Por qué tememos al Sínodo de la Sinodalidad

sínodo de la sinodalidad documento Vatican News
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El entusiasmo oficial con el sínodo de la sinodalidad que nos llega de Roma, tan en contraste con la fría acogida entre los fieles, intenta vender en vano la sugerencia de una ‘refundación’ de la Iglesia, ante la alarma de muchos.

Decía Chesterton que al católico se le pide que se quite el sombrero al entrar en la iglesia, no la cabeza. En efecto, nuestra Iglesia no es una secta que siga ciega las consignas de un gurú o que puede cambiar a capricho de quien la gobierne en un momento dado.

Se puede pensar. Se puede admitir lo que tenemos ante los ojos. Y se puede apreciar a simple vista lo que tiene de ‘timo’ lo que nos intentan vender con tan machacona insistencia.

“Abrimos nuestras puertas, ofrecimos a todos la oportunidad de participar, tomamos en cuenta las necesidades y sugerencias de todos”, dijo Francisco en Lisboa, en referencia al sínodo que comienza en octubre. “Queremos contribuir juntos a construir una Iglesia donde todos se sientan como en casa, donde nadie quede excluido. Esa palabra del Evangelio que es tan importante: todos. Todos, todos: no hay católicos de primera, segunda o tercera, no. Todos juntos. Todos. Es la invitación del Señor”. Y en esta corta invocación advertimos dos falacias bastante evidentes.

La primera se refiere a la representatividad del sínodo. En todas partes oímos la insinuación de que lo que se discuta en las asambleas reflejará por primera vez la opinión de los laicos, del fiel de a pie. Y ya es difícil concretar qué gana la Iglesia, Mater et Magistra, aprendiendo en lugar de enseñar, que es la misión específica mandada por Cristo, como si la doctrina católica fuera una especulación intelectual y no un mensaje inmutable. Pero es que ni siquiera es cierto.

El proceso de recopilación de opiniones de los fieles ha estado más trucado que una película de chinos. Sólo entre el 1% y el 2% de los católicos de todo el mundo asistieran a las ‘sesiones de escucha’, para empezar, y se entiende que en esta ínfima proporción se concentren los más activistas y ‘renovadores’. Para seguir, no es que se diera a los fieles un folio en blanco para que expresasen libremente su visión de la Iglesia, sino que se les consultó específicamente de cuestiones muy concretas que quizá no fueran del interés de la mayoría, y con preguntas que a menudo generaban solas las respuestas adecuadas. No es extraño que la mayoría de los fieles ignoren incluso que se esté celebrando un sínodo, no digamos uno tan importante.

La segunda falacia del párrafo es más bien una sugerencia; es la insinuación, constante a lo largo de todo este pontificado, de que por fin las cosas son de la manera en la que han sido siempre. Las palabras y mensajes transmiten la sensación de que la misericordia de Dios sea algo inédito en la Iglesia, cuando ha sido un estribillo constante.

O, por ceñirnos al párrafo citado, que solo ahora se aceptara a todos en la Iglesia. Siempre se ha llamado a todos, siempre se ha aceptado a todos. Solo que, hasta ahora, se hacía una distinción tanjante entre la persona y la conducta, el pecado y el pecador, y se abrazaba al segundo sin condenar lo primero.

Todo esto hace pensar en el sínodo como en un gigantesco teatrillo, con el guion ya previamente escrito hasta la última coma, organizado para presentar como ‘demandas’ del Pueblo de Dios a cambios que, venidos directamente de la cabeza, sonarían intolerables.

 

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