bulgakov, Anatole France, Roger Caillois, Friedrich Dürrenmatt y Karel Čapek; en Italia, escritores católicos como Elena Bonora o Luigi Santucci, y laicos como Giorgio Linguaglossa y Lino Cascioli.
Pero, ¿por qué Pilato despierta tanta fascinación? No se sabe casi nada de él, y los evangelios nos ofrecen un retrato ambivalente que cada época trata de reinterpretar del modo que le resulta más afín. Pilato parece tener características afines a la sensibilidad del ser humano de todos los tiempos, y especialmente del hombre contemporáneo, y por eso se convierte en el icono al que muchos miran, haciéndose preguntas y buscando respuestas.
- La crisis del Imperio romano
Puede ayudarnos a comprender mejor una rápida ojeada a la crisis y desorientación generalizadas que marcaron la vida del Imperio romano en tiempos de Pilato, donde comenzó a sentirse con fuerza el abandono y la pérdida de los cinco valores principales de la «romanidad» condensados en la expresión «mos maiorum [la costumbre de los ancestros]» y que todo buen romano debía poseer: fides, pietas, majestas, virtus y gravitas.
- La fides era la fe, la capacidad de confiar en la palabra dada sin contratos ni testigos. En el derecho romano este valor desempeñaba un papel crucial y, en caso de traición, la parte perjudicada podía demandar por falta de lealtad. Los romanos creían que la fides habitaba en la mano derecha -la mano de los juramentos- y se representaba en las monedas con un par de manos cubiertas. De ahí el juramento en los tribunales de justicia colocando la mano derecha sobre un libro, civil o sagrado. La diosa de la buena fe era descrita como una anciana, pero siempre se la representaba joven.
- La pietas era la devoción, la protección y el respeto debidos a los dioses, la patria, los padres, los parientes y los esclavos. Cicerón creía que la pietas era justicia a los dioses y, como tal, requería una cuidadosa observación de los rituales para el sacrificio y su correcta ejecución, pero también la devoción y rectitud interior de la persona. Livio cuenta que la pietas se representaba a menudo en forma humana, como una mujer acompañada de una cigüeña.
- La majestas indicaba la dignidad del Estado como representante del pueblo, valor que más tarde se transfirió al propio emperador. De ahí el delito de «lesa majestatis», un crimen contra el Estado para quienes desfiguraran obras públicas, o contra el emperador o el senado romano. Este valor significaba también la grandeza de un pueblo, es decir, estar orgulloso de pertenecer al pueblo romano, como el mejor por ser superior a los demás en civilización, cultura y costumbres.
- La virtus deriva de la palabra latina vir (hombre) y comprendía lo que constituía el ideal del verdadero hombre/ciudadano romano. El poeta Lucilio creía que la virtus para un hombre consistía en saber lo que es el bien y el mal y designaba también el valor del héroe y del guerrero en la batalla. La virtus solo era tal si no se ponía al servicio de los propios intereses, como la búsqueda del poder. Este valor era hereditario y los descendientes de hombres virtuosos tenían la carga de seguir los pasos de su padre y demostrar que eran dignos. A partir del siglo I a.C., la virtus ya no era una virtud que se transmitía de padres a hijos, sino que el civis novum [nuevo ciudadano] podía obtenerla a través de sus actos y los de sus antepasados.
- La gravitas correspondía al respeto de la tradición, la seriedad, la dignidad y el autocontrol. El buen romano debía mostrar este comportamiento ante cualquier adversidad.
* ¿Por qué se derrumbó el Imperio romano?
Si tenemos en cuenta los conflictos de clase, las insurrecciones de los esclavos y las rebeliones de las colonias de la época, habría que decir que el Imperio se derrumbó cuando menos se esperaba. Desde el punto de vista de la lucha sociopolítica, la resistencia de las clases oprimidas (si excluimos a judíos y cristianos) fue mucho más fuerte entre el siglo II a.C. y el siglo I d.C. que en los siglos III y IV d.C.
