¿Cómo salió todo tan mal en la clínica para «niños trans»?

niños transexuales
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(Tempi)-Cuando un protocolo médico extremo y experimental acaba aplicándose masivamente en los casos más contraindicados, las cosas sólo pueden acabar mal.

[De la reseña del libro-investigación de Hannah Barnes sobre el notorio «servicio de desarrollo de la identidad de género» en niños de la clínica Tavistock de Londres. La versión original en inglés del artículo, firmado por James Le Fanu, médico y divulgador científico, está disponible en esta página del sitio web del mensual católico británico].

La medicina se ocupa, por necesidad, de conocimientos fiables como parte de una disciplina basada en la ciencia. ¿Por qué entonces en el Servicio de Desarrollo de la Identidad de Género (Gender Identity Development Service, Gids sus siglas en inglés) de la clínica Tavistock las cosas han salido tan drásticamente mal? En 2005, el psiquiatra David Taylor observó una inquietante falta de claridad en cuanto a los objetivos del centro: ¿se trataba de tratar a niños con disforia de género o que se identificaban como trans porque estaban angustiados por algún otro motivo? Taylor expresó su preocupación por la «fuerte» presión ejercida sobre los operadores del centro por grupos de activistas trans, y por los propios niños, para que prescribieran bloqueadores de la pubertad «no probados y poco investigados».

Cuestiones fundamentales, podríamos decir, pero que sin embargo nunca se abordaron. Su informe acabó enterrado para no volver a ser exhumado hasta 2020. En esos quince años cruciales, las preocupaciones que Taylor había identificado se verán exacerbadas sin medida por un aumento incesante del número de niños señalados -de 50 al año a varios miles- y la cultura de la negación encontrará un epítome perfecto en el destino de su informe.

Para dar una idea del contexto, a principios de los años 90 la transición se consideraba en general muy eficaz y no problemática. Por aquella época, durante una consulta tan memorable que tomé nota de ella, un joven universitario que estaba al final de su adolescencia me habló de cómo de niño estaba «tumbado en la cama rezando a Dios y prometiéndole que haría cualquier cosa si me concedía un milagro y me convertía en niña». Llevaba en secreto la ropa de su hermana y codiciaba los regalos que ella recibía en Navidad. Durante mucho tiempo pensó que solo se sentiría realizado con una operación de reasignación. Sin embargo, «no estoy enfadado con la naturaleza que me ha jugado una mala pasada», decía con tristeza, «solo necesito resolverlo».

Totalmente convencido, firmé la prescripción de hormonas femeninas recomendadas por su psiquiatra y acepté su sugerencia de consultar un artículo reciente sobre los resultados de la cirugía de reasignación. Los resultados no podían ser más positivos: se calificaban de «excelentes» cuando se combinaban con otros procedimientos para conseguir rasgos verdaderamente femeninos. Nueve de cada diez pacientes se declararon «muy satisfechos».

«La historia verdadera» de Hannah Barnes sobre el posterior auge y la catastrófica caída del Gids es compleja, pero hay tres factores destacados que predominan, empezando por el uso engañoso de estos bloqueadores de la pubertad como solución técnica. En 1998, un psicólogo holandés sugirió que estos fármacos podrían mejorar aún más esos resultados ya impresionantes por dos razones: evitarían el trauma psicológico de alcanzar la madurez sexual «en el cuerpo equivocado», mientras que su capacidad para suprimir las características sexuales secundarias (es decir, los pechos en las niñas y el vello facial en los niños) obviaría la necesidad de procedimientos feminizantes (o masculinizantes) adicionales. En esencia, el influyente «protocolo holandés», como se le llamaría, permitía una transición sin solución de continuidad. Sin embargo, preveía un par de advertencias muy significativas sobre quién podía considerarse apto para someterse a este protocolo: los candidatos debían haber padecido disforia de género desde la primera infancia y no padecer ninguna afección psicológica que pudiera comprometer su aplicación.

Pero los bloqueadores de la pubertad, como pronto se vio, hacían algo más que suprimir esos caracteres sexuales secundarios dando al joven «tiempo para meditar» sobre su deseo de transición: la hacían casi inevitable. Pensemos en una adolescente privada de su propio pico natural de hormonas sexuales típico de la pubertad. Al llegar a los 16 años, será muy diferente de sus compañeras, psicológica y físicamente: más baja, sin pechos ni vello púbico, sin experiencia de esos primeros deseos y encuentros sexuales que podrían haberla llevado a reconsiderar su sueño de cambiar de sexo. Así que, aunque se proclamaba que los efectos de los bloqueadores de la pubertad eran reversibles, con una reanudación de la trayectoria normal de maduración sexual una vez suspendido el fármaco, son muy pocos los que desisten. Prácticamente todos pasan a la siguiente fase del protocolo, que implica altas dosis de testosterona masculinizante o -para los varones biológicos en transición- estrógenos feminizantes, con vistas a la cirugía de reasignación.

