Sabía que era Dios

Jesús carpintero
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(Lorenzo Bertocchi en Il Timone)-El hijo del carpintero de Nazaret lleva a cabo acciones humanas y divinas. El misterio del Hombre-Dios y de cómo vivió el dolor nos lleva a las puertas del abismo que supera la muerte y la vida.

Cuando la pluma del cronista, y no del especialista, sigue las huellas de Jesús de Nazaret, trepa por una pendiente muy difícil. Este hombre, que históricamente existió, caminó por nuestra tierra diciendo que era Dios, confirmando esta afirmación con obras y palabras de tal alcance que es difícil permanecer indiferentes. Este hombre fue crucificado bajo Poncio Pilato y murió como si fuera uno de los peores malhechores; sin embargo, su tumba, al cabo de tres días, tras la terrible ejecución, resultó estar vacía. Los suyos dicen que ha resucitado y que Jesús de Nazaret es Cristo, el Hijo de Dios venido para salvar a los hombres.

Nos encontramos ante un hombre -porque tal era a los ojos de todos- que, sin embargo, según los creíbles testimonios de los Evangelios, realizaba milagros (caminaba sobre las aguas, curaba a los enfermos, multiplicaba los panes, resucitaba a los muertos) y, al mismo tiempo, mostraba sus afectos humanos, como el que sentía por Jerusalén, por la que lloraba, o por su amigo Lázaro. En la casa de Nazaret había aprendido el oficio de su padre José y, como todos los judíos, iba a la sinagoga; a los doce años, sus padres, tras haberlo perdido, lo encontraron en el templo conversando con los maestros y «todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba» (Lc 2,47). Así, a la pregunta de María y José que, preocupados, lo buscaban, responde: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

«Yo soy»

Ante esta pregunta, podemos llegar a la hipótesis que, efectivamente, ese joven de apenas doce años tenía conciencia de tener una tarea y una identidad que iba más allá de su naturaleza humana. Dada su edad es difícil sostener que Jesús había madurado psicológicamente esta conciencia de sí mismo en el periodo anterior; tenía que haber algo más. Es lo que se percibe leyendo los Evangelios, sobre todo si observamos con cuánta frecuencia aparece el pronombre «yo» en labios de Jesús, que repite hasta culminar en una frase delante del sanedrín, tras haber sido traicionado y capturado. Increpado por el sumo sacerdote, que le interroga sobre su ser el Hijo de Dios, Jesús responde: «Yo soy». Una revelación impresionante. Algo que volvemos a ver cuando leemos el capítulo 8 del Evangelio de san Juan, donde Jesús tiene un debate con los fariseos que no aceptan que Dios es el Padre de Jesús de un modo distinto a cómo es el Padre de todos, sobre todo de los judíos. Jesús responde: «Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y he venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió» (Jn 8,42).  El diálogo termina con una frase fulminante. Los fariseos le provocan: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?». Jesús les responde: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy» (Jn 8,57-58). Este «yo soy» tiene una fuerza prepotente y reverbera claramente ese «yo soy» que Moisés había oído en la zarza ardiente cuando preguntó cuál era el nombre de Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, como ya hemos dicho, en los Evangelios aflora también la evidente humanidad de Jesús como, por ejemplo, en las bodas de Caná, en el lavatorio de los pies o incluso cuando surge una sumisión filial al Padre. En ese hombre que recorría los caminos de Galilea convivían, por así decirlo, una clara humanidad y una evidente divinidad, una naturaleza y una sobrenaturaleza. Una realidad que la Iglesia católica, a lo largo de los siglos y tras largas disputas, ha traducido diciendo que Jesucristo es «una persona en dos naturalezas», una humana y una divina. La persona es la del Verbo, el Logos, segunda persona de la Trinidad (el Hijo). Esta persona es Dios, por tanto, de naturaleza divina. En la Encarnación, el Verbo unió a sí una verdadera naturaleza humana tomada de María, su madre. Esta naturaleza humana única se unió a la persona/hipóstasis del Verbo en el mismo instante de su creación (sin la intervención del hombre) en el seno de María Siempre Virgen.