Si tuviéramos que pensar solo en razones endógenas, tendríamos que decir que el imperio cayó no cuando era más débil, sino cuando parecía más fuerte (al menos en apariencia). Sin embargo, bajo el imperio habían aumentado de manera desproporcionada la corrupción, la decadencia moral, la inmoralidad de los emperadores y el abandono de los valores de la «romanidad», aunque el poder político, administrativo y militar seguía siendo fuerte. Por lo tanto, no se derrumbó solo porque las costumbres estuvieran corrompidas, aunque fuera una de las principales causas que contribuyeron a ello. Además, no se derrumbó todo el imperio, sino solo la parte occidental, más desarrollada y más corrupta e inmoral. La parte oriental del imperio, rebautizada en nombre de Cristo, sobrevivió otros mil años. Lo que quizá nos lleve a pensar que no todo el imperio era igual, es decir, que la debilidad (más moral que político-militar) de la parte occidental era mayor que la de la oriental. Iguales en todas partes, sin embargo, eran el odioso fiscalismo, el servicio militar obligatorio, las leyes injustas. Extrañamente, las regiones orientales habrían tenido más razones para destruir los cimientos del imperio, ya que sin duda estaban más acosadas por Roma, y sin embargo no se derrumbó; por qué no ocurrió esto, sino que incluso la parte oriental sobrevivió otros mil años, nunca ha sido suficientemente explicado por los historiadores.
- La decadencia del Imperio romano y la decadencia de Occidente
Limitándonos a considerar la decadencia del «pulmón occidental» del Imperio romano, que hoy corresponde a nuestro Occidente (Juan Pablo II esperaba e insistía -aunque nunca fue escuchado-, en que Occidente y Oriente volvieran a respirar juntos a pleno pulmón), podemos trazar fácilmente un paralelismo entre la Roma de aquella época y el Occidente de los últimos siglos, donde la pérdida (o más bien el rechazo de los valores de la romanidad y de las raíces culturales y espirituales de Europa) ha creado un vacío colmado por la conquista de los llamados derechos civiles, dando lugar a una cultura cada vez más laica que se propone como precursora del desarrollo del ser humano, pero cada vez más capaz de sacar a la luz su rostro violento y prevaricador.
Un elemento de contacto entre entonces y ahora es la secularización que en la época romana arremetió contra la multiplicidad de dioses, dando lugar a una permisividad tolerante e indiferente que, si bien avivó la inquietud religiosa, engendró incredulidad, laxismo y confusión. En los últimos siglos, podemos encontrar un paralelismo en el progresivo desvanecimiento de la vida cristiana con el auge de una permisividad y creatividad incontroladas en la liturgia y el culto, una perceptible pérdida de claridad doctrinal y el consiguiente deterioro de la ética y la moral. Todo ello frente al crecimiento de una visión del humanismo concebida como afirmación de la autonomía del hombre que se hace dios de sí mismo sin necesidad de un Dios creador. Lo que domina ahora, como entonces, es la inquietud de la que Pilato es un icono: su actitud hacia Jesús oscila entre la admiración y el escepticismo, mientras que en sus acciones se entrelazan ambiguamente el bien y el mal, la duda y la fe. Como entonces, la inquietud del hombre moderno/contemporáneo busca también una respuesta a la intrigante pregunta: «¿Qué es la verdad?».
¿De qué verdad estamos hablando?
¿Qué concepto de la verdad tenía Pilato en mente cuando formuló la pregunta a Jesús? Para Pilato, Roma era la única garantía de razón para el mundo, y consideraba que Judea era una tierra habitada por la superstición debido a las novedades religiosas vinculadas a la revelación bíblica y a la predicación de Jesús. Crecía el concepto de laicismo que consideraba las religiones como meras ilusiones, por lo que cada cual era libre de buscar consuelo en ellas, pero convirtiéndolas en un asunto privado, mientras que a nivel público la libertad de pensamiento seguía siendo el principal valor a defender. El interés por la religión no se debía, pues, a que fuera portadora de la verdad, sino a que era un instrumento de ascesis interior o de control social: se pasa así del criterio de verdad al de validez. Pilato es el intelectual dubitativo, que se aferra a la razón porque le inquieta lo divino; intenta comprender pero no puede; quiere apartar el pensamiento de Jesús pero no puede; vislumbra algo enorme y absurdo y tiene miedo; en definitiva, intuye sin comprender. Atormentado, desgarrado entre la racionalidad y la inquietud existencial, se ve empujado por la curiosidad hacia lo que Pascal indica como el último paso de la razón: reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan.