La influencia decisiva de los bloqueadores de la pubertad para inducir a los niños a llegar hasta el final de la transición debería haber despertado más cautela en los defensores del protocolo. Y quizás para algunos así fue. Pero estos también tuvieron que enfrentarse (o dejarse persuadir) por la narrativa entonces en auge sobre la disforia de género: no es una afección psicológica, sino más bien la característica definitoria de otra minoría oprimida, como lo había sido anteriormente la homosexualidad. En este contexto, se argumentaba que el papel del Gids era afirmar, no cuestionar, la autoidentificación de la persona como trans, y que la prescripción de bloqueadores de la pubertad actuaba como «prueba de solidaridad con el problema experimentado por quienes lo solicitaban».

Mientras tanto, la demografía de los que solicitaban ser remitidos al Gids estaba cambiando radicalmente. Ya no eran predominantemente hombres jóvenes con disforia de género desde la infancia que, como mi estudiante universitario, «solo necesitaban resolverlo». Eran sobre todo chicas en la adolescencia temprana sin antecedentes de ese tipo, cuya autoidentificación como transgénero era repentina, asociada a un retraimiento de la sociedad y a una marcada hostilidad hacia aquellas personas, especialmente los progenitores, que dudaban en reconocer su nueva condición. Un número desproporcionado de estas chicas había vivido una infancia difícil o era psicológicamente vulnerable. Así, paradójicamente, la mayoría de las pacientes tratadas con bloqueadores de la pubertad según el protocolo neerlandés correspondían exactamente a la descripción de los casos para los que, en la formulación original, el mismo protocolo se consideraba inadecuado.

Solo podía acabar mal, como así ha sido. Pero se ha necesitado un tiempo sorprendentemente largo para que se revelase la confusión terapéutica e intelectual que ha sido la marca de fábrica de la práctica clínica del Gids. Ha habido voces discordantes, por supuesto, y el relato objetivo de Barnes se nutre precisamente de quienes sentían un creciente malestar por el daño causado por, en palabras de uno de ellos, la «oferta de intervención médica extrema como tratamiento de primera línea para jóvenes en apuros que podían o no resultar ser trans».

En 2017, el Gids ya no podía hacer frente al número cada vez mayor de acusaciones, y contrató a psicólogos con poca experiencia clínica a los que luego les exigió que se ocuparan de un número exageradamente alto de casos. Diez miembros del personal decidieron compartir su angustia con el psicoanalista más experimentado de Tavistock, el doctor David Bell, quien accedió a elaborar un informe (otro más) cuya valoración era que las necesidades de quienes acudían a la clínica estaban siendo atendidas con una respuesta «lamentablemente inadecuada». Este informe no fue bien recibido, pero la publicidad que le siguió cuando se publicaron extractos del mismo en la prensa un año más tarde desencadenó la tan esperada investigación pública que finalmente conduciría al cierre de la clínica.

No podemos saber prácticamente nada de las consecuencias, positivas o negativas, a las que se enfrentaron los miles de niños derivados al Gids, porque la clínica descuidó escandalosamente la recogida de datos que habría permitido evaluar de manera razonada la eficacia o no de sus terapias experimentales. Una renuencia cuyas razones se comprenden mejor leyendo en el libro de Barnes los relatos de antiguos pacientes que describen su experiencia de transición.

Entre ellos se incluyen un par de casos que han tenido éxito, que implican, como es previsible, a personas que habían deseado la transición desde su infancia. Pero estos casos se ven contrarrestados por los de adolescentes problemáticos para los que no funcionó: iniciados en el tratamiento médico tras un somero reconocimiento de su sexualidad («bastaba con decir que me sentía incómodo con mi cuerpo») y luego arrepentidos («las dudas para mí empezaron casi inmediatamente después de mi doble mastectomía»). Afortunadamente para las adolescentes con problemas, ahora prevalecen consejos más sabios.

Publicado en Tempi

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana

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Comentarios
2 comentarios en “¿Cómo salió todo tan mal en la clínica para «niños trans»?
  1. Salió mal!!.
    Porque no priman los criterios médicos y el sentido común elemental.

    Las gónadas no son lo que hay que intervenir sino actuar en las cabezas, que es donde está el problema.

    Ahora se trata estas situaciones, terriblemente duras, por los políticos, y se utiliza como instrumento ideológico.

    Cómo no van a salir las cosas mal.
    Se les….la vida de por vida.

    Mentirosos y cobardes, es lo que hay, unos por propiciar medidas no correctas y otros por callar, sabiendo que estas son erróneas.

    En niños!!

  2. «Entre ellos se incluyen un par de casos que han tenido éxito, que implican, como es previsible, a personas que habían deseado la transición desde su infancia».

    La autora del artículo sigue, a pesar de todo lo que ella misma describe, apoyando la retórica que justifica estos procedimientos, «si esa es la voluntad de los que los solicitan». Es como aquellos que justifican la drogadicción «siempre y cuando los consumidores se sientan cómodos con ello». Nada de ética o sentido común, nada más que liberalismo voluntarista crudo. «Si el chico quiere que le corten el brazo, déjalo, es su decisión».

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