Permaneciendo en nuestro limitado campo de investigación, que es el del cronista que busca los hechos que están a disposición de todos, una cosa es cierta: Jesús hacía cosas que dan testimonio de dos naturalezas, pero es bastante evidente que todo estaba articulado en un único sujeto personal, un único «Yo».

Suspendido entre dos mundos

En esta hipótesis, el Verbo de Dios entra, de alguna manera, en la esfera de la actividad humana de Cristo (el actuar sigue al ser, según la famosa fórmula tomista) y, por tanto, también en el campo de su conciencia humana. Es decir, el hombre Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, sabía que era Dios. En esta conciencia hay que subrayar cómo el alma humana, parte de la naturaleza humana de Jesús, se hallaba en una condición del todo única, en parte peregrina sobre la tierra como la de todos nosotros, en parte ya en el cielo en virtud de la gracia que deriva de su estar unida a la persona divina del Verbo. Jesús hombre vive, por así decirlo, en dos mundos, uno temporal, sensible y contingente, y otro eterno, absoluto, suprasensible.

Por un lado, el hijo del carpintero experimenta el peso de la carne (salvo el pecado) y, por el otro, contempla al Padre. En otras palabras, se dice que el alma humana de Jesús ya gozaba de la visión beatífica, es decir, la de los beatos que gozan de la intuición de la esencia divina y, en ella, ven cada cosa.

Entre todos estos interrogantes que se abren ante esta impresionante realidad, hay uno que podría representar la clave de todos los demás: ¿cómo ha sido posible el dolor en Cristo-Hombre, cuya alma gozaba de la visión beatífica del Padre? Dirijámonos al Vía Crucis. La carne humana de Jesús ciertamente sufrió dolor durante la flagelación, por la corona de espinas, al llevar el peso de la cruz y, después, al ser clavado en ella y con el golpe de lanza final. Sin embargo, es un dolor que hay que considerarlo no solo desde el punto de vista material, sino también «moral», dado que racionalmente el hombre Jesús sabía bien el valor de la vida que perdería, los pecados que determinarían dicha pérdida, la ingratitud de los hombres contemporáneos y futuros que rechazarían su inmolación.

Gozo y dolor

Al mismo tiempo debemos tomar en consideración que durante esos trágicos momentos su alma humana gozaba de la visión beatífica del Padre. Por consiguiente, conviven en Jesús, de un modo único, dos opuestos: el dolor, también inmaterial, del alma humana, junto al gozo que es propio de quien ve a Dios. ¿Cómo es posible esto? La solución de santo Tomás de Aquino parece la más razonable para iluminar la oscuridad: el alma del hombre Jesús sufre el dolor físico e inmaterial considerando los hechos terrenales de su Pasión, pero también goza viendo estas cosas en las razones divinas, según las cuales son fuente de salvación y redención y, por ende, un bien. Hay una vida que vibra entre dos profundidades, hay un dolor que se asoma hasta el umbral de la divinidad, está la indecible realización de la paradoja más radical de la existencia humana: la alegría de sufrir. El ejemplo más cercano es el de la madre cuando sufre los dolores del parto.

El amor humano y el divino unidos en la persona de Cristo realizan en el madero de la cruz la superación de esta barrera de gozo y dolor, y ofrecen la única respuesta de sentido al hombre que busca las razones de una finitud insoportable. La superación de todas las contraposiciones, la clave del et-et del cristianismo que no cancela nada y todo lo armoniza -materia y espíritu, finito e infinito, muerte y vida-, todo esto acontece en el Hombre-Dios, que es la magnífica unidad «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación» de lo divino y lo humano. Es «el camino, la verdad y la vida».

 

Publicado por Lorenzo Bertocchi en Il Timone

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

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