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Hoy les ofrecemos este extracto de libro ‘Santos que vieron el Infierno’. En Santos que vieron el Infierno, las visiones y testimonios de san Juan Bosco, santa Teresa de Ávila, los pastorcitos de Fátima, Ana Catalina Emmerick, santa Faustina Kowalska, santa Hildegarda de Blingen, santa Catalina de Siena o san Beda se dan cita con las advertencias de Jesucristo, los profetas y los apóstoles sobre este terrible destino.
Las escenas de estas páginas, que varían en detalles y fuentes, dan testimonio de una verdad desgarradora: el Infierno es la garantía final de que lo que hacemos en la Tierra importa realmente. En ocasiones, un vistazo a las penas y tormentos de las almas condenadas en el Infierno es lo que necesitamos para continuar, ya con esfuerzos renovados, nuestro camino para amar más a Cristo y alcanzar, con Su ayuda, la gloriosa felicidad del Cielo.
La visión del Infierno de san Juan Bosco
Apareció ante mis ojos una especie de inmensa caverna que se perdía en las profundidades excavadas en las entrañas de los montes. Éstas estaban todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la Tierra con sus lenguas de llamas saltarinas, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, hierros, piedras, madera, carbón, todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calor millares y millares de veces al fuego de la Tierra.
Y, sin embargo, el fuego no consumía ni reducía a cenizas nada de cuanto tocaba. Simplemente, no puedo describir esta caverna en toda su espantosa realidad.
«Preparado está un Tófet desde hace tiempo, también para el rey; dispuesta, profunda es la hoguera con fuego y leña abundante; el soplo del Señor, como torrente de azufre, la encenderá» (Isa 30,33).
Mientras miraba atónito a mi alrededor, llegó por un pasaje, con gran violencia, un muchacho. Como ajeno a todo aquello, lanzó un grito agudísimo, como quien está para caer en una marmita de bronce líquido y se precipitó en el centro de la cueva. Al instante, se tornó blanco como toda la caverna y quedó perfectamente inmóvil, mientras por un momento aún resonaba el eco de su aullido agonizante.
Horrorizado, contemplé un instante a aquel chico y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.
—Pero ¿éste no es uno de mis muchachos? —pregunté al guía— ¿No es fulano de tal?
Sí —me respondió.
—¿Por qué está tan quieto? ¿Por qué incandescente?
Y me dijo:
—Tú elegiste ver —respondió—. Confórmate con eso. Solo sigue observando. Además «Todos serán salados con fuego» (Mc 9,49).
Apenas había vuelto de nuevo la mirada, cuando otro joven se precipitó a la cueva a una velocidad vertiginosa: éste también era uno de los del Oratorio. Tal cual como cayó, así quedó. El también lanzó un grito desgarrador y su voz se confundió con el último eco del grito del muchacho que le había precedido.
Después de éste, llegaron otros con la misma velocidad y su número fue en aumento: todos lanzaban el mismo grito y quedaban inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Me percaté de que el primero había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra. Unos tenían los pies en alto, otros, el rostro pegado al suelo. Algunos estaban casi suspendidos, sosteniéndose con un solo pie y una sola mano; otros estaban sentados y tirados; los unos, apoyados sobre un lado; los otros, de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos.
Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en distintas posiciones, unas más dolorosas que otras. Aún vinieron otros a aquel horno; unos me eran conocidos y otros, desconocidos. Me acordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae por vez primera en el Infierno así se permanecerá para siempre: «Caiga un árbol hacia el sur o el norte, el árbol se queda donde caiga» (Ecl 11,3).
Como aumentaba mi espanto, pregunté al guía:
—¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta de que vienen a parar aquí?
—Ciertamente saben que van al fuego; fueron advertidos mil veces; pero siguen optando por lanzarse voluntariamente al fuego, pues no detestan el pecado y se resisten a abandonarlo. Más aún, desprecian y rechazan la misericordia de Dios, que incesantemente los llama a penitencia. Así provocada, la justicia divina los acosa, los persigue y los espolea de modo que no pueden detenerse hasta llegar a este lugar.
—Oh, ¡qué terrible debe ser la desesperación de estos desgraciados al saber que no tienen ya esperanza! —exclamé yo.
***
Este fragmento ha sido extraído del libro Santos que vieron el Infierno (2023) de Paul Thigpen, publicado por Bibliotheca Homo Legens.
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