Ya tenemos ‘madres sinodales’ en un sínodo que ha dejado de ser la asamblea de obispos definida por Pablo VI. Tanta insistencia en que los tradicionalistas acaten el Concilio Vaticano II mientras Roma hace mangas y capirotes con sus disposiciones.
El Papa Francisco, como informamos ayer, ha aprobado la participación de laicos y laicas en el Sínodo sobre la Sinodalidad, con una cuarta parte del voto total de la asamblea.
El obispo Grech, secretario del sínodo, ha sido el encargado de explicar lo inexplicable, a saber, que «la especificidad episcopal de la Asamblea sinodal no se ve afectada, sino incluso confirmada».
Las nuevas reglas se presentan como una alteración de la Constitución Apostólica Episcopalis Communio de 2018 del Papa Francisco, que estipula el gobierno y el funcionamiento del Sínodo de los Obispos.
El sínodo episcopal es una institución antiquísima en la Iglesia, pero que languideció durante siglos hasta retomarla y ‘resignificarla’ ese concilio de concilios que, por lo visto, fue el Vaticano II. “Tenemos la alegría de anunciaros Nos mismo la institución, tan deseada por este Concilio, de un Sínodo de los obispos, que, compuesto de obispos, nombrados la mayor parte por las Conferencias episcopales con nuestra aprobación, será convocado, según las necesidades de la Iglesia, por el Romano Pontífice, para su consulta y colaboración, cuando, para el bien general de la Iglesia, le parezca a Él oportuno”, exultaba Pablo VI en su motu proprio Apostolica sollicitudo de 15 Septiembre de 1965. “No es necesario añadir que esta colaboración del episcopado tiene que ser de gran beneficio a la Santa Sede y a toda la Iglesia, de modo particular al cotidiano trabajo de la Curia Romana, a la que estamos tan agradecidos por su valiosísima ayuda, y de la que, como los obispos en sus diócesis, también Nos tenemos permanentemente necesidad para nuestras solicitudes apostólicas”.
Pero, como dice el actual pontífice, no hay que temer a los cambios que, en este caso, significan la abolición del sínodo de obispos tal como se ha entendido siempre y, sobre todo, desde ese último concilio que constituye la referencia permanente y casi única del presente pontificado.
Que en un sínodo voten laicos y laicas puede o no ser oportuno, pero, desde luego, deja de ser, por definición, una asamblea de obispos. Es otra cosa, más moderna, más acorde al mundo: un sínodo de cuota.
Pero las innovaciones, tan del gusto vaticano, son del tipo al que nos tiene acostumbrados Francisco: muy efectistas y de apariencia participativa, pero manteniendo todo el control en sus manos. Porque esas setenta personas no obispos (sacerdotes, diáconos, mujeres consagradas y laicos) que sustituyen a los revisores del sínodo los elegirá personalmente Francisco de una lista de 140 personas, presentadas por las distintas conferencias episcopales y por la Asamblea de Patriarcas de las Iglesias Católicas Orientales. Serán de la cuerda del Papa, dirán lo que desee el Papa, pero el Papa podrá presentar sus voces como la voz del pueblo de Dios.
Y la paridad, claro, porque la mitad de estos participantes no episcopales tienen que ser mujeres. Estos setenta tienen derecho a voto, aunque no pueden superar más de una cuarta parte del voto total de la asamblea.
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