Como en el caso de Pilatos, en la cultura dominante actual, la verdad no se sitúa en el terreno de la certeza, sino más bien en el de la duda y la investigación. Es decir, no es una posesión pacífica, sino un proceso en continuo devenir. Esto implica, de hecho, una interminable indecisión, en la que se refleja la dificultad de apoyarse en una fe, o se opta por experimentar la duda científica expresándola en una contradicción dentro de la propia conciencia con el resultado final de considerar que todo es relativo e incierto. Para el hombre contemporáneo, la incertidumbre convierte el conocimiento de la verdad en una aventura personal que le transforma. Hay que decidir no aceptar pasivamente las explicaciones dadas sobre las causas de los acontecimientos, hay que estar convencido de que, al tomar las riendas de nuestra vida, ya no hay que adherirse a la verdad, sino construirla. Y como la búsqueda de la verdad tiene lugar en las profundidades del alma, el camino del individuo nunca puede preverse por completo, ni puede evaluarse desde el exterior: de ahí que, a pesar de todo, permanezca abierta una ventana a la esperanza, pues sin esperanza el hombre enloquece y muere.
La diferencia entre la concepción de la verdad de Pilato y la de Jesús es evidente: para Jesús la verdad es certeza porque es verdad absoluta, inmutable, eterna, mientras que para Pilato la única verdad de la que está seguro es que no existe una «verdad cierta». Mirémonos hoy: la verdad en la cultura actual es relativa a los hombres, a las situaciones y a la historia, mientras que el cristiano de entonces como el de ahora profesa una sola verdad, cierta y real. Hoy existe una simplificación arbitraria que procede de la incapacidad de hacer frente a la complejidad y que, desde un punto de vista práctico, implica una afirmación prepotente y a menudo violenta del propio punto de vista, y quienes fabrican una verdad niegan todas las demás verdades. Se actúa como una empresa que fabrica colchones y el propietario/fabricante prohíbe a todo el mundo utilizar y dormir en colchones fabricados por otros antes y después que él. Es el reino del pensamiento único, cada vez más violento e intolerante porque, en última instancia, ¡está condicionado por el miedo!
Jesús no responde a la pregunta de Pilato: ¿por qué? Algunos piensan que porque comprende que el representante del emperador cree que no puede haber respuesta, no cree en la verdad y, en definitiva, ni siquiera querría saber cuál es. En su mente -Pilato ciertamente no es inculto- se agita la duda: ¿estoy ante alguien absolutamente extraordinario e interesante de conocer, o este hombre que se proclama rey es solo un judío exaltado, loco además, que habla de la verdad pocas horas antes del suplicio de la cruz?
Para Pilato, como para gran parte de la cultura moderna/contemporánea, lo que cuenta es la concreción de la realidad, cuentan los hechos desnudos de la existencia terrenal: se nace para morir, se envejece, hay quien está bien y quien sufre: solo esta vida me pertenece: carpe diem! No merece la pena perder el tiempo discutiendo sobre la naturaleza de los dioses (así lo escribieron algunos autores latinos y así lo reflejan hoy los filósofos contemporáneos), pero siempre es bueno actuar como si algún dios existiera: ¡nunca se sabe! En definitiva, la verdad en sentido absoluto es una pura abstracción, un castillo en el aire, una mera palabra, y los hombres no necesitan palabras, sino cosas concretas que tocar y consumir, una casa, un coche, disfrutar de esta vista como sea y, sobre todo, poseer dinero, tener poder y muchos bienes materiales para ser felices. Además, si fuera posible alcanzar la verdad, probablemente -quizá Pilato se lo preguntó en su momento- no sería comunicable y, si fuera comunicable, no sería aceptada.
