La libertad política, entendida como libertad colectiva, libertad social o simplemente la libertad que los ciudadanos de una nación se dan por el hecho de ser componentes del cuerpo político, ha visto su alumbramiento y desarrollo únicamente en la Civilización Occidental.
No es casualidad azarosa ni capricho del destino. Ha sido en Occidente, antiguamente denominada Christianitas, donde se han dado las condiciones necesarias para la aparición de tal “atributo trascendental” del ser humano en la tierra.
Sin embargo, esta libertad política, siendo una libertad de facto, esto es, garantizada por y para el orden social, no puede mantener su fuste positivo si no es por la apoyatura y sostén de un atributo que pertenece al ser mismo del hombre. En la medida en que el hombre es una creatura, esto es, un ser creado y querido por Dios y advenido al ser por un Acto amoroso de su divina voluntad, le es atribuido una serie de cualidades o perfecciones, que dirían los escolásticos, que componen su realidad esencial. Una de las más importantes es la que ya San Agustín comenzó a llamar el libre albedrío.
Este concepto metafísico fue del todo desconocido por el mundo helénico, cuyo pensamiento aún empapaba la realidad histórica y social cuando San Agustín declaró su existencia. Solo en el cristianismo podía darse la comprensión del hombre como ser creado de la nada. En la medida en que el hombre es criatura, participa del Logos divino, lo cual lo constituye como persona, esto es, ente individual intelectual. De esa capacidad de entendimiento, Dios otorgó al ser humano la capacidad para escoger el bonum o el malum. A este “don” se le llamó libero arbitrio.
De esta explicación podríamos extraer la conclusión de que solo el Dios cristiano pudo haber creado un ser, no solo caracterizado por su naturaleza intelectual, racional, sino con la posibilidad de elegir entre diferentes opciones existenciales aquello que le acerca de Dios o lo que le aleja de Él, que es su fin último, que afirmaría Santo Tomás de Aquino.
En la medida en que nuestra existencia es un acto de la Voluntad de Dios, es lógico pensar que Él mismo constituye nuestro fin trascendente, la causa de nuestro ser y aquello cuya realidad nos reportará una felicidad totalizadora y exhaustiva una vez hayamos elegido, libremente, esto es, meritoriamente, el cumplimiento de su Ley, que es Amor y Plenitud.
Ese es el Reino de los Cielos, esa unión amorosa de la criatura con su Creador, que le dio el privilegio de ser libre para que con sus esfuerzos y el auxilio de su divina “gracia sustentadora”, pudiera llegar a dónde debe ser por siempre dichoso, pues para eso somos libres, para escoger la felicidad que solo Dios puede dar, que colma enteramente el corazón del hombre por los siglos de los siglos. Pero debemos apuntar a su Voluntad constantemente, sin ceder a pretensiones ideológicas que trastornan la Verdad que hemos recibido por la Fe, virtud teologal que es lo que hace al cristiano hijo de Dios.
Luis F. Prado Hidalgo
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Magnífico texto. Refleja de manera muy clara la necesidad que tiene el hombre de Dios en su vida, y sin la cual nunca podrá vivir su libertad de cara a la Verdad.
Y esque sin Él, el ser humano está despojado de todo aquello para lo que fue creado: conocer, amar y servir a Nuestro Señor Jesucristo.
No obstante, la Iglesia Católica tardó unos dos mil años en reconocer y proclamar la libertad religiosa, es decir, la capacidad del hombre de seguir el dictado de su conciencia frente a cualquier propuesta de fe incluyendo la fe cristiana.
No parece que usted haya entendido Dignitatis Humanae:
iuscanonicum.org/index.php/derecho-eclesiastico/el-derecho-a-la-libertad-religiosa/456-la-declaracion-dignitatis-humanae-ante-la-doctrina-tradicional-de-la-iglesia.html
No es solamente éso lo que no ha entendido: tampoco ha entendido que la definición de «libertad religiosa» no consiste en éso que describe, que además la Iglesia no ha hecho nunca: el Concilio Vaticano II se limitó a reiterar lo que la Iglesia ha sostenido siempre: que el Estado no debe coaccionar a nadie en materia religiosa, pues no se puede obligar a nadie a creer lo que no cree (es una obviedad, pues es materialmente imposible). En cambio, la Iglesia siempre ha enseñado que la mentira no tiene derechos, así como que la conciencia tiene la obligación de aceptar la verdad, que sólo es una. Sólo existe una religión verdadera: la católica, fuera de la cual no hay salvación (dogma fe). Esperemos que este hereje no tarde dos mil años en aceptarlo y se convierta antes de acabar en las calderas de Pedro Botero.