Suicidio, depresión y una «crisis de esperanza»: ofrecer ayuda real a nuestros jóvenes desesperados

Papa Francisco depresión
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(Roger Landry en National Catholic Register)-La tristeza, la desesperanza y los pensamientos suicidas de nuestros jóvenes son un grito desesperado por este amor atento en medio de sus preguntas existenciales y siempre insistentes.

El 13 de febrero, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC sus siglas en inglés) publicaron su informe bienal Youth Risk Behavior Survey Data Summary and Trends Report (Informe de Resumen de Datos y Tendencias de la Encuesta sobre Conductas de Riesgo de los Jóvenes) para el periodo 2011-2021 y mostró la situación verdaderamente alarmante, y en rápido empeoramiento, de la salud mental y espiritual de los estudiantes de secundaria en Estados Unidos.

El informe documentó que, en 2021, el 42% de los adolescentes de secundaria de EE.UU. dijeron sentirse persistentemente tristes o desesperanzados; el 22% consideró seriamente intentar suicidarse en el año anterior; el 18% había ideado un plan concreto sobre cómo acabar con su vida; y el 10% intentó realmente llevar a cabo ese plan (y afortunadamente fracasó).

Por preocupantes que sean estas cifras, el desglose entre chicos y chicas es aún más angustioso. El 57% de las chicas de secundaria se sentían constantemente tristes o desesperanzadas (frente al 29% de los chicos); el 30% de las chicas contemplaron seriamente el suicidio en el año anterior (14% de los chicos); y el 24% (12% de los chicos) tenían un plan de suicidio.

Y el rápido aumento de la tristeza persistente y la ideación suicida entre las adolescentes es igualmente sorprendente: desde 2011, la tristeza persistente y la desesperanza habían crecido del 36% al 57%; los pensamientos suicidas del 19% al 30%; y los planes de suicidio del 15% al 24%, un aumento del 60% en cada categoría en una década. (En el mismo lapso de tiempo, la tristeza crónica entre los chicos de secundaria había crecido del 21% al 29%, los pensamientos suicidas del 13% al 14% y los planes suicidas del 11% al 12%).

Gran parte de los comentarios de los medios de comunicación sobre las cifras del informe del CDC se centraron en qué había cambiado para las niñas desde 2011 para que se produjeran tendencias tan desgarradoras. La mayor parte de la atención se centró en el auge de las redes sociales y su impacto en la salud psicológica de las niñas, sobre todo en la «comparación y desesperación» que se produce cuando las niñas, que están atravesando los cambios corporales de la pubertad, ven imágenes de sus compañeras, de famosas y de otras personas y, al comparar, se ven a sí mismas con carencias.

La llegada de las redes sociales también está relacionada con una explosión de chicas adolescentes que empiezan a autoidentificarse como chicos atrapados en cuerpos de chicas, lo que supera con creces a las chicas y mujeres de otros grupos de edad que experimentan una confusión de género similar, o a los chicos adolescentes que se autoidentifican como chicas. El informe demuestra por qué debe acelerarse una investigación honesta y valiente sobre las causas de la crisis de salud mental entre las niñas, que aumenta a gran velocidad.

Pero también debe abordarse el panorama general: el asombroso número de jóvenes -42%- que dicen sentirse constantemente desesperanzados e infelices y el 22% que ha pensado seriamente en el suicidio en los últimos 12 meses. El 40% de los estudiantes de secundaria afirmaron sentirse tan tristes o desesperanzados que no pudieron realizar actividades habituales durante al menos dos semanas del año anterior.

Es una crisis que no puede abordarse adecuadamente con ansiolíticos. Está ocurriendo algo mucho más grave.

El CDC examinó algunos factores que podrían ser causas contribuyentes a la crisis, pero observó que, en el transcurso de la última década, el acoso escolar, el consumo de drogas, la promiscuidad y la violencia sexual disminuyeron o se mantuvieron prácticamente igual. Asimismo, examinó la sensación de conexión de los estudiantes en la escuela, su situación de vivienda y la comunicación con su familia, pero ninguna de estas situaciones se correlacionó con el rápido crecimiento del problema.

Es obvio que hay una crisis de esperanza bajo la tristeza persistente y la consideración de acabar con la propia vida. Esto va unido a una crisis de sentido, del «por qué» de vivir, de lo que da motivación para poder cambiar a mejor las propias circunstancias, por no hablar de cambiar el entorno y el mundo.

Esta crisis de esperanza está vinculada a una crisis de fe. La Generación Z, los nacidos entre 1999 y 2015, está experimentando un rápido declive de la fe en Dios. Desde 2010, la práctica religiosa entre los estudiantes de secundaria ha descendido un 27%. Actualmente, el 13% se define como ateo y el 16% como agnóstico.