Es evidente un doble contraste entre la visión de Pilato y la de Cristo: para Jesús la verdad es certeza, luz que ilumina las tinieblas de la duda y pone en fuga el miedo, verdad metafísica y espiritual única capaz de cambiar la vida, mientras que para Pilato la verdad es múltiple y sobre todo pragmática. Para Jesús, la certeza de la verdad concierne a los fundamentos de la existencia; para Pilato, basta la verdad relativa/incierta, que concierne a acontecimientos particulares y es preparatoria de la acción, pragmática: es verdad lo que me es útil o lo que me gusta que se haga. Pilato intenta escapar de sus tormentos, pero no puede liberarse de su preocupación por obtener un conocimiento exacto de los acontecimientos, al tiempo que se niega a considerar la verdad como una directriz abstracta: «Siempre cumplí las órdenes, pero no porque fueran la verdad. La verdad era que estaba cansado o sediento» (K. Čapek, Apócrifos). Y Bulgakov, en el diálogo entre el Maestro y Margarita escribe: «Cuando Pilatos pregunta: ‘¿Qué es la verdad?’, Jesús le responde: ‘La verdad es que te duele la cabeza'» (M. Bulgakov, El maestro y Margarita).
Son posiciones antitéticas: Pilato encarna a quienes consideran que el concepto de verdad es relativo, parcial y fragmentario; para él la verdad es analizar, distinguir, separar, mientras que tanto en la perspectiva del Antiguo como en la del Nuevo Testamento la verdad exige certeza y tiende a una visión sintética. Pilato contrapone múltiples verdades a una única verdad: para él, existen múltiples puntos de vista, e incluso lo divino puede tener diferentes caras. Enfatiza el papel del individuo en la búsqueda de la verdad, y sitúa a la comunidad y a la tradición en un segundo plano. Por último, tiende a separar la razón de la emoción, la práctica de las teorías abstractas, el plano humano del divino. En definitiva, Pilato es portavoz de una verdad -o más bien de varias verdades- decididamente con «v» minúscula, aunque a veces se vea obligado a medirse con una verdad absoluta/realidad inevitable, no tanto a nivel filosófico como en el de la vida y la experiencia. En la época contemporánea, hay muchos no cristianos que buscan y que ven la verdad alcanzable a través del encuentro con una persona física, porque creen que la verdad existe y que todos pueden participar en ella, pero siempre de forma parcial. La única forma de llegar a la verdad pasa por el encuentro: no entre ideas opuestas, que no siempre pueden conciliarse, sino entre personas. No se puede hacer una síntesis entre «sí» y «no», pero entre personas sí se puede hacer, porque hay más verdad en las personas que en las palabras; se pueden decir cosas que no son verdad, pero siempre es posible rastrear trazas de verdad, aunque sean modestas, en el alma/corazón de aquel con quien se escucha/dialoga.
Para otros buscadores modernos, la verdad es alcanzable si uno la identifica con la belleza; para otros, la verdad se encuentra dentro de uno mismo y coincide con la propia realización interior personal. Estamos siempre en el ámbito de una verdad concreta y privada que no da respuesta a la incertidumbre y más bien la abre a nuevos desarrollos. De hecho, hoy algunos derriban el muro de sus propias certezas preguntándose si el ser humano necesita realmente certezas, ya que toda certeza puede ser un engaño. Y responden que a ninguno de nosotros nos queda más remedio que creer plenamente en «mi» incertidumbre porque es el resultado de «mi» experiencia personal: esta sería la única verdad posible.
