Cortesía de la revista Magnificat:
Rafael Hernando de Larramendi, sdj
El autor es sacerdote y pertenece a la Congregación «Siervos de Jesús». Actualmente es capellán en la Universidad Complutense de Madrid (Campus de Somosaguas). Es colaborador habitual de Magnificat.
Vamos a celebrar la Pascua del Señor; durante estos días, los cristianos contemplaremos el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Después de la conversión a la que hemos sido invitados en el camino cuaresmal y a partir del domingo de Resurrección, la liturgia nos invita a vivir durante los próximos cincuenta días la alegría pascual.
Conversión y alegría, frutos de la Pascua
Paradójicamente esa alegría brota directamente de la cruz del Señor, de la salvación que por ella nos ha alcanzado. Si antes, por el pecado, el hombre había quedado separado de Dios, ahora, por la entrega generosa de su vida, el Hijo ha reconciliado de nuevo a toda la humanidad y a toda la creación con Dios. La conversión, esa posibilidad de volver el corazón hacia Dios y entregarse a su amor sin reservas, y el seguimiento de Cristo, como camino al Padre, son frutos de la cruz. Para gozar de ellos, es necesario aceptar, y no siempre resulta fácil, que «el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Aceptar este extraño modo de amar de Dios es la conversión cristiana.
Cuando uno acepta este modo de ser de Dios —que Dios es amor y el amor no tiene un porqué distinto de sí mismo que lo justifique—, aparece la auténtica alegría; no una alegría superficial y pasajera, sino la alegría de aquel que nace de nuevo. La conversión, para la cual la Iglesia nos ha ido preparando y a la que hemos sido constantemente llamados durante la Cuaresma, no es otra cosa que encontrar a Cristo y rendirse a él como a un inicio de mi existencia absolutamente nuevo. Solo a partir de Jesús sabemos que Dios es realmente Padre; solo a partir de su resurrección comprendemos que es realmente omnipotente. Quien lo haya entendido no puede estar ya verdaderamente triste y desesperado. La alegría pascual es la alegría de encontrar a Cristo que nos lleva al Padre.
Al igual que Cristo padeció y murió para luego resucitar, el cristiano, que no hace sino seguir las huellas de su Señor, ha de experimentar en sí mismo la muerte y resurrección: una muerte personal allí donde se sitúa el pecado —lo más opuesto a la santidad de Dios— para poder resucitar a la nueva vida que el Hijo le ha alcanzado, la vida de hijo de Dios. Esto debe vivirlo con la fe y seguridad de que Dios puede y quiere derramar sobre él la luz de su gracia hasta tal punto que toda su vida quede transformada. Y si quiere seguir al Hijo en esta nueva vida, debe imitarle y ser él, como lo es el Hijo, la alegría del Padre. Así, el cristiano ha de morir a su pecado a fin de que Cristo pueda introducir allí la semilla de la resurrección, que no es otra cosa que vivir para la alegría del Padre y hacerla propia en el Espíritu Santo.
Victoria pascual sin triunfalismo
Después de la pasión y muerte de nuestro Señor, los evangelios nos relatan la resurrección de Jesús y las distintas apariciones del Resucitado. En estos textos observamos que Jesús se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, pero sin ninguna característica triunfalista. Además de manifestarse con gran sencillez, lo hace de amigo a amigo, en las circunstancias ordinarias de la vida terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo una actitud de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su «superioridad», y todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de ellos.
Es destacable el hecho de que Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos o a los apóstoles. Es a las mujeres que permanecieron al pie de la cruz y escucharon su palabra dejándose transformar por ella a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de esta verdad, a pesar de que en aquel entonces su testimonio no era considerado. Esta prioridad de las mujeres en los acontecimientos pascuales es fuente de inspiración para la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha podido contar con ellas para su vida de fe, de oración y de apostolado. Ellas continúan ofreciendo el consuelo de Jesús y nos conducen a su encuentro en Galilea.
Bajo la luz de las apariciones pascuales
Pero las apariciones también pueden iluminar nuestra vida de fe. Nosotros como los apóstoles hemos conocido al Señor; de una forma u otra, él ha irrumpido en nuestra vida. Hemos tratado con él, lo hemos contemplado en su palabra, lo hemos conocido en la oración. Y puede suceder en la vida de un cristiano que en algún momento haya experimentado la muerte, la ausencia, de Jesús. Aquel en el que se había puesto toda la esperanza se oculta dejando un vacío en el corazón. Pero esta situación no es perpetua, pues en un momento dado vuelve a irrumpir Cristo resucitado trayéndonos de nuevo la esperanza.
Los apóstoles tuvieron que pasar por ello (cf. Jn 20,19-29) y nosotros podemos aprender de su experiencia. Ante todo, comprobamos la dificultad en reconocer a Cristo por parte de aquellos a quienes él sale al encuentro (cf. Lc 24,13-35). No falta cierto sentimiento de temor ante él (cf. Mc 16,6). Se le ama, se le busca, pero, en el momento en que se le encuentra, se vacila… Sin embargo, Jesús, de este modo misterioso, los lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe. En ello podemos ver un signo de la pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su Corazón, para darle la salvación.
Los discípulos experimentan dificultad para reconocer no solo la verdad de la resurrección, sino también la identidad de aquel que está ante ellos, pues aparece como él mismo, pero al mismo tiempo como otro: es un Cristo «transformado» (cf. Lc 24,36-49). No es fácil para ellos identificarlo inmediatamente. Intuyen que es Jesús, pero al mismo tiempo sienten que él ya no se encuentra en la condición anterior, y por eso aparecen ante él llenos de reverencia y temor.
Y vieron todas las cosas nuevas
Cuando luego se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro sino de Jesús mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de la fe: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32), «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28), «He visto al Señor» (Jn 20,18). Entonces, una luz absolutamente nueva ilumina todo ante sus ojos, incluso el acontecimiento de la cruz, hallando así el verdadero y pleno sentido del misterio del dolor y de la muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida. El cristiano también debe aprender a reconocer la presencia de Jesús resucitado en las circunstancias ordinarias de la vida y a dejarle marchar una y otra vez.
Este aprendizaje era necesario para que él volviera junto al Padre y los apóstoles pudieran recibir el Espíritu. A partir de ahora, la presencia de Cristo será distinta y comenzará la acción del Espíritu Santo, que guiará a la Iglesia a la misión que en la última de las apariciones les legará: la misión de evangelizar el mundo para llevar su Palabra y el don de su gracia: «Y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación”» (Mc 16,15).
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