En su encíclica de 2008 sobre la esperanza cristiana, Spe Salvi, el papa Benedicto describió la desesperanza como hizo san Pablo a los cristianos de Éfeso, relacionando a los que viven «sin esperanza» con los que viven «sin Dios» (Efesios 2,12). La esperanza viene de reconocer, dijo el papa Benedicto, que Dios está con nosotros en el mundo, sacando el bien del mal, haciendo justicia a las víctimas, ayudándonos a encontrar un sentido eterno incluso en las actividades más ordinarias. El fracaso en la transmisión eficaz de la fe a las generaciones más jóvenes, y el auge del secularismo con su ateísmo práctico que incita a la gente a vivir como si Dios no existiera, está sin duda favoreciendo la crisis de nuestros jóvenes.

Del mismo modo, la crisis múltiple de la familia tiene que ser una causa coadyuvante. El trauma del divorcio, la ausencia de figuras paternas, la soledad derivada del menor número de hermanos y hermanas que lleva a los jóvenes a intentar ganarse amigos fuera de casa, la competencia por ganarse el amor y la atención contra los nuevos novios o novias de los padres: todo ello puede crear una crisis en el sentido de sentirse genuina y establemente amado. Ser amado incondicional y firmemente es la verdadera fuente de la alegría, lo que puede dar esperanza en medio de los contratiempos y las contradicciones.

La percepción que los jóvenes tienen de ese amor no puede darse por sentada, especialmente cuando luchan por un auténtico amor hacía uno mismo mientras experimentan rápidos cambios en su interior y a su alrededor.

Como dijo Juan Pablo II: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis 10).

Las drogas culturales del materialismo consumista y el hedonismo pueden distraernos de esta necesidad humana fundamental durante un tiempo, pero no para siempre. La tristeza, la desesperanza y los pensamientos suicidas de nuestros jóvenes son un grito desesperado por este amor atento en medio de sus preguntas existenciales y siempre insistentes.

También es necesario formar a los jóvenes para que sepan afrontar bien el inevitable sufrimiento que les depara la vida. A menudo intentamos aislar a los hijos del sufrimiento, rodeándoles de comodidades materiales, manteniéndoles alejados de las camas de los enfermos y los funerales de sus familiares, luchando tenazmente para defenderles de las justas críticas de los profesores o de las decisiones de los entrenadores de disciplinarles o mantenerles en el banquillo. Las motivaciones suelen ser buenas, pero los efectos secundarios no deseados pueden ser que los jóvenes de hoy no hayan recibido lo que sí recibieron las generaciones anteriores, las que vivieron depresiones y recesiones, guerras mundiales y guerras frías, y sobrevivieron a situaciones crónicas de necesidad. Muchos de los jóvenes de hoy no han asistido a ese campamento de entrenamiento de la vida o escuela del sufrimiento y, cuando llegan los dolores emocionales y espirituales, suelen estar mal equipados. Muchos no pueden recurrir a la experiencia de la perseverancia a través del dolor y del alivio que llega.

Culturalmente, en lugar de ayudarles a crecer en esta sabiduría, muchos en nuestra cultura están causando confusión. Quienes promueven el derecho al suicidio -de hecho, lo glorifican como una elección digna y noble en respuesta al sufrimiento- están haciendo un daño incalculable. O bien el suicidio es un mal, un grito de ayuda y de compasión amorosa, una cuestión de salud mental y de gestión eficaz del dolor, una tragedia que intentamos evitar, o bien es bueno para las personas que sufren cualquier tipo de dolor, un bien para que sus familias y amigos se liberen de la carga de los cuidados, un bien para la sociedad, que se ahorra los costes de su atención sanitaria y la infección de su depresión. El movimiento por el derecho a morir proclama que, a veces, no merece la pena vivir: ¿cómo no van a influir en nuestra juventud esos mensajes bien financiados que apelan a nuestro sentido del individualismo, la autonomía y el miedo a ser dependientes? Por amor a nuestros jóvenes y a cualquiera que se sienta tentado a suicidarse, debemos oponernos de manera enérgica y perseverante a este veneno cultural.

Mientras seguimos digiriendo el informe del CDC, buscamos las causas de las inquietantes tendencias e intentamos encontrar los remedios adecuados, ha llegado el momento de que todos nos pongamos en contacto con los jóvenes de nuestra vida, especialmente con las chicas, para preguntarles cómo les va, hablarles de las presiones a las que están sometidos, preguntarles cómo les va a sus amigos y empezar a comunicarles, de forma más intencionada y explícita, los motivos de esperanza que llevamos dentro (1 Pedro 3,15).

 

Publicado por el padre Roger Landry en National Catholic Register

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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