Otros, sin embargo, objetan: la verdad no puede reducirse a un vago concepto abstracto, sino que atañe a la experiencia del autoconocimiento y del dominio del propio cuerpo a través de la meditación, y en estos últimos años la sed de quietud y misterio ha crecido en muchos. Algunos la buscan sinceramente y la encuentran en la oración y la liturgia, creen alcanzarla a través de la experiencia espiritual personal, en el encuentro privilegiado con lo divino: la verdad se convierte en una experiencia mística. Finalmente, para los discípulos de Cristo, la verdad es Él mismo: Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre, y a la pregunta: «Quid est Veritas?«, la respuesta es: «Vir qui adest«, «el hombre que está ante ti».
- Quid est Veritas? Vir qui adest! La verdad es Cristo
Jesús no responde a Pilato: «La verdad soy yo», sino que guarda silencio. ¿Por qué no lo hace, por qué calla? Es difícil saber por qué, pero siempre es posible y útil buscar. Cuando Pilato espera la respuesta a su pregunta «¿Qué es la verdad?», tiene a Jesús delante y sus miradas se cruzan. Son instantes, tal vez minutos de interminable silencio que nos permiten entrar en nuestra reflexión. Pilato mira y escruta un rostro marcado por el dolor de la injusticia humana, que le mira callando. Insiste en las preguntas y solo obtiene el silencio por respuesta. Surge en él una agitación interior de curiosidad y miedo y probablemente la pregunta se convierte en: «¿Quién eres tú, Jesús?». Y si la pregunta «¿Qué es la verdad?» se transforma en «¿Quién es Jesús?», la verdad adquiere un rostro preciso y el proceso de conocimiento toma forma en la relación personal entre el hombre y Dios. La respuesta a la pregunta «¿Qué es la verdad? Quid est veritas?» se convierte en «Vir qui adest«, «el hombre, que está ante ti». Es posible para cada uno de nosotros tener un encuentro con la verdad, un encuentro total: con los demás, con uno mismo y con Dios. Un encuentro que siempre tiene lugar en comunidad, a través del diálogo y del vínculo afectivo con testigos que han encontrado la Verdad, que siempre tiene el rostro liberador de la Belleza y del Amor. Escribe san Juan en su primera epístola: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo (1Jn 1,3-4). En su último discurso en el cenáculo, antes de la pasión, Jesús proclamó a los apóstoles: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6-7). Jesucristo revela el rostro de la verdad.
Es interesante lo que Fiodor Dostoyevski le escribió a la señora Fonvizina en 1854 respecto a la relación entre verdad y Cristo: «Me he formado un símbolo de fe en el que para mí todo es claro y sagrado. Este símbolo de fe es muy sencillo, he aquí: creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más simpático, más razonable, más valiente y más perfecto que Cristo; y no solo no lo hay, sino que con celoso amor me digo que tampoco puede haberlo. Pero hay más: si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y efectivamente resulta que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo que con la verdad» (письмо к Н.Ф. Фонвизиной, №61, февраль 1854 г).
Sin conocer a Cristo, no puede haber conocimiento de la verdad. Benedicto XVI lo escribe claramente en el libro Jesús de Nazaret y afirma que la pregunta «¿Qué es la verdad?» es «una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad». Señala a continuación que la actualidad de la cuestión y de su formulación es evidente: hoy, en efecto, la irredención del mundo está particularmente relacionada con la ilegibilidad de la creación y la consiguiente irreconocibilidad de la verdad. La tecnociencia moderna, en sus diversas expresiones y formas, que pretende haber descifrado el lenguaje de Dios, en palabras de Francis S. Collins, y ser capaz de desplegar las fórmulas matemáticas de la creación, que incluso pueden discernirse en el código genético del hombre, solo nos ha introducido en una especie de verdad funcional sobre el ser humano. «Pero la verdad acerca de sí mismo —sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal— no se la puede leer desgraciadamente de esta manera». «Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, solo puede consistir en que la verdad sea reconocible» (Ibídem). Y si la verdad, según la fórmula lapidaria de Tomás de Aquino es Dios mismo ipsasumma et prima veritas (Suma teológica, I q. 16 a. 5 c), se comprende por qué no aparece nunca plenamente la verdad en toda su grandeza y pureza. «Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece», escribe Benedicto XVI. El hombre se acerca a la verdad en la medida en que se conforma a la realidad y a la propia razón, en la que, de alguna manera, se refleja la razón creadora de Dios. Per la verdad en su plenitud, al ser Dios mismo, «llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia».
El reconocimiento de la verdad coincide, por tanto, con el reconocimiento de Cristo vivo y presente en la historia, es decir, de Cristo resucitado. Pero incluso este reconocimiento nunca es pleno y desde las primeras apariciones del Señor a los discípulos está sometido a lo que Ratzinger llama la «dialéctica del reconocer y no reconocer». Dialéctica que, por otra parte, corresponde a la modalidad de aparecer de Cristo. «Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús». Es precisamente en esta experiencia de indisponibilidad de su presencia donde se evidencia un acontecimiento real, irreductible a una invención por parte de los propios discípulos. La pregunta permanece siempre en nosotros: «¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos?». Sin embargo, «es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta». El Resucitado quiere llegar a toda la humanidad «solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta» y «no cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de ‘ver'».
Hay que admitir que, hoy más que nunca, el reconocimiento de la verdad, sin querer negar el camino de la razón natural, está vinculado a la credibilidad del testimonio de los cristianos (¡qué gran responsabilidad!) y a la libertad con que cada hombre esté dispuesto a aceptarla. Dios, en efecto, no quiere «arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor». «Ver» está siempre relacionado con amar.
- Queda una última pregunta: ¿cómo acercar el Pilato de hoy a la Verdad?
El método tradicional de la indagación racional ya no es suficiente, pues, en mi opinión, no es por la vía del cuestionamiento por la que el hombre moderno/contemporáneo puede llegar a ella. El Pilatos de hoy es pragmático, no parece sediento de la verdad aunque sienta su opresiva inquietud. Después de haber navegado por amplias y profundas aguas científicas, técnicas y virtuales, su pobre barca se ha roto en un silencio sepulcral y pétreo. Paradigmático a este respecto es lo que cuenta Giovanni Pascoli en su poema «El último viaje», en el que, en el canto vigésimo primero, Ulises, con la vana esperanza de buscar la verdad y aprenderla de las sirenas, acaba naufragando contra las «rocas de las sirenas», en las que sirenas no hay.
Personalmente, no conozco otro camino que conduzca a la Verdad que abrir el corazón/alma a sus razones y aspiraciones más profundas y comprender que el eje del conocimiento ya no es la dimensión intelectual (aunque sea siempre necesaria), sino sentir despertar la alegría afectivo-espiritual del corazón, y que llegar a la verdad es descubrir el secreto de una vida plenamente feliz. Dos hilos conductores son siempre posibles en la vida humana: la razón y el corazón, pero hoy parece ganar terreno el corazón: el canal del Amor. En este contexto, la verdad parece percibirse como una narración y no solo como un conjunto de enunciados teóricos; no como un objetivo de investigación, sino sobre todo como un don que hay que implorar y acoger. Y si esto es cierto, es necesario invertir la perspectiva del método y del lenguaje a utilizar: hay un concepto de verdad que las palabras son inadecuadas para transmitir; hoy estamos descubriendo el silencio como instrumento privilegiado de comunicación: desde lo más profundo del corazón, el silencio permite que la verdad emerja sin banalizarla porque crea espacios de escucha/diálogo, libres de prejuicios e ideas preconcebidas.
A través de la contemplación del silencio de Jesús ante Poncio Pilato, nos convertimos en discípulos de una Persona humano/divina: Cristo. Su silencio provoca y desnuda cualquier pretensión de control; nuestro silencio se transforma en adoración revolucionaria y su silencio se prolonga en la presencia silenciosa en la Eucaristía, donde el silencio de la Hostia es la respuesta a las preguntas más profundas del alma humana.
Sí, Jesús habla con el silencio y Pilato le entiende. Se produce así la inversión de los mecanismos de comunicación: Pilato es el hombre inteligente y presuntuoso de la palabra, con una retórica fina e ingeniosa de magistrado romano que se hace añicos al impactar con el rostro de Jesús «Ecce homo«, un rostro humano desfigurado por la violencia y la injusticia de los hombres: «Yo no encuentro en él ninguna culpa… y luego vuelve a decir: Mirad, os lo saco afuera para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa… He aquí el hombre… Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él…». A Jesús le dice: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?». Y Jesús a él: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto…». De nuevo silencio… Pilato a los judíos: «¿A vuestro rey voy a crucificar?». Y a la respuesta de ellos: «No tenemos más rey que al César», Pilato entrega a los verdugos un hombre a pesar de estar seguro de su inocencia: así termina lo que debería haber sido un juicio de condena de Jesús, y que se ha convertido en una autocondena de Pilato que vuelve a casa asediado por las dudas y el remordimiento.
Pilato sigue siendo el hombre de las preguntas hechas o dejadas sin respuesta. Comenzó con un aluvión de preguntas, la ingeniosa experiencia de un retórico y magistrado consciente de su propio poder, y termina tambaleándose en las dudas que cargan su alma de tinieblas recalcitrantes; se vuelve triste e indeciso como si su corazón fuera presa de sentimientos opuestos: la melancolía y el resentimiento, el remordimiento y la búsqueda de autojustificación, el deseo de ganar y el miedo a parecer un perdedor; en definitiva, un hombre solo con su conciencia, aparentemente infeliz para siempre: tomó un poco de agua y se lavó las manos delante de la multitud, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». ¡Y se lavó las manos! ¿Puede llamarse a esto verdadera libertad?
- ¿Pilato un santo?
Aunque la duda pueda tener una connotación positiva, la búsqueda de la verdad siempre queda insatisfecha. La verdad tiene un significado performativo y personal: debe experimentarse más que encontrarse. Lessing dijo: «Si Dios me hubiera ofrecido en mi mano derecha el conocimiento de toda la verdad, y en mi mano izquierda la búsqueda perenne de la verdad, con todos los peligros y decepciones que ello conlleva, habría elegido la mano izquierda». Y Mario Pomilio observa: «Cristo no vino a establecer certezas. Vino a proponernos un modo de ser en la fe en el que todo está incluido, incluso la posibilidad de dudar. Dejar, por tanto, de interrogarse sobre Cristo llevaría a encerrarlo en una ‘fórmula’, y así ‘acabaríamos con Jesús'» (M. Pomilio, Il quinto evangelio). Desde este punto de vista, Pilato podría convertirse en nuestro compañero de viaje en la búsqueda de la verdad; una invitación permanente a buscarla sin conformarse con respuestas preconfeccionadas, y a aceptar su incertidumbre sin extinguir la esperanza. Esto vale para todos, independientemente de sus creencias, porque, como señala Schmitt, «todos estamos unidos bajo la pregunta, divididos en nuestras respuestas» (E. Schmitt, El Evangelio según Pilatos).
Pilato tiene el mérito de haber inmortalizado la cuestión de la verdad al llevar sobre sí mismo el sufrimiento de la duda y el remordimiento, y vuelve a plantear esta cuestión a lo largo de los siglos a quienes leen el Evangelio. En el siglo VI, la Iglesia ortodoxa etíope proclamó santos a Pilato y a su esposa Claudia Prócula, fijando su festividad el 25 de junio. En otros lugares, Pilato también es recordado con diversas leyendas. Una de las muchas tradiciones narra su conversión y concluye afirmando que murió glorificando a Jesucristo: Camino, Verdad y Vida. Nadie sabe realmente cómo terminó Pilato su existencia terrenal, pero podemos suponer que su pregunta sigue resonando en el corazón de todos los seres humanos de todos los tiempos.
Publicado por Giovanni D’Ercole, obispo emérito de Ascoli Piceno, en la Nuova Bussola Quotidiana
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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Muy buen articulo
En el Credo afirmamos que Jesús padeció bajo el poder de Poncio Pilatos. Lo crucificó una multitud, una democracia.